“Un domingo de septiembre de 1992, el día antes de la primavera, la enredadera que cubría gran parte del jardín de la casa de Cucha Cucha se prendió fuego mientras mi padre hacía un asado. Tenía once años y no sabía nada sobre el dolor. Esa única chispa desencadenó un torbellino trágico, un abismo por donde se escurrió la vida tal como la conocía hasta el momento”.
Dolores Gil dice que le llevó sólo un mes escribir la historia que comenzó con esa chispa y que guardó por treinta años en un lugar de su inconsciente para poder seguir adelante, porque eso era ser niña, dice, “apretar los dientes y seguir”.
Ahora está sentada en el patio trasero del bar Adorado, en Palermo, y sobre la mesa que nos separa está también el resultado de esa catarsis. Un libro pequeño y poderoso, que es imposible no leer de un tirón y llorando; un libro honesto y vertiginoso, sin golpes bajos, que echa luz sobre ese dolor guardado en el sentido más literal: cuenta la tragedia que atravesó a su familia y cambió su mundo, pero lo hace de un modo luminoso. Un libro capaz de mostrar que a veces también hay luz en los dolores más grandes; su primer libro, Parte de la felicidad, que publicó Vinilo Editora en septiembre del año pasado, a casi tres décadas exactas de aquella primavera fatal.
Y ahora, como en el texto, no elude el tema; ya no quiere hacerlo. Le entra de lleno desde el primer minuto de nuestra charla: “Mi hermana murió cuando yo tenía 11 años. Y durante todos estos años –yo tengo 40–, lo que hubo fue un relato familiar del que yo no podía dar cuenta. No podía. Lo sabía la gente que nos conocía, y al principio lo trabajamos mucho en terapias familiares e individuales, pero a mí me costaba mucho hablar de eso. A todos nos costaba”.
Manuela tenía seis años. La última imagen que Dolores tiene de ella es verla medio muerta, en brazos de sus padres desesperados que corrían para llevarla al hospital. Atrás quedaron ella y su hermana Vicky, y una casa llena de sangre: “En la cocina, el comedor, el pasillo, la escalera, la alfombra”, y el teléfono blanco con el que intentó llamar a una ambulancia. En el medio, el grito gutural de Vicky en la vereda, que marcó, para Dolores, “el final de mi infancia, de mi inocencia y de mi felicidad”. También una verdad que volvió para perseguirla cuando fue madre, en 2017: “Los hijos no pueden permanecer intocados por la vida”. Ni por la muerte.
Manuela está en su cabeza, en su mente, donde vivió durante todos estos años. Pero Dolores escribe que la borró de su lenguaje “como una cobarde”. Y ahora me dice: “Tengo amigos que me conocieron después, y ellos no sabían que yo tenía una hermana menor: así que escribir sobre el accidente también fue una forma de cerrar un ciclo”.
La oportunidad de cerrarlo, y de volver a nombrarla, llegó casi de casualidad. En septiembre de 2020 –siempre en septiembre–, Gil escribió una nota para Infobae que se hizo viral. El título decía: “A los 38 me separé, superé un cáncer y me bajé Happn: ¡A coger que se acaba el mundo!”. No hablaba de Manuela.
La directora de Vinilo –una editorial recién nacida–, Joana D’Alessio, leyó ese texto y la llamó enseguida. Quería que escribiera su experiencia del tránsito del cáncer de mama –que también compartió en redes– en un libro de su nueva colección, Un relámpago de lectura. Le preguntó si tenía algo inédito, y Dolores dijo que sí, aunque todavía no lo había escrito.
También le anticipó que no iba a escribir sobre eso. Necesitaba decir antes lo que no había podido, “empezar por el principio”. Necesitaba ponerle palabras a su historia y a la de su familia; volver a darle voz, vida y nombre a su hermana Manuela, y compartirlo con el mundo. Compartirla a ella. La razón la cuenta en las primeras páginas del libro que, en efecto, se lee como un relámpago que lo atraviesa todo, y a toda velocidad: “Si no escribo este libro no puedo seguir viviendo”.
