Una escena de película en donde se veía gozar en realidad era una violación ante cámaras sin que la actriz esté anoticiada. Una reunión con productor terminaba con el acoso del magnate que decidía si una actriz podía triunfar o irse a su casa a mirar películas desde el sofá. Una modelo tenía que pasar por el casting sábana para poder irse de temporada y los camarines eran un campo minado de miradas, besos forzados y tocadas inapropiadas. Un actor se metía en la pieza de una adolescente durante una gira de una serie infantil. No era una serie, era la forma serial de cómo se filmaba.
Una periodista daba lecciones de fortaleza a las que se dejaban amedrentar por las manos en la cola o los gritos fuera de cámara. Una protagonista de novela tenía que aguantar que la mano bajara hasta donde no estaba guionado y que la lengua se convirtiera en una invasión sin permiso, ni necesidad. Todos los miraban y todos sabían que pasaba.
Hasta que el “no” dejo de ser privado, individual, en voz baja, en secreto, de a una, sino masivo, colectivo, potente, a todas luces y el NO es NO se convirtió en un emblema que descubrió el telón de fondo de la producción audiovisual: el abuso no era una excepción, sino una forma sistemática de violencia multiplicada a través de la pantalla.
En Estados Unidos el movimiento #MeToo surgió a raíz de las denuncias al productor Harvey Weinstein, que hoy está preso y, en Argentina, después del proceso judicial iniciado por Thelma Fardin con #MiraComoNosPonemos. Ahora el juicio (que se reinicia en marzo) contra Juan Darthés se convirtió en la causa más emblemática contra la violencia sexual en América Latina, con la colaboración de tres fiscalías, en Brasil, Nicaragua y Argentina. Y es una marquesina con la advertencia de lo que no puede volver a reflejar la pantalla.
Weinstein está preso en Nueva York. Fue condenado, en marzo del 2020, a 23 años de presión, aunque apeló la sentencia para reducir la pena. En julio del año pasado fue trasladado a California para enfrentar otras acusaciones por violación de cinco mujeres, entre 2014 y 2013. Su defensa alegó que tiene 69 años y que está mal de salud y que le cuesta caminar para retrasar el juicio.
En total, el productor de cine fue acusado por 90 mujeres (actrices y modelos) que querían una carrera en el cine y que eran forzadas a pagar un peaje que implicaba violencia sexual como si fuera algo que se podía arrancar sin consentimiento. Un caso emblemático de California es el de Lauren Young que dijo que Weinstein entró a su habitación del hotel Montage y le agarró las tetas mientras se masturbaba.
El productor era un depredador. En la serie The Morning Show se muestra la diferencia entre abusos sistemáticos, impunes y seriales y las otras formas graduales de situaciones incómodas, abusivas o incorrectas. Por ejemplo, directores que tenían por deporte fanfarronear en un festival de cine que se habían acostado con mujeres a las que habían emborrachado y que ya no se acordaban ni quienes eran.
En Argentina el juicio de Thelma Fardin es emblemático. Ya se llevaron las segundas tandas del juicio que se retoma en marzo con la declaración de las últimas testigos e informantes y la declaración del actor. Se espera la sentencia de primera instancia para este año en la primera causa en violencia sexual con cooperación regional.
Los abusos se cometían detrás de cámara y, a veces, delante de cámara. Algunas series (The moorning show, El Escándalo, Asquerosamente rico, Inconcebible, La Asistente) mostraron los abusos y sus efectos. La visión que muestra Netflix y las otras operadoras de streaming vuelve a centralizar el discurso en el norte y descuidar tajantemente los relatos desde el sur.
Pero en las series y películas de los años post #MeToo y #MiraComoNosPonemos al microrelato sobre los efectos de los abusos le gana (por goleada) el nuevo relato latino-europeo y hoolywoodense en el que las mujeres son villanas (como si el empoderamiento fuera sinónimo exclusivo de narcos, mafiosas, peleadoras y malas) y no es que todas tienen que ser víctimas, sometidas, sumisas o bondadosas. Pero sí que la idea que mostrar mujeres que asesinan hasta a su padre, a su mamá o a su hermano o hermana (en Falsa Identidad, El final del paraíso y Ozark para no spoilear y que si no la vieron no sepan a quién mata quién, porque todavía están a tiempo) puede ser llamativa como excepción, pero es más llamativo que sea la nueva regla.
