El rey español que casi conquistó Inglaterra con su simpatía y una boda, y sin hablar inglés

Ella quedó flechada apenas lo vio; él lo hizo por el bien de la corona, dicen los cronistas de la época. Eran Felipe II y María Tudor, la soberana que intentó restaurar el catolicismo en su reino. Ambos descendían de los Reyes Católicos: bisnieto él, nieta ella

Felipe II de España y María I de Inglaterra. Entre ellos había un lejano parentesco y la novia-tía le llevaba 11 años al novio-sobrino

Quizá suena extraño imaginarse a quien sería el segundo de los Austrias mayores casado con una reina inglesa, viviendo en Inglaterra, caminando por las calles de Londres y visitando sus jardines y palacios durante catorce meses. Y quizá más raro aún suene imaginarnos que esos episodios son parte, de alguna manera, de nuestra propia historia. Porque, en efecto, los remotos acontecimientos que tuvieron por protagonista a cualquiera de los reyes españoles ¿acaso no conciernen al período en el cual aquellos mismos monarcas eran “nuestros” reyes?

Estamos demasiado habituados, desde los tiempos del colegio, a adoptar esa mirada “rupturista” de nuestra historia que nos legaron Vicente Fidel López, Bartolomé Mitre y Adolfo P. Carranza, entre otros. Este último sostenía la peregrina idea de que la historia argentina tenía partida de nacimiento: 25 de Mayo de 1810. Cabe preguntarse: ¿y lo anterior qué es?

Por fortuna, existieron los aportes hispanistas de don Enrique Udaondo (creador del Museo colonial de Luján), de la llamada “nueva escuela histórica” y, después, del “revisionismo histórico”. Y hoy aceptamos sin complejos que lo anterior a Mayo de 1810 es también un capítulo de nuestra historia, de nuestra memoria y de nuestra identidad. De modo que, en mayor o menor medida, los eventos europeos atinentes a nuestras católicas majestades nos atañen. Y si quien fue alguna vez nuestro monarca, Felipe II, se desposó en Londres antes de ceñir la corona española, con una reina inglesa, y pasó una temporada en Inglaterra, pues entonces conozcamos algo más de aquel episodio, del cual bien poco sabemos.

El primer encuentro de dos novios a distancia

Habrá sido como a las diez de la noche del 23 de julio de 1554 (vale decir que don Pedro de Mendoza ya había fundado un asiento en Buenos Aires y Domingo Martínez de Irala ya había instituido el cabildo en Asunción) cuando, por fin, a la luz de las antorchas y los fogariles, se vieron por primera vez María Tudor (que era nieta de Isabel la Católica) y Felipe de Habsburgo (que era bisnieto de la misma reina de Castilla).

La novia conocía el aspecto del príncipe a través de un retrato quizá algo embellecido, pintado por Tiziano, que se le envió oportunamente y que, al parecer, causó el efecto embriagante de un “amor a primera vista”. En este caso, un “flechazo” de Cupido previamente iconográfico, pero que iba a rubricarse con la misma convicción y embeleso en el encuentro personal.

El novio era bien parecido y causó una grata impresión en la reina de Inglaterra

Ansiosa, se adelantó a recibirlo en el pórtico y el príncipe besó sus labios, como era costumbre tanto en su tierra (recordemos al rey Alfonso VI besando en la boca al Cid Campeador) como también en Inglaterra. Quizá este ósculo fuera señal de igualdad, a diferencia del “besamanos”, que era gesto de vasallaje.

Sentados frente a frente, comenzaron a conocerse a través de una conversación en un idioma ajeno a ambos. Ella ocupó un sillón de alto respaldar, y él, un taburete bajo, ubicado casi a sus pies como concesión galante al señorío de la dama. No estaban solos, por supuesto, como mandaba la etiqueta esponsalicia: los rodeaban el Gran Canciller, cuatro o cinco caballeros principales y ya entrados en años, cinco damas de compañía y dos gentiles hombres con sendas hachas en la mano a modo de escolta. ¿Tal vez Felipe no haya encontrado a su prometida tan poco atractiva como se la habían pintado sus informantes?. En cualquier caso, la cortesía y el tono salvaron mucho de la escena, demostrando, una vez más, que los buenos modales son el lubricante de las relaciones humanas en cualquiera de sus estratos.

