Fue como si un fantasma venido del pasado se hubiera corporizado de golpe, cuando ya se lo creía desaparecido para siempre, y amenazara con una condena de padecimientos y muerte. El Cólera, una enfermedad que no registraba casos en la Argentina desde 1915, reapareció con fuerza inusitada a finales del Siglo XX.
En febrero de 1992, el presidente Carlos Menem debió rendirse ante la evidencia de los casos aparecidos en el norte del país y declarar el estado de “emergencia sanitaria” por un brote de Cólera que hasta entonces había creído que quedaría fuera de las fronteras.
Muy pronto, ese brote inicial de 6 casos registrados en integrantes de pueblos originarios en la provincia de Salta se expandió por otras provincias norteñas, llegó a Córdoba y a Rosario para desembarcar por último en Buenos Aires.
El brote se había transformado en una epidemia que, además de cobrarse víctimas, puso en evidencia el desmantelamiento que estaba sufriendo por esos años el sistema de salud pública del país, provocó una ola de discriminación hacia los sectores más postergados de la población y enfrentó públicamente a Menem con su ministro de Salud, Julio César Aráoz, cuando dieron explicaciones opuestas sobre las causas del fenómeno.
Desde el principio, el ministro caracterizó al Cólera como los sanitaristas siempre lo habían identificado: “una enfermedad de la pobreza”, que se diseminaba principalmente entre los sectores más postergados de la población, allí donde el servicio de agua potable y las cloacas eran apenas promesas jamás cumplidas. Para el Presidente, en cambio, la responsabilidad de la epidemia la tenían las propias víctimas, que se enfermaban porque sus hábitos de higiene dejaban mucho que desear; en otras palabras, se enfermaban porque eran “sucios”.
El fantasma del Cólera no sólo había venido del pasado para corporizarse, también había traído con él sus secuelas de discriminación, aporofobia y xenofobia que no tardaron en corporizarse.
Las epidemias del pasado
Hasta entonces, en los anales de la medicina argentina habían quedado marcadas a fuego dos grandes epidemias de Cólera, ocurridas en el Siglo XIX.
La primera de ellas, en 1867 y 1868 encontró al país sumergido en la Guerra de la Triple Alianza, cuando la Argentina, Uruguay y Brasil atacaron al Paraguay hasta convertirlo en tierra arrasada.
Los primeros casos aparecieron en los pueblos del litoral, sobre las costas de los ríos Paraná y Uruguay, pero no demoró en llegar a Buenos Aires. Según los registros de la época, causó más de 15.000 víctimas.
Para entonces, Roberto Koch no había aislado e identificado a la bacteria Vibrio cholerae como causante del Cólera – recién lo haría en 1884 – y los médicos de estas tierras no sabían cómo enfrentar la enfermedad.
Suponían que era el resultado de unos efluvios llamados “miasmas”, que se identificaban por los olores nauseabundos que se desprendían de materias en descomposición, tanto de los vegetales, como de los cuerpos enfermos y las aguas estancadas. Cuando los “miasmas” ingresaban al cuerpo humano, causaban el Cólera. También creían que las personas enfermas eran capaces de contagiar la enfermedad.
Para 1869 la epidemia estaba terminada, aunque todavía se detectaban algunos pocos casos.
En 1886 se desató la segunda epidemia. Esta vez los primeros casos se detectaron en Buenos Aires, en pasajeros de un barco italiano atracado en La Boca. Desde allí se expandió por casi todo el país, fundamentalmente llevada por viajeros enfermos e, incluso, tropas del ejército. Por ejemplo, a Rosario el Cólera llegó a través de un batallón donde se había registrado un solo caso, al poco tiempo en la ciudad santafesina había más de mil enfermos.
Loa registros de la época son difusos, pero se calcula que esta segunda epidemia causó más de 20.000 muertes.
El considerable número de muertes que provocó la enfermedad desnudó la precariedad de la salud pública y los duros desajustes sociales del crecimiento económico, que provocaba la concentración de personas en las grandes ciudades sin que estas tuvieran los servicios públicos suficientes para garantizar sus condiciones de vida.