–Parte de la felicidad es también rescatar una parte de tu hermana, ¿Cómo se hace para escribir sobre el dolor cuando sigue latente? ¿Cómo recuperaste la forma y la imagen de alguien que había vivido en vos todo este tiempo, pero estaba silenciada?
–No lo pensé tanto a priori, como “yo tengo que hacer esto porque tengo que darle entidad a mi hermana”, pero sí fue como un efecto de cuando empecé a escribir y ver que se armaba este libro. Ahí me di cuenta de que todo ese silencio es porque lo que sucedió fue muy horroroso y muy traumático: yo me tuve que proteger de alguna manera. Uno se protege reprimiendo porque es sano y es necesario, pero, en ese silencio ella había quedado como borrada. Obviamente, yo todos los días pienso en ella, lo digo en el libro; pero ella estaba borrada para el afuera. Entonces, si bien no hice un trabajo de recuperación testimonial, de ir a preguntar –no sé, podría haber ido a buscar a sus amigas, a sus compañeras–, de hacer algo más periodístico, que elegí no hacer, pude recuperarla adentro mío. Y ver qué era lo que yo tenía de ella adentro mío, qué era lo que me acordaba, y cómo armaba ese relato, tuvo como resultado haberla recuperado para mí y también para los demás. Como para decir: “Bueno, ella estuvo en este mundo”. Ella pasó por acá, su vida fue muy breve, pero acá está, no está borrada. No desapareció, está. Eso para mí fue un efecto inesperado de la escritura del libro, pero muy reparador.
–Y Joana, tu editora, que te había pedido otro texto, ¿lo entendió?
–Con la primera lectura, me dijo que le parecía que faltaba algo, como que faltaba una parte importante del relato que yo no estaba contando. Pero después de varias charlas con ella y con Mauro Libertella (el otro editor de Vinilo), y de reescribirlo –porque la primera versión la hice en segunda persona y recién al volver a escribirlo, por sugerencia de ella, y de otras personas fundamentales para pensar la estructura narrativa del libro, como un amigo que es editor, Maximiliano Crespi; mi mejor amiga, (la escritora) Victoria Liendo, y mi ex marido (el periodista Diego Erlan), lo pasé a la primera–, se convenció.
–¿La decisión de dejar afuera del relato a la enfermedad que habías atravesado fue deliberada? Tampoco te metés demasiado con la muerte de tu madre, es como que sólo sobrevolás el tema; aunque sí hablás de la cercanía con tu propia muerte a través de las pérdidas de tus embarazos.
–Yo no quería tirar postas, ni compartir en el libro un catálogo de desgracias. Pero sí lo tuve que pasar por el cuerpo a través de las sensaciones de los abortos, que son experiencias sobre todo físicas, muy duras y muy dolorosas. Tuve que pasarlo por el cuerpo para entenderlo, y digo por el cuerpo, porque ser madre es una experiencia que también es corporal. Es como tener el cachorro, esa cosa física que te pasa con el bebé, de sentir que, si no lo tenés, te cortaron un brazo. Yo fui traduciendo en palabras todas esas sensaciones y la manera en que viví esos episodios, que también estaban marcados por esta desgracia primera de mi vida. Porque no todo el mundo cuando tiene un aborto o cuando tiene un hijo lo vive así. Si bien el puerperio es un momento emocional muy complicado, hay formas un poco más felices de llevarlo. Y yo hice lo que pude con mi historia.
–”Se fue con su hija, pero esa es otra historia”, decís sobre tu mamá, que murió diez años después que Manuela, de cáncer de ovarios. Eso que se puede sentir como un hueco en el relato, también se agradece: que elijas acotar el foco de una manera tan precisa.
–Me costaba hablar de ella también. Me es más fácil hablar de mi papá, que está vivo. Escribir sobre mi mamá era meterme en un lugar que también era muy oscuro y doloroso. Me parecía que le iba a quitar protagonismo a lo demás. Y tampoco quería armar líneas de causalidad, porque son cosas que todavía tengo que pensar y masticar. Por ahí lo hago en otro libro.