La diferencia de edades entre la novia-tía (nacida en 1516) y el novio-sobrino (que vino al mundo en 1527) era notoria, y ella, “por su facha y por su fecha”, como se decía crudamente en España, debió sentirse más que halagada con semejante candidato de 27 años, aunque ya viudo, que no le escatimaba deferencias: al entrar en la sala, “destocado” (es decir, descubriéndose la cabeza), barrió el suelo con la pluma de su sombrero (una escena que recuerda el acto final de Cyrano de Bergerac), mientras hincaba la rodilla en tierra. Y el corazón de ella debió saltar del pecho ante tanta galantería a la cual, a su edad y con su carácter temible, no estaba acostumbrada.

Como María era hija de la española Catalina de Aragón entendía el castellano que hablaba el príncipe, pero, para sentirse más segura, prefirió responderle en un francés que él balbuceaba más o menos. Era, al fin y al cabo, la lingua franca de las cortes. Se ha dicho que el latín completaba las huecos de las frases que intercambiaban los prometidos, pues ambos lo habían aprendido en sus años de infancia.

María Tudor era hija de Catalina de Aragón (hija de Fernando e Isabel, los Reyes Católicos) y de Enrique VIII. Retrato de Antonio Moro (1554), que se encuentra en el Museo del Prado

Tras el coloquio, que duró un buen rato, el protocolo mandaba retirarse a hora decente, y el príncipe, en un nuevo gesto de cortesía, preguntó a la reina con qué frase vernácula correspondía despedirse. Ella le enseñó una formula usual pero al llegar a la puerta se le olvidó e improvisó un “Good night my Lords all...”, con un acento tan castizo o peor, que todos sonríen, incluido él. Porque, pese a que era católico y papista, los ingleses allí presentes comenzaron a apreciarlo como un dechado de simpatía y buenas maneras, aprendidas estas últimas de su exigente maestro preceptor Juan de Zuñiga, quien además le había enseñado el arte de la equitación y de la esgrima.

Que tras este primer encuentro los prometidos no se hayan resultado mutuamente antipáticos fue ya un logro romántico más que político. Muchos recordarían, sin duda, la impresión repulsiva que causó en el difunto rey Enrique VIII el primer encuentro con su cuarta, intacta y fugaz esposa, Ana de Cleves.

El día martes 24 hubo una segunda entrevista y se hicieron los preparativos del enlace que debía celebrarse, para mejor agasajo del novio, el 25, o sea en la fiesta del Apóstol Santiago, el patrono “matamoros” de España. Y mientras la novia le envió dos trajes nupciales, Felipe le obsequiaba un presente destinado a agradar a la corte entera: le regalaba el “privilegio de Nápoles”, esto es, la ejecutoria mediante la cual su padre, el Emperador Carlos V (Carlos I de España), se desprendía del reino italiano y lo donaba a su primogénito. Así, lo igualaba a su prometida en calidad de rey y por tal lo reconocieron los presentes, besándole la mano.

Al día siguiente, la catedral de Winchester (que los españoles llaman Vincestre, y que posee la nave medieval más larga) amaneció engalanada y de a poco fue congregándose el gentío. Aquella iglesia de impronta benedictina había sufrido los atropellos de Enrique VIII y ahora parecía renacer a un nuevo esplendor. Un detalle no menor del sitio, pero que aún no había acaecido, es que en el transepto norte fue enterrada la escritora Jane Austen en 1817.

El interior de la Catedral de Winchester. Se empezó a construir en el siglo XI

Otra curiosidad es que el edificio estuvo a punto de hundirse por completo a comienzos del siglo XX y debió emplearse a un experto buzo de Londres para trabajar durante seis años, en absoluta oscuridad, bajo los cimientos, colapsados... y plagados de tumbas y esqueletos. Y si algo faltara agregar para poner la mirada en este edificio, es que allí se filmó una parte de la película El Código Da Vinci.

