“Se está elaborando un pensamiento único, peligroso, obligado a renegar la historia”, fue la advertencia de Francisco en el habitual encuentro de principios de año del Papa con los embajadores de los países (actualmente 183) que tienen vínculos diplomáticos con la Santa Sede.
El 10 de enero pasado, el Sumo Pontífice pronunció un largo discurso ante los diplomáticos del mundo congregados en el Aula de las Bendiciones para escucharlo. Hizo el habitual repaso de su actividad internacional del año anterior y luego recorrió los temas esenciales y los problemas más acuciantes del mundo actual.
Además de las referencias al drama de las migraciones, a los conflictos, las guerras y el armamentismo, el Papa hizo una reflexión que no fue demasiado comentada en los medios.
“Hace tiempo que la diplomacia multilateral atraviesa una crisis de confianza”, dijo el Papa. “A menudo se toman importantes resoluciones, declaraciones y decisiones sin una verdadera negociación en la que todos los países tengan voz y voto”, agregó.
Según Francisco, de ese desequilibrio deriva “una falta de aprecio hacia los organismos internacionales por parte de muchos estados”, lo cual “debilita el sistema multilateral” y reduce “cada vez más su capacidad para afrontar los desafíos globales”.
Pero el “déficit de eficacia” de estos organismos internacionales también se debe a “las diferentes visiones” que tienen los líderes sobre los fines “que deberían alcanzar”. De estas diferentes visiones se desprenden agendas que poco tienen que ver con los fundamentos u objetivos de la creación de estos organismos.
En palabras del Papa: “Con frecuencia, el centro de interés se ha trasladado a temáticas que por su naturaleza provocan divisiones y no están estrechamente relacionadas con el fin de la organización, dando como resultado agendas cada vez más dictadas por un pensamiento que reniega los fundamentos naturales de la humanidad y las raíces culturales que constituyen la identidad de muchos pueblos”.
Y aquí da Francisco su juicio sobre estas “agendas”: “Considero que se trata de una forma de colonización ideológica, que no deja espacio a la libertad de expresión y que hoy asume cada vez más la forma de esa cultura de la cancelación, que invade muchos ámbitos e instituciones públicas”.
Amplió a continuación el Papa: “En nombre de la protección de las diversidades, se termina por borrar el sentido de cada identidad, con el riesgo de acallar las posiciones que defienden una idea respetuosa y equilibrada de las diferentes sensibilidades. Se está elaborando un pensamiento único —peligroso— obligado a renegar la historia o, peor aún, a reescribirla en base a categorías contemporáneas, mientras que toda situación histórica debe interpretarse según la hermenéutica de la época, no según la hermenéutica de hoy.”
Es notable la alusión del Sumo Pontífice a esas organizaciones que desvirtúan su fin original, un dato que dirigentes y analistas políticos deberían tener en cuenta. Con frecuencia escuchamos o leemos que “la ONU dice”, o “según Naciones Unidas”... tal y tal cosa. Pero por lo general se trata de alguna de las múltiples agencias que pululan alrededor de ese foro mundial, una burocracia variopinta, generalmente lobbista, que promueve políticas y posicionamientos sobre determinados temas que en modo alguno son resultado del consenso de la Asamblea General de las Naciones Unidas, es decir, del pleno de sus miembros, pero que bajo cubierta del sello de esa organización, y sus colaterales, buscan dar una pátina de legitimidad a sus causas.
Bienvenida también la reflexión del Papa sobre la cultura de la cancelación y sobre esa exacerbada tendencia a censurar y estigmatizar -para colmo en nombre del respeto a la diversidad-, un tema sobre el cual casi ningún otro líder mundial se ha pronunciado. Por el contrario: la actitud suele ser de oportunismo o de seguidismo demagógico frente a esta moda identitaria que lleva a la fragmentación al infinito de las sociedades.