–¿Imaginás ese otro libro como una continuación?
–No. Ahora sí estoy empezando a escribir una novela que tiene que ver también con la maternidad y con todo lo que viví en estos últimos dos años, pero no, no lo pienso como una continuación. Tal vez sí hable del cáncer, pero también más despegado del testimonio; ya hay un montón de libros y de diarios que lo hacen. Me interesa explorar la narración desde lugares un poquito más despegados de la autobiografía.
–Nombrabas recién a tu padre, y en el libro decís que no podés nombrarle a Manuela, porque es una presencia constante y devastadora; y también que, desde que nació tu hijo, te pide que se lo dejes para cuidarlo, pero nunca lo hiciste porque “¿cómo animarte, si se le murió una hija en su propia casa?”. En ese punto, la literatura del Yo siempre plantea un dilema, que es no dañar a los vivos. ¿Cómo lo manejaste?
–Todos los que escribimos de alguna manera traicionamos a los vivos, y a los muertos por ahí también. Creo que eso es algo con lo que hay que amigarse rápidamente y hay que dejarlo atrás: escribir es entregar a otro, siempre. Y, obviamente, sí es un tema hasta dónde, pero no se puede hacer nada que valga la pena si uno empieza un proyecto autocensurándose. Yo creo en eso, y quiero que mi escritura tenga ese principio. De hecho, en muchas lecturas previas de amigos, me dijeron: “Vos no podés decir esto, porque pobre tu padre”. Incluso hubo amigas que me dijeron: “Esto tenés que borrarlo”. Pero a mí me parecía que la hoja en blanco era un lugar para decirlo todo. Y que era necesario, porque, si no, hubiese quedado a mitad de camino. De todos modos, hice una selección, aunque sea una autoficción no quiere decir que no haya invención.
–Bueno, la memoria es selectiva. Los recuerdos siempre están mediados por lo que uno imagina.
–Claro. Recordar es hacer ficción. Lo sabemos desde Freud: en el recuerdo, nuestra memoria enmascara un montón de cosas, hay invenciones, hay lagunas. Cuando me senté a escribir esto, me enfrenté sobre todo con el problema del blanco. Yo tenía algunos recuerdos del accidente, pero muchas partes de algunos núcleos narrativos para mí estaban totalmente borrados. Yo fui testigo, estuve ahí, pero hay cosas que mi inconsciente borró y que, por más esfuerzo que hice, no pude recuperar. Me interesaba eso: cómo uno puede ser testigo de un hecho y, sin embargo, durante treinta años, no tener la capacidad de recordarlo.
–¿Qué pasó finalmente cuando tu padre y tu hermana, Vicky, leyeron el libro?
–Antes de que el libro se imprimiera, yo fui y vine muchas veces a la casa de mi papá con el manuscrito y no animaba a dárselo. Era muy duro para mí, tenía mucho miedo de causarle más dolor. No porque yo haya escrito algo en contra de él ni nada, sino por el hecho de hacerlo revivir todo eso. Y fue algo muy sanador para los tres, porque tuvimos una conversación muy linda acerca de Manuela. Mi papá me dijo que estaba muy orgulloso de que yo hubiese podido escribir la historia; mi hermana también la leyó y también le gustó y se vio reflejada en un montón de cosas. Así que fue menos grave de lo que yo pensaba que iba a ser y, al contrario, fue bastante liberador.
–En tu libro y en tus redes, vos hablás de lo que no se dice, ahora de la muerte de tu hermana, de la fragilidad de los niños, o del dolor de la maternidad. Pero en Twitter, por ejemplo, también hablás de cáncer, menopausia, mastectomía, y del deseo que en general también se calla.