El gran relato del Siglo XXI es la liberación de la palabra que paso de silenciar los abusos sexuales a denunciarlos en la justicia, relatarlos en las redes sociales y contarlos en voz alta. Podría ser lógico que las series quieran salirse del guion común y contar que las mujeres también pueden acosar además de ser acosadas. Sin embargo, la violencia sexual recién sale a la luz y las víctimas que salen del lugar pasivo se animan a denunciar y no son castigadas laboral, amorosa y personalmente son contadas con los dedos de las manos y casi no han sido contadas en pantalla.
Los abusos sexuales son un problema sistemático, masivo y generalizado. La diferencia de género es clara. Y no es que se niegue que pueden existir mujeres acosadoras y varones acosados. Pero no es un flagelo. Salvo que se quieran maratonear series filmadas a partir del 2020.
En los formatos más recientes hay un virus de acosadoras que ya parecen una pandemia. La joyera mexicana Cristina de La Bella y Las Bestias que obliga a su seguridad a acostarse con ella con una torpeza, insistencia y sexo forzado (y el morbo de que a trate igual que a Lucy, la esposa que es su empleada doméstica engañada) que los clásicos senadores putañeros o los tratantes engañadores parecen los siete enanitos en el cuento de Blancanieves.
El acoso no es de un personaje, sino ya una cuestión más que personal masiva. En la misma serie una adolescente acosa a su primo adoptivo que no sabe como zafar de la obligación que le pone ella (menor de 21 años) de “hacerle el amor”. En El final del Paraíso La Diabla secuestra al padre de su hijo y lo ata a su cama, lo monta y le pega cachetazos mientras le pasa la lengua en la nueva versión extrema de villana (que ahora es sadomaso es un porno soft de culebrón) y si algo es denunciado, pero también demonizado, por las novelas colombianas y mexicanas es la política y ella, tan diabla, llega a acaparar gran poder como primera dama del narco con nuevas creaciones de laboratorio.
En Ozark adelantaron el drama que vive hoy Argentina con las muertes por cocaína adulterada. El personaje de Darlene Snell defiende la industria local del opio frente al avance de Navarro, el mexicano y adultera su droga en un escenario que adelantó lo que pasa hoy en el país. Pero además mantiene una relación que la lleva a la cama con un joven que podría no ser su hijo, sino su nieto.
La diferencia de edad es tan llevada al extremo que en vez de aplaudir que las mujeres puedan romper tabúes con varones más jóvenes (como en Amor y Anarquía) la verdad es que da arcadas. La escena (el nuevo clásico de las señoras son despiadadas) se repiten entre la madama de Falsa Identidad y un bartender que accede por dinero a acostarse con ella a pesar de su amor por una bailarina de su edad que termina adicta a pastillas para adelgazar.
Las villanas no dejan la maldad para lo ilícito (mafiosas con códigos eran las de antes), sino que la diferencia de poder con quienes tienen sexo encontró en las series una legión de manipuladoras que arrodillaron al patriarcado a obligarlos a practicarle sexo oral. Una es novedad, muchas son un mensaje subliminal, tantas ya constituyen un discurso sostenido y una distorsión de la realidad.
En la serie adolescente (de sexo mayoritariamente turbio) Elite la mamá de una de las alumnas del colegio, gitana y narco, ofrece cocaína a un joven que se tiene que hincar para conseguir la droga en la humedad de su entrepierna. Hace un tiempo que el porno comprendió que lo único que se chupa no es el pene, todavía a los hombres les cuesta bajar y a las mujeres pedirlo. Que sea una exigencia de manual se pasa de la vaina.
