Esa tarde del martes 3 de febrero era todo caos en el cuartel de las fuerzas rosistas, dispuesto en el palomar de Caseros. El lugar había pertenecido a Diego Cassero o Caseros, que en 1788 construyó una casa de 24 ambientes y a unos cien pasos un palomar. Con el tiempo el lugar también se llamaría Monte Caseros, por la cantidad de árboles frutales. Hacía minutos, en esas tierras, había terminado la batalla que marcó la caída de Juan Manuel de Rosas.
Heridos que eran atendidos precariamente, hombres que buscaban escapar de los soldados de Justo José de Urquiza, había una sensación de venganza y revancha, más aún cuando un grupo de rosistas simularon rendirse pero que dispararon a quemarropa a los desprevenidos enemigos. Fue cuando éstos desataron una matanza que no distinguió entre rendidos o heridos.
Y también de desarmados, como el caso del doctor Claudio Mamerto Cuenca.
En la noche del 30 de enero, Juan Manuel de Rosas se reunió con el general Angel Pacheco, comandante de la vanguardia para analizar la estrategia a seguir. Fue en la panadería de Rodríguez, que estaba entre Merlo y Morón. Con el correr de las horas, Rosas se sorprendería de la inacción de su general ya que no implementó ninguna medida para enfrentar al enemigo que se acercaba. Ante los reclamos de Rosas, Pacheco presentó su renuncia, que el gobernador no aceptó. Pero luego de esa noche del 30 el general se retiró a su estancia El Talar de López, y de ahí no se movería.
En la noche del 2 de febrero, el gobernador llamó a una junta de guerra. El que expuso el plan más claro fue el coronel Martiniano Chilavert, un unitario que había sido jefe de la artillería de Juan Lavalle en 1840, y que luego del combate de la Vuelta de Obligado ofreció sus servicios a Rosas. Un mes antes había sugerido que Oribe atacase al llamado Ejército Grande de Urquiza, en marcha hacia la provincia de Buenos Aires, y que un ejército invadiese Brasil, cuyos efectivos habían engrosado las fuerzas enemigas. Esa noche el propio Chilavert aconsejó ocupar los arrabales de la ciudad de Buenos Aires, mientras la caballería debía maniobrar para sorprender a la retaguardia enemiga. Rosas rechazó el consejo.
Los 24 mil hombres del ejército de Urquiza cruzaron el arroyo Morón sin ser molestados. Su ala izquierda estaba compuesta por la división oriental, el centro por los brasileños y la mayoría de la artillería, y la derecha por varios batallones de infantería y divisiones de caballería.
Las fuerzas rosistas constituían 23 mil hombres, con 56 cañones y cuatro coheteras. Rosas dispuso defender el edificio de Caseros por un batallón y diez piezas de artillería. Al norte, un martillo defensivo, formado por carretas y fosos y dos batallones se parapetaron detrás de un cerco de tunas.
El famoso palomar fue defendido por la infantería en una triple línea de fusiles, una fila de cañones y las cuatro coheteras en su base.
En el centro se ubicó la artillería de Chilavert y a la izquierda tres divisiones de caballería.
El plan era el de defender la posición.
Urquiza percibió que el punto débil del enemigo era su izquierda y que si lograban destruirla, embestirían a la retaguardia, provocarían un desbande y cortarían el camino a Buenos Aires.
A las 9 de la mañana, el propio Rosas ordenó a Chilavert iniciar el fuego con sus cañones. El intercambio de disparos duró cerca de una hora. A las 10, Urquiza lanzó su caballería sobre la izquierda, a la que luego de algunas alternativas, terminó venciendo.
Una vez cumplido ese cometido, el resto del ejército maniobró sobre las otras posiciones. El efectivo fuego de los cañones mandados por Chilavert, que iba cambiando de dirección y una parte de la infantería comandada por Pedro José Díaz, un oficial unitario que había sido capturado en la batalla de Quebracho Herrado y que había dado su palabra de luchar con Rosas, fueron lo que retrasaron el avance de las fuerzas.
