La bella Encarnación no dijo una palabra en el almuerzo que su marido, el coronel José Paulino Rojas, había organizado como despedida del cargo que dejaba. Era el viernes 16 de julio de 1830 y el día anterior había entregado el mando de la comandancia de Bahía Blanca al teniente coronel Martiniano Rodríguez.
El matrimonio regresaba a Buenos Aires, algo que la mujer se resistía tenazmente.
Ella se retiró al dormitorio y se la escuchó llorar. Él fue detrás. La pareja volvió a discutir, siempre por la misma cuestión: ella se negaba a abandonar ese caserío fundado el 11 de abril de 1828 por el coronel Ramón Bernabé Estomba, y que llamó Fortaleza Protectora Argentina.
Él, sabiendo de las infidelidades de su mujer, diez años menor, con la que se había casado hacía tres, la quería alejar de Bahía Blanca, de los amoríos que mantenía con su propio ayudante y llevarla con su familia a Buenos Aires. El viaje lo harían en la goleta de guerra Sarandí, al mando del teniente coronel José María Pinedo, que ya estaba en el muelle y que partiría el 17. Le ordenó que armase el equipaje. Eran tiempos en que la mujer no tenía ni voz ni voto y el hombre ejercía todo el control.
Nadie supo a ciencia cierta qué ocurrió en ese dormitorio.
El coronel José Paulino Rojas era un héroe de las luchas por la independencia. Era el menor de cinco hermanos, todos militares. Había nacido en Córdoba el 15 de agosto de 1796 y luego de estudiar en el Colegio de Monserrat, el 2 de marzo de 1814 ingresó al Regimiento de Granaderos a Caballo. El 27 de febrero del año siguiente era alférez de Cazadores; el 8 de agosto de 1818 fue ascendido a ayudante mayor graduado, en 1821 a Capitán, en 1823 a sargento mayor y en 1826 era teniente coronel. Por su desempeño en la batalla de Ituzaingó, el 20 de febrero de 1827 obtuvo los galones de coronel.
Había peleado en Chacabuco, Curapaligüe, Gavilán, en el sitio de Talcahuano, Cancha Rayada y Maipú. En el Perú, intervino en el asalto a la fortaleza del Callao, y en los combates de Maqueguá, Junín y finalmente Ayacucho, que significó el fin del predominio español en América.
Por su valor y desempeño, había sido condecorado en Chile, después en Perú por José de San Martín en Perú con la Orden del Sol y finalmente por Simón Bolívar.
El lunes 19 de febrero de 1826 fue uno de los 76 granaderos, encabezados por el coronel Félix Bogado, que desmontaron en la plaza mayor de la ciudad de Buenos Aires, ante la indiferencia y la sorpresa del gobierno y de los porteños. Se dirigieron a sus antiguos cuarteles en el Retiro y Bernardino Rivadavia dispuso que se incorporasen al ejército que peleaba contra el Brasil.
A su regreso con gloria después de Ituzaingó, ya con el grado de coronel, Rojas fue designado comandante militar primero en Patagones y luego en Martín García. En enero de 1830 lo pusieron a cargo de la guarnición en Bahía Blanca.
En 1826 se había casado con Encarnación Fierro, con la que tenían una hija. Ese 16 de julio de 1830, después de una discusión, se escuchó una detonación. La mujer apareció muerta con un tiro de pistola en el pecho.
La joven esposa tenía una herida mortal en el costado derecho del cuerpo, con una dirección de arriba hacia abajo. Rojas entró, se desesperó, la abrazó, y la depositó en la cama.
El marido dijo que se había suicidado, y hasta salió a relucir el carácter depresivo de la mamá de ella. En Bahía Blanca el sentimiento general era que él la había matado, que tomaba, que se emborrachaba y que perdía el control.
Rojas volvió a Buenos Aires en la goleta Sarandí pero en calidad de prisionero. Fue juzgado por homicidio. Su abogado defensor fue Manuel Belgrano, sobrino del creador de la bandera. En una primera instancia, luego de un año de proceso, fue condenado a cinco años de cárcel. Sin embargo, el fiscal Agrelo, ante el pedido de la familia de la muerta, apeló la sentencia. Pedía la pena de muerte.