A Succession no se le puede criticar nada. El guion es tan bueno que no da respiro a una mirada subliminal. Pero se pasa de un escándalo por abusos sexuales en los cruceros de la empresa familiar con costos para la empresa (que después los naufraga sin mayores consecuencias judiciales, económicos y políticos igual que el #MeToo que al final la industria se lo deglutió sin que la cancelación o la judicialización generara mayores efectos a un mayor grupo de actores, escritores, directores y productores) a un escándalo por una ejecutiva mayor (Gerri) que no se queja de recibir fotos de pene de Roman, uno de los hijos de Logan.
Si las mujeres denuncian son unas escandalosas que ya no quieren sexo y que no permiten trabajar, escribir o actuar en base a reglas morales que van a terminar con la sexualidad y la cultura. Pero si ellas son permisivas pueden perder el trabajo por dejar pasar. Ah, por supuesto que el padre puede salir con la asistente que podría ser su hija pero su hijo no con la gerenta que podría ser su madre.
La otra producción española que fracasó en la tele pero triunfó en las trasnoches pandémicas es Toy Boy en donde las que consumen prostitución con dinero fácil, correos para perro para arrastrar muchachitos por hora y cosificación son las señoras de 50 con dinero, botox y sexo lubricado con el poder de las doñas que a la mitad de la vida no se van a perder ser partidas al medio.
Otra especialidad son las mamis malas. Sí, por supuesto, hay madres malas, quién lo niega. Sí, por supuesto, se agradece los matices en la maternidad no idealizada y las nuevas formas de construcción de la maternidad como a Yeimy Montoya de La Reina del Flow y su hijo adolescente (Erik) en la que construyen un vínculo de grandes a través de la música y la creatividad y se muestra la tensión y el disfrute maternal sin bebés sino con hijos grandes y con una mujer independiente en el amor, el trabajo y en sus propias decisiones vitales.
Pero también hay madres malditas para tirar la casa por la ventana. La madre de Andrea, en La Bella y Las Bestias, es prostituta y la tiene vendida antes de que cumpla 16 y, cuando se libera, la vuelve a secuestrar para venderla. O la madre de La Venganza de Analía que es el estereotipo que promueven los varones que apelan a la implantación de mentiras por parte de las madres.
Ella repite el guión de los que quieren negar violencia y abuso acusando a las mujeres a la perfección. Le dice al padre que es padre y no lo es biológicamente, enferma a su hija y hace una denuncia falsa. A la loca mentirosa no le falta nada.
Lo sorprendente es que La venganza de Analía es una de las mejores series entre política, feminismo y culebrón. Sin embargo, esa es la lógica de mostrar mujeres empoderadas y compensar con mujeres malas. Es como si repitieran el latiguillo de “ni feministas, ni machistas” que lo único que hace –como toda neutralidad con 21 siglos patriarcales sin interrupciones- es optar por la opción ganadora por default: el machismo.
El machismo de siempre fue apenas interrumpido por un entretiempo de voces femeninas en alta voz que, para que nadie se confunda, Netflix anuncia en una mayoría abrumadora que ya paso. Como si el feminismo fuera un pochoclo que se comió en paquete, ya se termino y se dejo tirado en el cine y nadie va a llevarse el cartoncito a su casa.
El feminismo que criticó al cine se quedó en el cine. Lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas. Y el Hollywood con sucursales al sur y norte de Los Angeles quiere imponer que el feminismo ya paso. Y ahora pasamos a otro plano.
Pero si el recreo de feminismo se terminó no es que ahora alcance con contar cuántas mujeres hay delante de cámara. Que las hay, las hay. Tampoco son señoras de su casa, señoritas que solo quieren casarse, sumisas que aceptan órdenes y sexo fingido. Ahora son muchas, malas, malísimas.
El viejo machismo de siempre entendió el cambio de época. Pero no para cambiar el poder, sino para que el poder siga en manos de los varones y ahora ellas queden con todas las culpas y cargos que, tradicionalmente, tuvieron los varones.
El colmo es, por ejemplo, la protagonista de Falsa Identidad (Circe Gaona) que es la autora intelectual y voyeur morbosa de la violación de su ex enamorado narco que manda a penetrar con un palo como venganza. Cuesta tragar que ahora haya una horda de acosadoras y que los varones se anden bajando la remera para caminar tranquilos por la calle (como le sigue pasando a las chicas que llegan) o que ser hombres sea la nueva amenaza.