Aparte de las numerosas crónicas y epistolarios de la época, el relato moderno de Félix de Llanos y Torriglia , que seguimos en líneas generales, perdura como una descripción florida de la ceremonia y su caleidoscopio de detalles. Más recientemente, una monografía del profesor José Miguel Morales Folguera, de la Universidad de Málaga, aporta mayores datos, en especial relativos al desempeño de la comitiva española.

Llegó primero el novio y esperó en un estrado, en el atrio. Ella venía recamada de piedras preciosas y, sobre el vestido de seda y oro, lucía un brial (ceñido a la cintura y bajado en redondo hasta los pies) hecho de brocado con fondo de oro. Y encima del gualdrés, se bordaron al realce rosas de Lancaster, flechas y yugos de España, y dragones y guirnaldas Tudor, toda una medievalia visual. Sobre las espaldas caía aplomado como una cascada el manto real, de satín blanco y tres metros de largo, ahuecado por dentro con las armaduras de la ballena. Una cofia tejida con hilos de perlas y pequeñas piedras contenía los cabellos rojizos de aquella reina que pasaría a la historia con un sobrenombre sangriento: Bloody Mary. Y en el centro de su pecho relumbraba el joyel regalado por el novio.

Felipe, por su parte, lucía los atavíos que le fueron obsequiados el día anterior, llevando la Jarretera (que le había confiado el mayordomo mayor de la reina) a la rodilla, a modo de atapierna, y el Toisón al cuello.

La abundante pedrería que cargaban ambos aletargaba un poco sus movimientos, a la vez que encandilaba por su resplandor. Era la tercera vez en su vida que se veían en persona y ya estaban camino al altar, como conviene a los matrimonios concertados por conveniencias dinásticas y que fueron una marca de la Casa de Austria (no en vano su lema fue “Bella gerant allí, tu, felix Austria, nube!” , es decir, “que otros hagan la guerra, tú, feliz Austria, cásate!”).

Salvo que pudo haber germinado en la inglesa un amor verdadero, y en él, quizá, algún género de amistad derivada de la sangre común, mezclada con cierta admiración o con un dejo de compasión ante una parienta que había sido tan desdichada en su juventud. Pero no más que eso: sus sentimientos más intensos y ardientes habían bajado al sepulcro con la muerte de su primera esposa María Manuela de Portugal (recuérdese que el mismo Carlos I se preocupó por los efectos del exceso de intimidad sexual entre su joven hijo y su flamante esposa). En cualquier caso, ambos contrayentes eran plenamente conscientes del papel que les tocaba representar en aquel “juego de tronos” y en beneficio de sus intereses nacionales.

Comienza la ceremonia

Sobre un estrado forrado en brocado, aguardaron los novios el comienzo de la ceremonia que iba a unir a dos reinos poderosos, y los haría más temibles a los ojos de Europa. Muy cerca de ellos se sentaron cinco obispos. Una vez cesadas las aclamaciones e impuesto el silencio ritual, se puso de pie el Gran Canciller Esteban Gardiner, quien habló al pueblo en ingles y explicó, en síntesis, el acuerdo matrimonial capitulado. Luego habló un funcionario español para declarar la cesión del estado de Nápoles que el César de la casa de Austria hacía a su hijo, en favor de la reina y del matrimonio. Concluidas estas lecturas, pasaron a la capilla.

La reina se ubicó en un amplio sillón y, a su lado, por paridad de jerarquía real, se ubicó Felipe. A una señal del oficiante se acercaron al altar y el flamante rey de Nápoles puso en el dedo anular de la reina de Inglaterra un anillo, que era liso y de oro, porque así lo había pedido ella como observando la costumbre antigua cuando se casaban las doncellas. Ella lo era.