Como señala el filósofo francés Pascal Bruckner -uno de los participantes del coloquio en La Sorbona-, se ha creado un clima en el cual “cualquier aspecto de la existencia se ha convertido en una oportunidad para denunciar una discriminación”. Asistimos, decía también el autor de Un culpable casi perfecto: la construcción del chivo emisario blanco (2020), en una entrevista con el diario El Mundo en mayo pasado, “a una continua denuncia y nacimiento de racismos nuevos: contra las personas obesas, contra los que tienen un acento distinto, etc…”
Como señala el Papa, la cultura de la cancelación “invade muchos ámbitos e instituciones públicas”. Un ejemplo son las universidades donde se suspenden cursos, conferencias y coloquios, se despide a profesores y se arman listas negras. Todo promovido por personas que niegan estar haciendo lo que están haciendo. Por ejemplo, Laure Murat, una profesora francesa de la Universidad de California en Los Ángeles, niega que exista una cultura de la cancelación: para ella, se trata sólo de una forma de crítica política por parte de minorías “irritadas por la impunidad del poder y la pasividad de las instituciones frente al racismo, la injusticia social, el sexismo”, entre otros. Los voceros de la cancelación la defienden como algo legítimo, del mismo modo que defienden el racismo contra los blancos en el que incurren constantemente algunos referentes del Black Lives Matters. Según Murat, la cancel culture es un invento de la extrema derecha contra una protesta legítima.
La cultura de la cancelación invade muchos ámbitos e instituciones públicas (Francisco)
Sin embargo, la lista de profesores proscriptos en universidades de prestigio del primer mundo crece día a día. Un caso reciente fue el del profesor de filosofía Peter Boghossian, en la Universidad de Portland, que pretendía estimular el pensamiento crítico de sus alumnos confrontándolos a diferentes posiciones sobre cada tema; nada que Sócrates no hubiese inventado ya.
Pero estamos en tiempos de ofendidos, de sensibilidades extremas que no toleran siquiera escuchar algo diferente al dogma que abrazan. Boghossian invitaba a sus clases a teólogos cristianos conservadores -pese a ser él ateo-, a activistas de Occupy Wall Street y, pecado mayor, también a climatoescépticos, según explicó él mismo a El Confidencial luego de su renuncia en octubre pasado
Algunos alumnos tomaban a mal estas propuestas académicas: se negaban por ejemplo a siquiera escuchar puntos de vista diferentes -lo que dice mucho sobre sus convicciones- y algunos llegaban al extremo de decir que leer a autores blancos europeos era “incurrir en el supremacismo blanco”. Boghossian denunció este clima autoritario y opuesto a la esencia de la enseñanza universitaria; pero eso se le volvió en contra: escraches, sabotaje y una campaña de difamación. Luego vino el expediente disciplinario, porque las autoridades académicas son hoy en día rehenes de la radicalización estudiantil. Y terminó renunciando.
La cultura de la cancelación que censura, tacha y anatemiza en nombre de los derechos de minorías -que parecen tener la razón por el solo hecho de serlo- constituye un atentado a la libertad de expresión y de cátedra. Curiosamente, se ha gestado y exacerbado en el mundo universitario, justamente allí donde más necesario es el debate y más perjudicial la censura.
Paradójicamente, los sentimientos supuestamente antirracistas y de aceptación de lo diverso llevan a esta “colonización ideológica, que no deja espacio a la libertad de expresión” y derivan en “un pensamiento único”, y en consecuencia, en persecución y hoguera -virtual, pero hoguera al fin- para el que ose protestar.
La relectura de la historia que promueve esta tendencia también alimenta nuevos conflictos y divisiones artificiales que desvían las energías de los verdaderos problemas de una sociedad y sus reales injusticias.
Casi en simultáneo con el discurso papal, el 7 y 8 de enero se realizó en la universidad de la Sorbona, en París, un coloquio contra la cultura de la cancelación que, obviamente, fue tildado de reaccionario por los promotores de la censura progresista.
El encuentro fue inaugurado por el ministro de Educación de Francia, Jean-Michel Blanquer, que denunció que esta cultura, también llamada “cultura woke” o “wokismo”, “introduce en el ámbito educativo y a veces escolar una forma de orden moral incompatible con el espíritu de apertura, pluralismo y laicismo que constituye su esencia”.