Pero que las mujeres torturen y penetren por placer, penitencia o castigo ya es trasladar prácticas masculinizadas de violencia sexual durante el terrorismo de estado o crímenes de la industria narco que constituyen –masivamente- una guerra contra las mujeres y no un enfrentamiento de igual a igual o con victimas simétricas por género.
Ahora, el bombón asesino de las nuevas series es la venganza. Si ya nadie puede negar que ellas fueron víctimas a lo largo de la historia, ahora ese lugar se cuenta y se reivindica, pero la vuelta de tuerca, es que ellas se pasan de rosca y se vuelven vengadoras. Y las vengadoras son, una vez más, malas, malísimas, impiadosas, ingobernables, irracionales, ilegales y un flagelo.
Si la ficción se volviera realidad todas las mujeres abusadas, maltratadas, con familiares asesinadas o encarceladas por crímenes relacionados con drogas que los líderes de los carteles estarían buscando asesinar, violar o arruinar la vida de sus agresores. Sin embargo, eso no sucede.
Después del Ni Una Menos en Argentina, el Me Too y el Yo Te creo Hermana muchas mujeres denunciaron abusos en la justicia o realizaron escraches en redes sociales. La ecuación es bastante clara: los varones se sintieron vengados y ahora generaron un nuevo rol en la pantalla on demand: la vengadora serial que tiene una causa justa, pero que se vuelve injusta en su respuesta para vengar esa causa.
Si las mujeres señalaron a escritores, directores, actores, docentes, abogados, políticos y jueces en un fenómeno que tuvo su auge entre 2017 y 2018 y ahora se encuentra en bajada ahora se puede pensar cómo hacerlo mejor y conservar las causas más emblemáticas. Pero no volver el tiempo atrás y renovar los votos de silencio para las mujeres violentadas.
Las vengadoras seriales personifican el imaginario masculino frente a los escraches: el miedo machirulin a que ellas se venguen de ellos por los crímenes cometidos. La verdad es que eso no sucedió. Pero las series implantan esa realidad aumentada con una moraleja clara: si las hicieron sufrir no se venguen porque se vuelven despiadadas y van a terminar derrotadas.
Y sí, ya lo podemos decir, lo que intentan es que las vengadoras parezcan mujeres fuertes, pero que pierden por su propio odio que las vuelve inmanejable y que las termina matando, encarcelando, perdiendo el amor o la cabeza o enamoradas de los que, supuestamente, eran de los que se querían vengar.
En La Bella y las bestias la joven protagonista (Bela) quiere vengar la muerte de su papá policía y se vuelve una asesina serial que si no mata –por amor a su aplomado, justiciero, racional y héroe posta novio policía- hace que se mueran los autores intelectuales del homicidio paterno. El guion es explícito: si buscan venganza se vuelven peores que los que vengaban.
Ojo que ese mensaje no es de novela, es claro que es lo que los hombres les quieren decir a las mujeres para que dejen de denunciarlos, escracharlos e incomodarlos en sus universidades, películas, colegios, editoriales y hogares. Si ellos se portaron mal ahora ellas se tienen que quedar en el molde o dejarle la justicia a la justicia (sí, la de los hombres) o-si siguen por el mal camino de la venganza- ellas se vuelven unas desquiciadas que, además, van a perder el amor del protagonista por pasarse de guapas.
En La Venganza de Analía (hiper recomendable por la mezcla entre política, diversidad, marketing electoral, amor y culebrón en Colombia) ella vive para vengar la muerte de su madre. Se vuelve una gurú de las campañas políticas (super interesante el personaje y la trama) pero Pablo, su amor desde la infancia, es su contrapunto racional (cuando no el arquetipo de ellos como figuras pensantes versus ellas desviadas por sus emociones aunque sean inteligentes) para que no arruine su vida y tire al tacho sus ideales con tal de concretar la venganza.