–Hay algo de la experiencia del cuerpo que a mí me interesa mucho explorar. De los tabúes que hay alrededor, y de qué hacemos las mujeres con eso. Porque las mujeres tenemos una relación un poquito más natural con el dolor. Y muchas de estas experiencias, como la maternidad, o la menopausia, o la enfermedad, o incluso el sexo a veces, están revestidas de una capa de silencio, y están un poco edulcoradas también. Como si al mostrarnos vulnerables perdiéramos algo. O sea, si vos decís que te cuesta la maternidad, no está bien visto. Bueno, hay que desacralizar obviamente la figura de la madre, todavía tenemos mucho trabajo por delante. Si decís que sos menopáusica, entonces por ahí sos menos deseable, y sos vieja, que tiene que ver también con la figura del envejecimiento y cómo la vemos. Y con el sexo pasa lo mismo: si bien estamos viviendo un momento de mucha liberación y apertura a partir de los feminismos, siguen siendo núcleos de resistencia en el relato. Yo todavía siento que hay como costras, y ahí hay que rascar. Me interesa meterme con estos temas porque son bastante universales. Está bien, no todo el mundo tiene hijos, pero llegar a la menopausia es una experiencia universal y creo que ahí hay que empezar a desactivar algunos discursos.
–Los lugares incómodos y las contradicciones que callamos también son una experiencia universal, y vos de alguna manera militás para desactivar ese silencio que hasta las propias mujeres tapamos con una especie de pacto tácito.
–A mí me interesa indagar en esos lugares de incomodidad, como esto que yo decía: se puede tener cáncer y también querer coger. El cáncer no es el fin de la vida, no es un martirio. Se puede ser una mujer con deseo incluso cuando estás pelada. A mí meter el dedo en la llaga en esa nota me sirvió mucho para encontrar una posición desde donde quiero denunciar algunos temas. Y con la maternidad me pasó un poco lo mismo. Creo que mi segundo libro va a tener más que ver con eso; hay un montón de escritoras que lo están haciendo, como Rivka Galchen, Jazmina Barrera, o Rachel Cusk; y es un tema que para mí es súper rico ver esas maternidades disidentes, o deformes, o tristes, que se corren del eje de la bondad, la pureza, la abnegación, el sacrificio, y todo lo que nos dicen que tenemos que hacer como madres, para poder pensarnos como madres deseantes, como mujeres en sintonía con sus deseos. Lo mismo pasa con el tema de la menopausia, que es incluso más tabú que el sexo: las mujeres no nos animamos a decir que somos menopaúsicas porque tenemos miedo no sé de qué.
–De lo que decías antes, de dejar de ser deseadas. Como si el deseo estuviera sólo asociado a la fertilidad.
–Hace poco se armó una discusión en Twitter sobre este tema, donde yo dije: “Bueno, todo lo que te pasaba antes, con la menopausia no existe más”, y salieron muchas a decirme “No, nada que ver”. Hay mucha resistencia rápida.
–Claro, “No, si yo tengo un sexo divino, no me pasa nada distinto”; lo mismo con la maternidad: “Parí en dos pujos, el embarazo fue un placer”.
–Es esa cosa que tenemos las mujeres de querer minimizar el dolor. De hecho me respondió gente que está en el tema, y me puso que en realidad la menopausia es una experiencia más de la vida. Y yo les dije: “Vamos a decir la verdad, la menopausia es una mierda”. Ahora, que después nosotras podamos hacer con eso cosas creativas y hermosas, y que podamos atravesarlo y hacer el duelo, es otra cosa. Pero no es un momento liviano de la vida: hay que hacer un laburo físico y psíquico para digerirlo y está bueno que lo digamos, porque un montón de mujeres sufren en silencio. Está relacionado con eso de que no se nos permite envejecer, ni aceptar una sexualidad diferente, donde hay cuestiones que tienen que ver con el cuerpo que son muy difíciles de esquivar. Después, cada una puede tener una menopausia diferente: hay mujeres que no tienen nunca más sexo con nadie, y hay otras que se liberan y les encanta; pero hay una realidad fisiológica que es difícil y hay mucho tabú al respecto.
