Robledo Puch cumple 50 años preso: “Quiero morir libre”

El asesino serial mató a 11 personas entre 1971 y 1972. En enero cumplió 70 años. Condenado a cadena perpetua y hoy detenido en la cárcel de Olmos, su abogado confía en que pueden liberarlo porque la pena está agotada

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Robledo Puch fue sentenciado a
Robledo Puch fue sentenciado a cadena perpetua por sus 11 asesinatos. Cumplió medio siglo tras las rejas

Cuando Carlos Eduardo Robledo Puch, 20 años, mató a su última víctima, su amigo Héctor Somoza, es probable que en ese mismo acto alevoso y cruel descubriera su destino. Iba a vivir la mayor parte de su vida en la cárcel.

Hoy, 4 de febrero, se cumplen 50 años de la detención del llamado Ángel Negro que mató por la espalda o mientras dormían a once víctimas en menos de once meses, entre 1971 y 1972. Hoy está detenido en la cárcel de Olmos, en un régimen semiabierto, y el abogado oficial que lo defiende, Diego Dousdebes, confía en que el famoso asesino que mientras estuvo detenido vio dos dictaduras (comandadas por ocho militares) y quince presidentes, recuperará la libertad porque la pena está agotada y además el 19 de enero cumplió 70 años.

Es el preso que más años estuvo detenido en la Argentina.

El penalista pidió la libertad de Robledo Puch ante la Cámara Penal de San Isidro. “Que siga preso más que una locura es la demostración cabal de dos cosas: la cárcel no reinserta ni resocializa a nadie y que el sistema judicial penitenciario es una ficción que no cumple ninguna de las funciones para las cuales fueran concebidos. El Estado de Derecho es una entelequia”, dijo a Infobae Dousdebes.

Contó que Robledo Puch está flaco, desmejorado y que no hicieron nada por resinsertarlo en la sociedad. “Está débil, no podría causar daño a nadie. Me dijo algo que me conmovió: ‘Quiero morir en libertad’. Nosotros vamos por dos pedidos. La libertad definitiva y el arresto domiciliario, como alternativas, especialmente porque al estar tanto tiempo encerrado su choque con la realidad y sumado su estado psíquico imponen una medida progresiva en la que se vaya monitoreando como se adapta al medio en libertad. Lo que sí estoy convencido, no puede estar más preso”, contó el abogado.

Los 11 crímenes que cometió
Los 11 crímenes que cometió Robledo Puch fueron llevados a cabo en 11 meses entre 1971 y 1972. Cayó porque encontraron media cédula de un cómplice, que también mató

La caída

El 3 de febrero de 1972 fueron los dos últimos asesinatos de Robledo Puch: acribilló al sereno Manuel Acevedo y a su amigo Héctor Somoza, en la ferretería Masseiro Hermanos de Carupá.

Robledo siempre negó sus crímenes. Al autor de esta nota le dijo, en 2008, en la cárcel de Sierra Chica: “Quiero confesar algo. En primer lugar, quien mató a Somoza fue el hermano de Jorge Ibáñez. Me lo contó él mismo. Mi declaración fue bajo torturas. No me quedó otra. El comisario me preguntó qué era lo qué más quería. Le dije mis padres. Le respondí ingenuamente con el candor de un púber, sin ninguna maldad de nada. Ahí me dijo que si no me declaraba autor de los crímenes, iba a tirar a mis viejos al río Reconquista y me iba a seguir picaneando hasta reventar. “El juez te va a preguntar si fuiste vos el que mataste a fulano y a mengano y vos le vas a decir que sí, que vos los mataste’”, me dijo.

A pocas horas de asesinados, el encargado de la ferretería Masseiro descubrió los cadáveres del sereno Acevedo y de Somoza. Primero pensó que se había tratado de un incendio. Los investigadores estaban desconcertados. Algunos integrantes de “Camarón”, la Cámara Federal en lo Penal creada en julio de 1971 por una ley secreta de Lanusse para juzgar a los opositores políticos y los guerrilleros, pensaban que los crímenes de serenos fueron cometidos por Montoneros u otras agrupaciones de izquierda. “Es la misma forma de matar de los subversivos: de noche y por la espalda”, fantaseó uno de los pesquisas.

La otra hipótesis apuntó a una banda numerosa de delincuentes comunes, como se los llamaba en esa época a los asaltantes sin tinte ideológico o político. Nadie sospecha de un joven de rulos rubios.

“Cuando vimos los pequeños agujeros por donde pasaba uno de los delincuentes para entrar en los negocios y después abrirle la puerta a su cómplice, hasta pensamos que podía ser un menor o un niño”, reconoció uno de los detectives.