La segunda y exitosa temporada de La reina del Flow es la coronación de “no se hagan las berraquitas que van a terminar de rodillas”. Ay. Y con lo bella y atrapante que es esa serie y lo divino de ese lenguaje paisa y los paisajes de Medellin. ¿Qué necesidad había de acabarla con el mejor personaje latino perdonando a su victimario, enloquecida y rendida?
Si hubiera una rebelión de televidentes a las corporaciones que no quieren más fans empoderadas tecleando denuncias en las redes sociales y creyendo que se puede coronar a una heroína inteligente, valiente y con amor, familia y trabajo -sino la vuelta de siempre a las novelas que generan dominación subliminal- habría que organizar una marcha para exigir justicia mediática para La reina del Flow.
Ah, no, no teman, no reclamamos que un culebrón sea un manual de feminismo sin perderse en los vaivenes del amor, temblar en las mieles de la pasión, cantar reaggetones que no tengan incorrecciones y que los que te gustan en los suspiros de trasnoche no se hayan mandado ninguna.
Tampoco es cuestión de poner a un sexy inspirado en Maluma (el Charly de Carlos Torres) versus a un galán sin pasta, ni gracia como en un juego de buenos y malos. Además hay diferencia entre un machirulo y un femicida y si el personaje iba a tener matices (o segunda vuelta) era mejor no tirar pétalos de rosas a la alfombra roja para invitar a las mujeres a que perdonen a los violentos. No se trata de entender al amor como un manual de género sin deslices, pero tampoco de deshacer todo el trabajo para sacar a las mujeres de la violencia con guiones que las hacen agachar la cabeza frente a sus agresores.
Pero La Reina del Flow consigue algo fuera de todo guion. La actriz principal (colombiana pero con medio tiempo viviendo en Argentina) Carolina Ramírez tiene una personalidad tan fuerte, un cuerpo con una postura tan imponente y una gestualidad a prueba de la declinación corporativa que trasciende la humillación machista en la que acorralaron al personaje para volverse una reina feminista motu propio.
Con Carolina Ramírez no hay derrota posible. Pero ya basta, por favor, de querer empastar el amor a los culebrones con heroínas claudicadas. En Oscuro Deseo –que acaba de estrenar su segunda temporada- se produce otro colmo. El nombre lo dice todo. Si las mujeres pasaron de ser objeto de deseo a mujeres deseantes eso es oscuro y el sexo apasionado –o el sexo con alguien más joven que a veces son lo mismo- solo llama a las desgracias.
En la década del ochenta (en Argentina se estrenó el 28 de enero de 1988) la gran lección moralista fue la película Atracción Fatal. La moraleja del conejo hervido por Glen Coose (la amante) en la cocina del personaje protagonizado por Michael Douglas y su esposa interpretado por Anne Archer era que ser infiel termina mal (para los varones) y para las mujeres que las esposas y amas de casas son más felices que las mujeres que se dicen independientes pero que, en realidad, envidian a las que se quedan detrás de las ollas.
La nueva Atracción Fatal es Oscuro Deseo. Si, los hombres son infieles. ¡Qué novedad! No es novedad. La novedad es que las mujeres también. Y la lección es que todo termina mal. Pero lo más llamativo de la bajada conservadora para que las mujeres no permitan sus bajos instintos o van a descender al infierno es el lenguaje feminista explícito de la protagonista que es experta en femicidios.
A veces que los debates del feminismo ya formen parte de la cultura audiovisual es un triunfo y, a veces, es una derrota. A veces no se sabe en que lado de la cancha queda la pelota. Pero en este caso sí: es un partido perdido. El personaje de Alma Solares (Maite Perroni) tiene sexo desenfrenado con el joven Darío Guerra (Alejandro Speltzer) y vuelve a su casa para preparar una clase de derecho con perspectiva de género. El lenguaje explícito no es solo sexual, sino de académico.
Ella explica en la clase a la que asiste Darío que es la violencia de género, la desigualdad, la criminología feminista y la raíz de los feminicidios. Pero después es capaz de mandar a torturar o de culparse por haber tenido sexo. Darío, incluso, la acusa de hipócrita por hablar de género y no respetar los derechos humanos. Si hay apropiación cultural de una forma de ver la violencia que ya no se puede obviar pero que termina frivolizada es esta.