–Hay otro tabú que desmitificás en Parte de la felicidad, a partir de tu experiencia de haber tenido cuatro abortos espontáneos, que es el hecho de que tomar Misoprostol sea algo simple e inocuo. Decís: “No es una pastilla mágica, como creía antes. Es una carnicería artesanal, lenta y agotadora”.
–Habiendo atravesado eso y teniendo un hijo ahora, a veces me pregunto por qué sufrí tanto. Pero veo todo el tiempo mujeres que atraviesan ese dolor con una tensión sobre cómo manejarlo, desde minimizarlo y aceptar que te digan: “No pasa nada, ya vas a tener otro”, hasta hacer de eso una tragedia, que tampoco es. Y en el medio hay un montón de matices. Por eso me pasaba mucho con la discusión sobre la legalización del aborto, estando a favor, que me tocaba muy de cerca. Porque cuando escuchaba, por ejemplo, “Misoprostol libre en el hospital”, pensaba: “Bueno, sí, ¿pero sabés lo que significa abortar con Misoprostol?”. Porque más allá de que una tenga certeza de que quiere abortar, hay que atravesar con el cuerpo esa experiencia, que es súper dolorosa.
–De nuevo, me parece que es parte de lo mismo: “Vas, te tomás una pastillita, no pasa nada”. Pero tenés un trabajo de parto sin parir.
–Exacto, tenés contracciones, es horrible. Te podés desangrar, es súper peligroso, no se puede hacer sin asistencia y guía médica, consultando con alguien que te controle. Cada dos o tres días te tenés que hacer una ecografía para ver cómo estás. Y esa experiencia que yo viví del desmayo y de la hemorragia, es super común. Entonces, es como que hay una banalización de algunos temas. Es normal, porque desde el periodismo sucede mucho eso de que se difundan las consignas, y también en las redes sociales, donde se banalizan temas que no se conocen en profundidad. No quiero decir que para conocerlo haya que atravesarlo, no. Pero el aborto es un tema espinoso porque hay que tener en cuenta que ahí también ponemos el cuerpo. Tanto en el embarazo y la gestación, como en el aborto, hay que poner el cuerpo, y es difícil. Por eso hablarlo es súper necesario. Me ha pasado de tener amigas que me pidieron consejo y creo que hay una red de mujeres que se sostienen, que te pueden decir “te va a pasar esto, tené cuidado con lo otro”. Hablar del tema también ayuda a armar redes de contención, tanto en perdidas espontáneas, como en abortos inducidos.
–¿Tuviste que cortar algunos temas para hacer tu retrato menos duro?
–Lo hice, fue una sugerencia, y lo intenté, pero no me salió hacer un retrato alegre de mi hermana. No pude por lo que decía: primero porque no la recuerdo mucho, y también porque no quería hacer un trabajo periodístico, que fue el otro dilema que se me presentó. Yo llego a un momento del relato en que mis padres se fueron con mi hermana en la ambulancia, y no sé qué pasó en ese viaje, no sé lo que pasó en el hospital. Todo eso está fuera de la escena para mí. Y yo podría haber investigado, haber ido al hospital y chequear los registros, o hablar con mi papá –que no sé si hubiese podido, porque era muy difícil–, pero elegí hablar de la dificultad que tenía para hacerlo. No quise buscar cuál era la verdad, si no contar un trabajo interno mío: cómo todo eso se fue procesando en mí, como cuando todavía no tenía a mi hijo y estaba atravesando los abortos, que mi amiga Victoria me dijo: “¿No te das cuenta de que lo que a vos te está pasando tiene que ver con Manuela?”.
–Hasta que llegó Felix: vos decís que ningún hijo viene a salvar a los padres, pero él te curó. ¿Cómo se es madre habiendo entendido tan temprano, como escribiste, “lo que cuesta un hijo”?