El caso estuvo cerca de quedar inconcluso. Pero las cosas cambiaron cuando un policía que recorría la escena del crimen encontró en el piso —un poco quemada y partida por la mitad— la cédula de Somoza.

Delfina Armesto de Somoza estaba preocupada. Acababa de entrar en la pieza de su hijo para despertarlo y darle el desayuno, pero el chico no pasó la noche en su casa. Un pensamiento la calmó: “Debe haber dormido en lo de Carlos, como otras veces”.

Le molestaba que su hijo no le hubiera avisado. No le costaba nada hacer un llamado.

Lo importante es que estuviera bien.

Hasta que sonó el teléfono. Atendió su hija Silvia.

Era Robledo, que acababa de leer la edición vespertina de Crónica. “Impresionante doble asesinato en Carupá”, tituló el diario. En una de las fotos aparecía la policía llevándose el cuerpo de Somoza en una bolsa. No publicaron su identidad.

En el epígrafe, decía: “Un pistolero experto en el uso del soplete de acetileno murió en su ley”. El joven asesino tuvo el cinismo de llamar y preguntar por el amigo que había matado la noche anterior.

—Hola Silvita, ¿me pasás con el Negro?—pidió Robledo.

Desconcertada, la hermana de Somoza respondió:

—Con mi mamá pensamos que estaba con vos. ¿Sabés dónde se metió?

—No se preocupen. Debe estar con alguna piba.

La imagen más icónica de
La imagen más icónica de la detención de Robledo Puch

Silvia cortó la comunicación cuando escuchó que golpearon la puerta con insistencia. En la entrada de su casa de la calle Conesa al 4200, en Saavedra, había cinco policías. Atendió su madre.

—¿Acá vive Héctor José Somoza? —le preguntaron.

Delfina, una viuda de 37 años que vivía con sus dos hijos y su pareja, presentía que había pasado algo malo. Nerviosa, respondió:

—Sí, vive acá.

—¿Usted es familiar del chico?

—Soy la madre.

—¿Dónde está su hijo?

—Pensé que estaba en la casa de su amigo Carlos.

Anoche salió con él. Siempre andan juntos. Pero ahora realmente no sé dónde está.

Hasta esa respuesta, la pesquisa del caso estaba en un laberinto. Pero sin saberlo, la señora Somoza les dio la llave para resolverlo. Antes de comunicarle que su hijo podría estar muerto, los detectives intentaron averiguar más datos.

—¿Cómo se llama el amigo de su hijo?

—Carlos Eduardo Robledo Puig o Punch. No sé muy bien. Mi hijo siempre le dice Carlitos o Colorado.

—¿Dónde vive?

—En Olivos.

—¿Sabe si vive solo?

—Vive con sus padres. Él es un alto directivo de la General Motors y ella es una alemana que ejerce la profesión de química.

Luego, la señora Somoza describió a Robledo como un chico flaco, de unos 18 o 19 años, de estatura normal. Dijo que era colorado y tenía ojos azules. Más allá de su nerviosismo, contó que la noche anterior, cuando pasó a buscar a su hijo, Robledo vestía una campera Levis color arena, una remera rayada, un vaquero azul y zapatillas Adidas con suela de plástico. Hubo otro dato que interesó a los detectives: Carlos suele andar en una moto Honda.

Sin tacto, pero conformes con esa información, el subcomisario Alfano le dio la noticia:

—Señora, encontramos un cadáver calcinado con la cédula de identidad de su hijo. Ahora nos tendrá que acompañar a reconocer el cuerpo en la morgue.

Delfina Somoza lloró. No podía creer lo que acababa de escuchar.

—¿Lo mató Carlos?

—Todavía no lo sabemos —respondió uno de los policías. Luego le pidió que subiera a un patrullero.

Los detectives no sabían aún si estaban o no cerca de detener al asesino. Hasta el momento, sólo contaban con un sospechoso. El amigo de la víctima. Si no es el culpable, al menos podía saber algo o aclarar el panorama. Tenían un nombre, una descripción (no hay muchos colorados con pecas y ojos azules que anden en una moto Honda por Olivos) y una dirección: Borges 1856. Hasta allí fueron en varios patrulleros.

Pero Robledo Puch no vivía más en Olivos: se había mudado con sus padres a Villa Adelina. Después de recorrer su viejo barrio y hablar con los vecinos, los policías lograron conseguir la nueva dirección: Las Acacias 2284.

Robledo vivía ahí con sus padres.