Pero el tema no es que tenga que darse en un púlpito. La masividad siempre es bienvenida. Y las contradicciones de las mujeres e, incluso, las situaciones de violencia que viven las expertas en género son muchas y no hay porque negarlas o mostrarlas impolutas. Pero la degradación de nuevos paradigmas diluidos en el ácido del viejo machismo sí es un alerta de cómo se intenta frivolizar la narrativa feminista y ridiculizarla para que deje de ser una interpelación y pase a ser deglutida por la cultura Netflix.
Incluso en la película española -del 2021- Fuimos Canciones simple, pasatista, neo romántica, divertida y agradable y, mucho más naif, se combinan algo de la avanzada anti Me Too: la venganza las vuelve tontas y el feminismo es un discurso vacío. El personaje de Maca (muy entrañable) se venga de su ex novio que da clase de literatura de forma muy ortodoxa (cualquier sinónimo de clásico es un sinónimo de machismo) y levanta una horda de quejas en una gran aula por la visión patriarcal del profesor sin puntos de vista femeninos entre sus enseñanzas.
Pero, en realidad, era todo por despechada porque él la dejo y, cuando él la quiere besar, se deja. O sea: la venganza es si él no está con ella, pero si él quiere estar ella cede. Y él le hace un amague para humillarla (ay). En otro momento ella dice que dejo de ser la chica enamorada y con el corazón roto y tiene todo un lenguaje de empoderamiento. Sus amigas (Jimena y Adriana) se miran descreídas del abismo entre discurso y práctica y no le ponen fichas a que su superación personal sea realidad.
Sí, por supuesto, que los libros feministas no son un escudo para que no te rompan el corazón y, mucho menos, para evitar la venganza masculina frente al Me Too y las mujeres deseantes (cuando ellos siempre fueron amos y señores del deseo) y que a veces se dicen cosas con la lengua que no se pueden sostener con las piernas. Sí, pero las series, una y otra vez, quieren hacer pasar al feminismo como una pose que no se puede practicar en la realidad.
Y de una industria audiovisual que fue puesta en jaque por el feminismo no se puede dejar de nombrar que es la propia industria la que quiere apagar el fuego del feminismo. Y se nota. Se nota mucho en las muchas series que vuelven a las mujeres feministas vengativas, acosadoras, villanas, locas, autodestructivas, hipócritas o pura careteada.
Es cierto que entre las villanas y las víctimas hay un solo corazón. Y que las series pasan de un extremo a otro (incluso en los mismos personajes). Oh, sí, por supuesto que sí, la violación de La reina del sur (cruenta y explícita con el género del culebrón sin sutilezas) es el motor la lleva a convertirse a la protagonista (Teresa) en más mala de los que le hicieron mal.
También hay muchas escenas de trata (de crueldad explicita) en Sky Rojo (con nuestra Lali Espósito de femme fatal, guerrera y feminista), Falsa Identidad, Narcos, La bella y las bestias. Evidentemente la esclavitud sin tapujos o las mujeres atadas, encadenadas, golpeadas y víctimas 100% garpan.
Ahí no hay dudas. No son víctimas que presentan matices ni victimarios con los que los varones que miren podrían identificarse. Eso además de repudio trae alivio. Los malos están lejos y la interpelación no se pone play cuando se enciende una serie.
En El final del paraíso La Diabla es una madama despiadada capaz de secuestrar al padre de su hijo para tenerlo en su cama y matar a un presidente, después de enamorarlo, para llegar a manejar al narco desde el lugar de primera dama. Si alguna vez los hombres con poder usaban a las mujeres para acostarse con ellas ahora ella es la que se levanta para que hasta el apodo le quede chico.
Las babys son las chicas narcos que copan la pantalla y se intercambian hombres y odios entre madres e hijas. Matan a la madre o la quieren matar. Le quitan el novio o el padre de su hija. Y se vuelven agentes de la DEA después de ser escorts o prostitutas. El culebrón está vivito y vengando. Pero las mujeres no van a bajar la cabeza, ni siquiera, para dejar de mirar series.
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