“El conventillo, el rancho, el agua, las basuras, el cementerio, el taller, todos ellos integraban un abanico de objetos urbanos portadores de amenazas. Luego, cuando la construcción de obras de salubridad facilitó el control de los ciclos epidémicos, la higiene destacó más directamente la problemática de la pobreza y la necesidad de levantar una red de instituciones de asistencia para contener los desajustes que los cambios de la modernización habían traído consigo”, señala el historiador Manuel Vargas en su trabajo La problemática de la epidemia de Cólera en la ciudad de Córdoba.
En los años siguientes se registraron casos aislados, sobre todo en la ciudad de Buenos Aires, los últimos en 1915. Desde entonces, el Cólera empezó a ser para los argentinos un fantasma que había quedado en el pasado.
¿Un retorno inesperado?
Para principios de la década del 90 del siglo XX, la salud pública argentina centraba su atención en las enfermedades estacionales, las endémicas –como el Mal de Chagas– y el avance de una nueva pandemia mortal cargada de estigmas, la del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (Sida), causado por un novedoso retrovirus, el virus de la inmunodeficiencia humana (Vih).
El Cólera era una enfermedad prácticamente olvidada, un mal prácticamente erradicado desde hacía décadas, un oscuro recuerdo como la poliomielitis o la peste negra.
Quizás por eso, las autoridades sanitarias del gobierno argentino no dieron importancia en enero 1991 a la aparición de un caso den el puerto de Chimbote, Perú. Tampoco, cuando seis meses después, en Lima se había registrado ya 223.564 casos y la enfermedad empezaba a diseminarse por otros países latinoamericanos, como Ecuador, Colombia y Brasil.
“Cuando se desarrollaron los primeros casos de cólera en el continente, las autoridades sanitarias argentinas consideraron que el país no corría peligro e, incluso, llegaron a descartar que el brote pudiese generar graves consecuencias en el suelo nacional. Estas argumentaciones se sustentaban en la confianza en que el cuadro sanitario que presentaba el país, en materia de infraestructura e insumos, evitaría el avance del mal. En cierta forma, la aparición del cólera fue subestimada, minimizándose su importancia y peligrosidad”, explica Vargas.
Para principios de 1992 la Oficina Panamericana de la Salud (OPS) tenía registrados 353.000 casos y 2.396 muertes, aunque el propio organismo alertaba que era seguro que hubiera muchísimos casos notificados.
En enero de ese año, el Cólera estaba en la frontera norte de la Argentina, en febrero aparecieron los primeros seis casos en la provincia de Salta y desde allí la enfermedad empezó a diseminarse, bajando hacia el sur, ayudada por las precarias condiciones de vida de muchos argentinos.
“Su expansión hizo visible múltiples situaciones de pobreza y vulnerabilidad. Con los primeros casos de cólera, la enfermedad puso en evidencia la brecha existente entre el discurso de las autoridades nacionales y la realidad de las poblaciones afectadas, signadas por las carencias en la infraestructura sanitaria y la precariedad en las condiciones de vida de gran parte de sus habitantes. El cólera permitió comprobar la existencia de muchas personas olvidadas por el sistema”, señala Vargas.
El presidente Carlos Menem no tuvo otra alternativa que declarar la emergencia sanitaria, pero aun así el gobierno seguía identificando al Cólera como una enfermedad foránea. “En toda la frontera norte del país se ha establecido un severo cordón sanitario donde no puede pasar ningún otro elemento que no sea agua potable y donde los pasajeros son rigurosamente controlados”, anunció en sintonía con esa idea el ministro de Salud Julio César Aráoz.
Al mismo tiempo se ordenó cercar las poblaciones donde se detectaban casos, en operativos conjuntos de agentes de salud y las Fuerzas Armadas y de Seguridad. También se restringió el ingreso de ciudadanos bolivianos al país.