Robledo Puch, detenido. Lo atraparon
Robledo Puch, detenido. Lo atraparon al llegar a su casa, después de pasear en moto con un amigo

Al subcomisario Roberto Alfano, de la comisaría 1ª de Tigre, le costaba creer que la Policía de la provincia de Buenos Aires —cuyos hombres se jactaban de perseguir lo que ellos llaman terroristas profesionales— hubiera sido burlada por un joven inexperto que ni siquiera hizo la colimba y en su adolescencia fue el hazmerreír de su barra de amigos.

Mientras lo buscaba la Policía, Robledo paseaba en moto con un vecino. Sería la última vez que el viento le pegara en la cara. No volvería a sentir la sensación de velocidad. Pero él parecía tranquilo: trataba de hacer su vida, como si no hubiese pasado nada. Por eso invitó a su nuevo amigo a tomar una cerveza cerca del río. Robledo caminaba confiado, se cruzaba con ex compañeros del colegio que lo saludaban y con vecinos que le daban un beso o una palmada en la espalda. En pocas horas, esos mismo querrán lincharlo y pedirán que sea ejecutado como el peor de los canallas.

Mientras él tomaba un primer vaso de cerveza, el subcomisario Alfano estaba a punto de tocar el timbre de su casa. Por esa puerta blanca de roble había salido la noche anterior para cometer sus dos últimos asesinatos. Pero en ese momento, por esa puerta, salió su madre, Josefa Aída, que preguntó, algo nerviosa:

—¿Necesitan algo?

—Buscamos a Carlos Eduardo Robledo Punch o Puig.

—Robledo Puch —corrigió la señora Habedank—. Es mi hijo, pero ahora no se encuentra. ¿Pasó algo?

—¿Dónde puede estar ahora?

—En la casa de mi madre. ¿Puedo saber por qué quieren hablar con él?

—Anoche mataron a un amigo suyo. A Héctor Somoza.

La madre de Robledo se agarró la cabeza. Estaba conmovida. Los policías fueron hacia la calle Ucrania 2334, a cuatro cuadras de ahí. Tampoco lo hallaron. Pero el grupo que se quedó de guardia en la casa de Las Acacias, pocas horas después cumplió la misión.

Mientras más de cincuenta hombres uniformados lo buscaban por la zona, Robledo seguía tomando cerveza con el vecino. No pensó ningún plan o coartada para evitar su caída. Quizá creyó que no lo descubrirían. Si antes del asalto en la ferretería había cometido otros nueve crímenes sin que pase nada, debe de haber supuesto que esta vez no sería la excepción. Por eso fue en moto hacia su casa. Cuando vio a los policías en la puerta no intentó escapar. Se mostró tranquilo, como si no hubiese pasado nada.

—¿Vos sos Carlos Eduardo Robledo Puch?

—Sí, soy yo. ¿Qué pasa?

El subcomisario Alfano no perdió el tiempo. Le preguntó:

—¿Conocés a Héctor José Somoza?

—No, para nada. ¿Por? —dice Robledo, que se hace el sorprendido.

—Lo encontramos muerto. Su madre nos dijo que anoche estuvo con vos.

—¡No, está equivocada! Ni lo conozco.

Robledo tenía la cara y la ropa manchadas con el tizne producido por el incendio en la ferretería. Ni siquiera se había bañado. Estaba vestido como lo había descrito la señora Somoza.

—¿De qué son las manchas? —le preguntó Alfano.

—Es mugre, oficial. Estuve todo el día paseando en moto.

Hoy, Robledo Puch está detenido
Hoy, Robledo Puch está detenido en la cárcel de Olmos, donde goza de un régimen de semiabierto

Alfano no le creyó. Le puso las esposas y lo subió al patrullero Ford Falcon. En ese momento tenía a un sospechoso. No había aún pruebas de peso en su contra, pero el subcomisario se basó en dos indicios: hasta el momento Robledo había sido el último en ver con vida a Somoza y tenía manchas dudosas. Si no era el asesino, al menos debía dar una explicación.

Eran las tres y media de la tarde del jueves 4 de febrero de 1972. Antes de que arrancara el auto, Robledo exclamó:

—¡Qué va a pensar mi novia cuando se entere!

El auto arrancó despacio. Robledo, que iba sentado entre dos policías, miró con cierta nostalgia su casa, que quedaba atrás a medida que se iban alejando. En ese momento, Carlos se quedó con la última imagen de su libertad. La recordará durante toda su vida: desde una ventana, se asomó su madre Aída. Lloró sin consuelo.

Lo demás es conocido: lo condenaron a cadena perpetua. Cumple hoy 50 años preso. Y sueña con volver a la calle, algo que parecía imposible.

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