Cuando a Chilavert -que siempre concentró su fuego en los efectivos brasileños- se le terminaron las balas, mandó recoger las enemigas, esparcidas por el lugar, y cuando ya no tuvo con qué disparar, se apoyó en un cañón, encendió un cigarrillo y esperó el final.
A las dos de la tarde, todo había terminado. La infantería y la artillería terminaron prisioneras junto con el armamento de 20 mil soldados, 56 cañones y todo el parque.
Rosas, acompañado de su asistente Lorenzo López, escapó. Pasó por el sur de Puente Alsina y de ahí se dirigió al Hueco de los Sauces, hoy Plaza Solís. Sentado a la sombra de un árbol, apoyó el papel sobre su rodilla, redactó su renuncia. Estaba herido en una mano. Luego se vistió con el poncho y el gorro de su asistente, entró a la ciudad y se refugió en la casa de Robert Gore, encargado de negocios británico, que vivía sobre la actual calle Bolívar. Esa misma noche junto a su hija Manuelita y algunos allegados, embarcó para Gran Bretaña, donde lo esperaban 25 años de exilio. Moriría allí en 1877.
Mientras tanto, en el campo de batalla, los vencedores se habían ensañado con los vencidos. Chilavert sabía lo que le esperaba. Su asistente el sargento Aguilar le ofreció su ayuda para que huyese. “Pobre Aguilar, te perdono lo que me propones por tu cariño. Los hombres como yo no huyen”. Le dio su reloj y su anillo para que se los entregue a su hijo Rafael. “Tomá mi caballo y mi apero y sé feliz”.
Fue llevado a la presencia de Urquiza, que había establecido su cuartel en Palermo. Discutieron. Chilavert dijo que no se arrepentía de su decisión, y que obraría igual mil veces más. El entrerriano ordenó fusilarlo por la espalda, como a los traidores.
Cuando un oficial lo tomó de los brazos para darlo vuelta, le dio un empujón y lo arrojó al piso. Sonó un disparo. Chilavert, herido, señalando su pecho, repetía que le disparasen ahí. Hubo un forcejeo y terminó muerto a bayonetazos, culatazos y sablazos. Su cuerpo permaneció días tirado en el lugar hasta que se permitió a los familiares sepultarlo.
También fueron fusilados y degollados los miembros de la división del coronel Pedro León Aquino. El mes anterior se habían sublevado, mataron al propio Aquino y a sus oficiales y marcharon para ponerse a las órdenes de Rosas.
Cuando los vencedores ingresaron al palomar de Caseros, donde se había armado un hospital de campaña, dominados por la venganza al ser sorprendidos por un grupo de rosistas que habían simulado rendirse, remataron a los heridos a bayonetazos. En ese momento, apareció desarmado el cirujano mayor Claudio Mamerto Cuenca, que no era rosista pero que consideró una obligación cumplir con su deber de médico. Profesional de prestigio, era profesor de Anatomía y era médico personal de Rosas, aunque no comulgaba con la causa federal. En la escritura de poesías, que guardaba en su maletín, encontraba el desahogo ante la simulación que día a día debía sostener para parecer rosista. “Y teniendo que ser todo apariencia, disimulo, mentira, fingimiento, y un astuto artificio en mi existencia…”, escribía.
Llevaba vendas en sus manos y quiso calmar los ánimos. El jefe que comandaba a los efectivos, el sevillano José Pons de Ojeda, que se hacía llamar comandante León de Pallejas lo atravesó con su sable y lo mató. Tenía 39 años.
Claudio Mejía, compañero y amigo de Cuenca consiguió recuperar el cadáver y el inseparable maletín de su amigo con su obra poética, que fue publicada en 1861. Para entonces, también se lo conocía como el “mártir de Caseros”.
Bartolomé Mitre, que participó en la batalla en las filas vencedoras, diría que “Cuenca no era un soldado de Rosas, era un soldado de la humanidad”. En realidad, fue un médico que quiso cumplir con su deber y que había buscado refugio en la poesía para decir lo que pensaba, algo peligroso para la época. Tan peligroso como el arma que terminó con su vida.
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