Paradójicamente, esta reacción contra la cultura de la cancelación surge en el mismo lugar donde todo empezó, unas décadas atrás. Como dice Pascal Bruckner en el artículo citado, la denuncia antioccidental comenzó en Francia, en los años 70, cuando un grupo de intelectuales desarrolló “la deconstrucción, la teoría de la disolución del sujeto”. “Foucault, Derrida, Barthes, Deleuze... fueron exportados con gran éxito más allá del Atlántico y en California se reelabora la teoría al estilo americano, comunitario y racial -explicó Bruckner-. Lo que los americanos llamaron french theory ha vuelto a nosotros cuando comenzaba el 2000 con los subaltern studies (grupos de estudios subalternos) y los estudios decoloniales”.
“El wokismo es una forma de oscurantismo”, sentenció por su parte el maestro y ensayista Jean-Paul Brighelli, en una crónica sobre el coloquio en la Sorbona: “Francia resiste”, dijo.
En su artículo en la revista Causeur, denunció que “inmediatamente” sus participantes fueron “clasificados como extrema derecha por los especialistas del anatema bienpensante” y “otros colaboradores del pensamiento único”.
Mientras el mundo de los años 60-70 “estaba preocupado por el shock petrolero, la inflación, el desempleo y los primeros atentados islámicos”, en alguna “caldera” se cocinaban aquellas “ideas iconoclastas” que “hoy vuelven como un bumerán desde Estados Unidos donde antes fueron implantadas (y que) emergieron de los cerebros de algunos pensadores franceses recalentados por mayo del 68″.
Las ideas iconoclastas surgidas del Mayo del 68 francés hoy vuelven como un bumerán desde Estados Unidos (Brighelli)
“Algunos filósofos sacudieron las certezas sobre las cuales reposaba la civilización occidental -escribió-: Deleuze prefirió entonces a los esquizofrénicos antes que a la gente supuestamente ‘normal’, Foucault, a los presidiarios, y Badiou fue el primero que, en su maoísmo adaptado a Saint-Germain, reemplazó al obrero francés, contaminado por el inmovilismo del PC, por el inmigrante, el nuevo condenado de la tierra”.
Luego, “los universitarios estadounidenses, faltos de ideas originales, adoptaron esta French Theory”, ironiza. La corrección política, que viene haciendo estragos desde hace 40 años, es la punta de un “iceberg de nuevas certezas” y “algunos incidentes policiales convencieron a los militantes de la justicia de sus aberraciones” -acota en alusión al Black Lives Matters-, y “sobre todo, de su pertenencia a la gran comunidad de las víctimas; una clase transversal que trasciende las antiguas distinciones sociales”.
El wokismo, sigue diciendo Brighelli, pone el acento “en el deseo de existir de cada uno, vía redes sociales, comunidades, movimientos reivindicativos, sentimiento victimario y caza de brujas”. Para el ensayista, son sectas y como toda secta necesitan identificar a sus enemigos para prosperar.
Y, en algo que casi suena a autocrítica, declara: “Nosotros, los contemporáneos, somos demasiado tiernos, demasiado pacientes, demasiado proclives a escuchar, demasiado tentados a darle la razón a gente irracional. Bajo pretexto de autonomía universitaria, hemos dejado reclutar a cientos de imbéciles que se han refugiado en el wokismo para respaldar investigaciones estériles e impedir que investigadores serios entren a la educación superior”. Todo parecido con nuestra realidad…. no es casualidad. Y esto sigue.
Con dureza, Brighelli los califica de tontos que validan sus escritos por el solo hecho de usar “esa aberración absoluta que es la escritura inclusiva”. “Tres imbéciles, no son nada; treinta imbéciles son una secta” que puede convertirse en “grupo de presión”, sentencia. El wokismo es el refugio de “pequeños idiotas” que encuentran allí un nicho, “un pedestal que les da un aire de existencia” y hasta “de preponderancia”.
El coloquio en la Sorbona es un síntoma auspicioso, en una Europa que parece haber olvidado sus raíces, y en uno de los crisoles de esa “civilización occidental y cristiana que se detesta a sí misma”, como decía el historiador Jean Sévillia en una entrevista con Infobae. Pero que por fin parece reaccionar. Cabe esperar que esto sea sólo un comienzo.
Así como sería esperanzador que los líderes políticos recojan el desafío y tomen el relevo, en el plano secular, de los caminos que traza el Papa desde lo espiritual.
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