La familia y amigos de Rojas buscaron desesperadamente un abogado. Nadie quería aceptar hasta que dieron con Valentín Alsina, un joven abogado, de 30 años, nacido en la ciudad de Buenos Aires. Su papá, el catalán Juan Alsina había fallecido durante la segunda invasión inglesa, en 1807. Había estudiado derecho en la Universidad de Córdoba, se había doctorado en la de Buenos Aires, fue el discípulo preferido del Deán Gregorio Funes. Alsina, aceptó defender a Rojas y se negó a cobrar. “Hice con mucho gusto el trabajo”, admitió.
Alsina recordaría años más tarde que debió trabajar a contra reloj. Refutó uno a uno los indicios que había presentado la parte acusadora. Con inteligencia demostró que las pruebas existentes eran endebles, plagadas de conjeturas y supo imponer, en el tribunal, el principio de la duda. “Todo excitó el interés del público de un modo extraordinario”, remarcó el joven abogado.
Lo cierto es que pudo revertir la condena a muerte por una sentencia a 8 años de destierro de la provincia. Finalmente, Juan Manuel de Rosas, el 16 de abril de 1832 lo indultó por sus valiosos servicios en la guerra de la independencia y le devolvió su empleo.
Rojas le mandó una carta de agradecimiento a Alsina. “Encargado usted señor, o más bien, destinado por el cielo para proteger mi inocencia, era menester que abriese usted el templo de la justicia, y que, rodeando mi causa y mis derechos de una inmensa luz, mostrara al tribunal las leyes que me garantían y el laberinto en que se ocultaba la justificación de mis descargos… desenmarañando las incoherencias de un proceso intrincado, me presentaron a unos jueces legales y al inexorable tribunal de la opinión pública, desnudo de las notas que aniquilaban mi reputación y que habían amargado hasta los últimos instantes de mi vida… ¿y de qué modo podré descargarme de la deuda perpetua de reconocimiento en que me ha constituido el esfuerzo magnánimo y desinteresado de usted?”
Rojas le escribió que lo único de valor que poseía era la espada que había usado en las luchas de la independencia y que la guardaba para su hija. Quiso obsequiarle a Alsina el diploma de la condecoración de la Orden del Sol, y el abogado se negó.
Rosas lo llamó para integrarlo a la Campaña del Desierto, pero se negó pretextando motivos de salud. La vida política durante el rosismo era complicada. Participó de la Revolución de los Restauradores, apoyando al gobernador Juan Ramón Balcarce, que terminó renunciando en noviembre de 1833.
En 1835 Rosas, cuando reasumió el poder, dispuso su baja. Alguien lo denunció, otros aportaron datos no comprobables y lo acusaron de conspirar contra el régimen. Lo condenaron a muerte.
El 29 de mayo de 1835, frente al pelotón de fusilamiento, dicen que dijo: “Me he hallado en 22 combates, y nunca las balas extranjeras tocaron mi cuerpo; hoy van a traspasarme la de mis paisanos. Muero inocente”.
Hubo otro caso que a Alsina le sumó prestigio. Fue cuando en 1833 demostró la inocencia de los chilenos Yáñez, padre e hijo, acusados de un crimen por una familia respetable y con muchas influencias. Tanto ésta como la de Rojas las describió como “dos hazañas filantrópicas”.
Desde 1893 una calle de una veintena de cuadras en la ciudad de Buenos Aires recuerda a los hermanos Rojas. Va desde Caballito hasta avenida Warnes.
Cuando Rojas estuvo frente al pelotón de fusilamiento, Alsina ya no podía ayudarlo. Se había pasado a la oposición rosista y a fin de ese año lograría cruzar al Uruguay. Nada pudo hacer por ese héroe de la independencia, al que poco tiempo atrás había logrado salvar y que sucumbía bajo las balas de la intolerancia y la venganza.
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