–Cuando uno tiene hijos, la única manera de sobrevivir es negar. Porque uno pare un niño y se da cuenta de la fragilidad de todo, de que te compraste un miedo para toda la vida. Entonces, para mí, esa revelación fue muy fuerte, fue tremenda, fue como: “Ah, bueno, ¿qué hice?”, pero también eso después se va suavizando con el tiempo, los chicos van creciendo, uno va teniendo más fe en la vida y trata de olvidar eso tan gigante, ese miedo, y vivir, porque si no, no se puede. Pero sí, la experiencia de la maternidad es difícil. Y, cuando fui madre, entendí lo que significó también para mis padres perder a su hija, me di cuenta más cabalmente. O sea, si bien, yo estuve ahí y los vi, lo viví desde otro lado.
–Después del nacimiento de tu hijo, te separaste y te enfermaste.
–Si, yo creo que tuve que atravesar un proceso de demolición personal. En 2019, un mes antes de tener el diagnóstico, me separé de mi marido después de casi diez años. Hoy tenemos muy buena relación, somos amigos, pero Felix tenía dos años cuando nos separamos. Se me mezcla mucho todo, porque me separé y al mes tenía eso tan grande de lo que ocuparme, porque cuando uno se enferma hay que tomar muchas decisiones y hacer un montón de trámites. Así que todo el tiempo yo traté de que él tuviera una tranquilidad, de transmitirle que estaba todo bien, y de ocuparse.
–Así como vos decís que los chicos se pueden romper, también tenías la experiencia de que las madres se pueden romper. ¿Cómo atravesaste ese diagnóstico con un hijo tan chiquito?
–Creo que si bien yo al cáncer lo atravesé de manera bastante vital, obviamente tuve momentos de mucha desesperación, de mucho miedo, de terror. Y más que la propia finitud lo que a mí se me presentaba era pensar: “Yo no me puedo morir, porque no lo puedo dejar sin madre este chico”, eso era lo primero en mi cabeza. “Yo tengo que estar para él”. Y eso también me dio un montón de fuerza, sobre todo para tomar decisiones que fueron muy difíciles, porque yo tuve que sacarme los ovarios y también hacerme una doble mastectomía como prevención, porque el cáncer de varios es muy agresivo y es de lo que murió mi mamá. Entonces, yo tenía que evitar ese desenlace, y esos fueron dilemas tremendos. Porque no es lindo perder las tetas, es otra configuración física. Y fueron todas decisiones que tuvieron que ver con estar bien no sólo conmigo, sino para mi hijo.
–El libro se publicó, un montón de gente conoce tu historia, ya no es lo mismo que antes, cuando vos podías caretearla con algunos, ahora está a disposición de todos. ¿Cómo es hoy tu relación con Manuela, con el recuerdo de tu hermana?
–Siento una gran satisfacción de haber podido escribir esto. Desde un lugar más privado, siento que pude lograr una cierta compensación con ella, como redimirla de una manera en mi historia personal. Contarle al mundo lo que pasó es una manera de devolverle la existencia, de reconocer que ya estuvo en este mundo y que es parte de los muertos, que, una vez que se mueren, no desaparecen, siguen estando. Hay una antropóloga belga que dice que, desde el SXIX en adelante, las sociedades se impusieron la obligación de hacer el duelo, de internalizar la ausencia y sublimarla para aceptar que el ser querido no existe más. Y en realidad, los muertos siguen existiendo y hay que darles su lugar. Porque si bien no están de manera material, queda su nombre, su historia, su lugar en la familia, en sus relaciones.
–¿Qué pasó después del libro con aquellos que habían conocido a tu hermana?
–A mí después de la publicación del libro, me escribieron compañeras de mi hermana de las que yo no me acordaba. Y surgieron recuerdos de amigos y de conocidos que me decían, “¿Te acordás que Manu hacía esto, que le gustaba lo otro…?”. Entonces, ella volvió para los demás también. Es un laburo psíquico recuperar, porque la alternativa es hacer de cuenta que nunca existió, que era lógico, porque fue tan horroroso que lo más fácil era taparlo abajo de la alfombra y decir “Acá no pasó nada”. Pero yo, que también soy yo porque ella fue mi hermana y esa fue mi experiencia, gracias a este libro pude volver a nombrar a mi hermana; me pude sacar la muerte de encima.
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