El cortocircuito
Ya planteado inevitablemente como un problema de salud pública, el avance de la epidemia tuvo consecuencias políticas y provocó un fuerte cortocircuito entre el presidente Menem y el ministro Aráoz.
Para Menem, el Cólera era un mal foráneo que atacaba al país. “No hay que olvidar que la bacteria que produce el cólera entra de todas formas. No tan sólo el hombre es el portador, el agua también, y hay muchos cursos que desde Bolivia entran en territorio argentino”, decía por entonces.
En cambio, para Aráoz resultaba innegable que la expansión de la enfermedad era una consecuencia de la pobreza – algo que Menem no quería admitir públicamente –, que potenciaba la epidemia.
El cortocircuito dentro del gobierno se agudizó cuando el ministro dijo que la situación no estaba controlada y Menem salió a desmentirlo públicamente y aseguró que sólo se trataba de casos aislados que estaban focalizados y controlados.
Para fortalecer su posición, el presidente no vaciló en acusar a las propias víctimas. “Los casos son producto de la falta de higiene de algunos sectores de la comunidad”, se despachó.
No pocos medios de comunicación se hicieron eco de este discurso, que provocó una nueva epidemia sobre la epidemia: la de la discriminación de los enfermos.
El estudiante perseguido
Un ejemplo de la epidemia de discriminación es el del estudiante peruano Ricardo Gutiérrez Vilca, de 23 años, acusado de introducir irresponsablemente el Cólera en Córdoba a mediados de febrero de 1992. Para entonces ya se habían notificado 190 casos en todo el país.
Vilca era estudiante de Medicina en la Universidad de Córdoba y había viajado en las vacaciones a su país. Regresó a Córdoba y pronto manifestó síntomas, por lo cual fue internado. A partir de ese momento no sólo padeció la enfermedad sino la criminalización por parte de las autoridades provinciales y algunos medios de comunicación locales.
“No sólo tuvo que soportar la presión de los medios, sino que también fue sometido a interrogatorios sobre los motivos de su contagio y las personas con las que había mantenido contacto. Luego de que el joven y sus compañeros de pensión fueron tratados por el personal médico, la hipótesis de que la enfermedad había sido traída por personas de los países afectados se hizo más fuerte. La construcción de que el contagio obedecía a un agente foráneo fue adquiriendo marcados tintes xenófobos”, repasa el historiador Vargas, que analizó en profundidad su caso.
A partir de las publicaciones periodísticas, las autoridades de la Universidad de Córdoba resolvieron iniciarle un sumario por haber tenido “una conducta desaprensiva y negligente” al exponer a sus compañeros y a los docentes al contagio. Un fiscal provincial, también basándose en publicaciones periodísticas, pidió que se investigara si había cometido algún delito contra la salud pública al introducir el vibrión.
Un diputado provincial, José Rufeil, pidió su procesamiento: “Por su irresponsabilidad, Gutiérrez Vilca puso en peligro la salud de los ciudadanos y esa actitud tendría que haber sido penada ejemplarmente, ya sea a través de un proceso o la cárcel”, dijo en una conferencia de prensa.
El único “delito” cometido por el estudiante era ser extranjero y haber llegado a Córdoba sin síntomas que le hicieran siquiera pensar que podía ser portador de la enfermedad.
Como muchos otros, fue criminalizado y estigmatizado por haberse contagiado.
Cinco años de epidemias
Para fines de 1992, la epidemia de Cólera registraba en la Argentina un total de 553 casos notificados y 15 muertos. Se prolongó durante cinco años, hasta 1996, con un saldo de 4.372 casos y 60 víctimas fatales.
En su desarrollo puso al desnudo la imprevisión gubernamental y la magnitud de la pobreza de la Argentina, la carencia de servicios sanitarios y de acceso al agua potable en gran parte del norte del país.
También generó una segunda epidemia, la de los prejuicios, que potenció socialmente los daños causados por la enfermedad, ese fantasma que se creía enterrado en el pasado.
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