En diciembre del 2010 el Congreso de la Nación sancionó la Ley 26.657 de Salud Mental, que estableció para el año 2020 el cierre definitivo de las instituciones monovalentes especializadas en salud mental tanto públicas como privadas del país.
A partir de los lamentables y reiterados hechos que llamaron la atención de los medios de comunicación y de la opinión pública en general, la Ley de Salud Mental vuelve una y otra vez al centro de debate, debido a sus efectos.
En líneas generales, la ley propone abolir el conocimiento psiquiátrico científico, y lo reemplaza por una actuación interdisciplinaria de profesionales de diversas ramas en el área de la salud mental y social, dejando el diagnóstico y tratamiento limitado a una opinión de mayorías, desplazando el conocimiento científico. Con dicha legislación, los pacientes psiquiátricos dejan de ser atendidos exclusivamente por el especialista en psiquiatría para recibir la atención de un conjunto de profesionales que no necesariamente se encuentran perfeccionados en la psicopatología. Se niega así la enfermedad mental como tal limitándola sólo a los comportamientos de los individuos llegando a afirmar que “los locos dicen aquello que no queremos oír”, o que la psiquiatría es una especialidad médica utilizada como un instrumento de represión de la burguesía contra las “clases peligrosas”.
La ley 26.657 denuncia un problema de estigmatización del enfermo mental, confundiendo a la ciudadanía y haciendo creer que se trata de una cuestión subjetiva cuando, en realidad, las enfermedades mentales objetivamente existen e, incluso, existen patologías crónicas e irreversibles que requieren de tratamiento por parte de la psiquiatría, dentro de la institución neuropsiquiátrica y por parte de especialistas con avanzada trayectoria en el campo de la salud mental.
Como toda norma, ésta contiene elementos relevantes, como los derechos del paciente; sin embargo, lo hace de un modo redundante dado que, habiendo ya una Ley de Derechos del Paciente, la n° 26529, dictada un año y medio antes, en 2009, y que por supuesto es más amplia, clara y específica sobre la cuestión, la ley de salud mental no tiene más que aportar. La ley del Derecho del paciente es una norma que en su primer artículo dice que el propósito de la ley es “el ejercicio de los derechos del paciente, en cuanto a la autonomía de la voluntad, la información y la documentación clínica”.
La ley de Salud Mental no viene a agregar nada nuevo, ni a ampliar derechos del paciente. Pero le otorga una autonomía, y presume la capacidad de decidir del paciente del mismo modo que se presume la inocencia de un acusado por un crimen, como si la enfermedad mental fuese, absurdamente, un delito. El paciente con problemas mentales tiene plena autonomía para decidir si quiere recibir tratamiento ambulatorio o internado. La ley indica, para quien no está en condiciones de decidir por su condición mental momentánea, cuál sería su mejor tratamiento. Sólo si la persona está en “riesgo cierto e inminente” se podría decidir por él. Situación confusa ya que “riesgo” implica la probabilidad de que algo pase, mientras que “cierto” es la certeza absoluta de su ocurrencia (sin probabilidad), y además exige que sea “inminente”, lo que lo torna casi imposible de caracterizar.
Desde el punto de vista de la gestión sanitaria, también se produce una situación de desigualdad e inequidad. La Ley de Salud Mental es de orden público, esto es, de aplicación en todo el territorio nacional por sobre el federalismo, haciendo que el país completo deba tener una única modalidad de abordaje, la establecida en dicha norma. Todos sabemos, aunque sea de un modo intuitivo, que la realidad del país es diversa. Obligar a que la atención se brinde de un único modo, centralista y unitario, sin considerar las distintas posibilidades, necesidad, idiosincracias y culturas de cada lugar, aumenta la inequidad de acceso a la salud mental.
Por otro lado, este modelo único de atención posible, al haber sido establecido por ley, es rígido, sólo puede ser como lo imaginó el legislador y no de otro modo, y además anacrónico ya que pasa a estar fijo en el tiempo al estar definido en la norma y para seguirlo al ritmo del conocimiento científico habría que cambiarlo con otra ley. Esto resulta en la imposibilidad de que los avances científicos generen nuevas posibilidades de atención y se los pueda aplicar de un modo dinámico y de acuerdo con la velocidad de progreso de la ciencia actual. Y al negar la aplicación de los nuevos conocimientos en la materia, se priva de una buena calidad y de innovación para la atención a los pacientes, vulnerando el derecho a una salud de excelencia, basada en conocimientos científicos.
Otro aspecto que motiva a que debamos repensar la Ley Nacional de Salud Mental es que actualmente, los principales problemas de la salud mental en nuestro país son las adicciones, la depresión y los trastornos de ansiedad o de memoria. Estos problemas son casi ignorados por la actual ley. Hay un solo artículo, el n° 4, de los 46 que tiene la ley, dedicado a las adicciones y no se considera a los trastornos depresivos y la ansiedad, ni las demencias.
Las adicciones, que son un problema que tiende a la cronicidad, que requieren de multiplicidad de dispositivos, de desintoxicación clínica, de internación psiquiátrica, de aislamiento social, de reinserción social, de integración socio-comunitaria, no están ni se pueden tratar por la propia prohibición de la ley; no reciben la atención que requieren porque hacerlo sería mostrar el fracaso de la Ley de Salud Mental.
La norma se centra y fue concebida teniendo como principal problema de la atención de la salud mental a los trastornos psicóticos que representan menos del 10% de los problemas de salud mental. Y además considera que para abordar ese problema se aplica el modelo manicomial, que comenzó a desarmarse en todo el mundo, también nuestro país, a partir de la década del 70 del siglo pasado, hace ya más de 50 años, a partir del desarrollo de la neuropsicofarmacología moderna. En este medio siglo, el avance científico ha cambiado completamente nuestro conocimiento sobre el funcionamiento de la salud mental y su capacidad y calidad terapéutica.
No hay en todo el cuerpo de la norma una sola mención a la necesidad de impulsar la mejora continua de la calidad de atención. No hay un solo artículo que cree un instituto para la mejora de la calidad científica de la atención, ni que propicie la fijación de estándares de calidad de atención de la salud mental. Sólo promueve un órgano cuyo único propósito es observar el cumplimento de los derechos el paciente y cumplimiento de la ley, pero que actúa después de que se los haya vulnerado, nunca antes; es mejor que se actúe aunque sea tarde a que no se lo haga, pero ello no mejora la calidad de atención.
Finalmente, se trata de una norma que no ha podido cumplir ni el Ministerio de Salud de la Nación, ni el Órgano de revisión, creado por la propia ley, ya que por ejemplo ese ámbito no ha sido capaz de sancionar al Ministerio por este incumplimiento.
Está claro que la sociedad argentina se debe un debate sobre la Ley de Salud Mental, pensando en los pacientes, de cara al siglo XXI y mirando hacia los desafíos del futuro para brindar una salud mental de calidad, que no los deje librados únicamente a la visión jurídica, porque cuando deben actuar la policía y la justicia, ya no hay salud. Los problemas de salud mental no los resuelven ni la policía ni los juzgados; cuando es así, ya es demasiado tarde.
El doctor André S. Blake es médico, especialista en Psiquiatría y en Salud Pública. Fue Director Nacional de Salud Mental
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