Un marqués y tres condes hicieron a la reina la ofrenda del país y luego, lady Margarita Clifford, por ser pariente de ella, abrió la bolsa de la novia para que el novio pudiera depositar las arras, que fueron tres puñados de oro fino. Y cruzaron las manos ambos contrayentes, como símbolo de que ante los ojos de Dios ligaban desde ese instante sus destinos. Entonces el conde Pembroke enarboló su espada delante del español, en señal de que se lo reconocía como príncipe consorte de Inglaterra. De alguna manera, quedaba lavado el agravio sufrido por Catalina de Aragón (la reina repudiada por Enrique VIII) y, aunque con serias limitaciones que estipulaba el contrato matrimonial, España recuperaba su sitio en aquella corte. Pero no iba a ser duradero. Los ingleses rechazaban la idea de este matrimonio, impopular por razones patrióticas para algunos (no quedar bajo el yugo de los Austrias) y por razones religiosas para otros (no volver a la autoridad papal).

Enrique VIII y Catalina de Aragón, los padres de María. Para divorciarse, el Rey inglés rompió con el Papa y provocó un cisma en la iglesia de Inglaterra

El toque de trompetas anunció el canto de la misa por el obispo Canciller, asistido por dos obispos en función de diácono y subdiácono. Tan jubiloso despliegue de catolicidad debió contrastar con los días furiosos del Cisma, cuando el mismo oficiante, ahora contrito y vuelto al redil del báculo pontificio, había jugado un triste papel. En cualquier caso, en apenas un año y medio iría a dar con sus huesos a una fosa por debajo de ese mismo presbiterio donde ese día oficiaba.

Tras los ósculos de la paz, vino la bendición final y el canto del Evangelio de San Juan, y los novios comulgaron bajo las dos especies, en patenas de oro. Como cierre del protocolo, los reyes de armas proclamaron tres veces en latín y en inglés los títulos de los recién casados: rey y reina de Inglaterra, Nápoles y Jerusalén e Hibernia. Luego, príncipes de las Españas, archiduques de Austria, duques de Milán, Borgoña. Brabante, y como si poco fuera, condes de Flandes y del Tirol. Cualquier hijo de esa unión heredaría un Imperio donde el sol no se ponía y que el mar ya no separaba.

Tras ello, caballeros ingleses extendieron el palio sobre las cabezas de los contrayentes y marchando junto a los embajadores, la comitiva salió del templo rumbo al palacio, para dar inicio al banquete de bodas. La jornada prometía ser larga.

La fiesta de bodas y la luna de miel

La sala era grande y se ubicaron bajo un dosel (que los ingleses llamaban canopy) los asientos de los recién casados, junto al Canciller obispo. En otra mesa comieron los embajadores y los grandes invitados, y en otras, hasta sesenta caballeros de ambas naciones y los restantes convidados. Todas las mesas fueron bien servidas, con gran orden y silencio, según la flema británica.

Otro retrato de María, anónimo, y posiblemente más indulgente

Mientras duró el banquete, permanecieron dos grandes señores con dos estoques, uno próximo al rey y otro a la reina, con las armas en alto a manera de guardia de honor. Todo el servicio fue atendido por ingleses (salvo el caso de don Iñigo de Mendoza, hijo del duque del Infantazgo). Curiosamente a la reina se la sirvió en plato de oro y al rey en palto de plata, lo cual enojó a los susceptibles españoles, aunque no pasó a mayores. Se comió guiso de caza y de cerdo, mientras unos coros de niños entonaban los epitalamios de su invención, que por su picardía causaban gracia a Felipe a medida que se los traducían.

La frugalidad del príncipe fue motivo de admiración y de comparación con el apetito carnívoro de su padre y la glotonería insaciable de su difunto suegro. Pero más admiración causaron sus atenciones permanentes para con la reina y el señorío amable con que se dejó servir por los maestresalas, durante las tres horas que duró el convite.

Al final hubo baile de rigueur (¿era allí mismo o en el Grand Hall donde se custodiaba la Table Ronde del rey Arturo?), que abrieron los novios con una “alemana”. Ella tenía fama de excelente bailarina y lo habrá demostrado ese día. Y cuando ya nada quedaba por cantar ni por comer ni por cumplir, los obispos bendijeron el lecho nupcial, donde confluían las esperanzas unánimes de aquel desposorio.

“Hasta aquí llega lo que yo puedo decir de aquel día”, concluía con recato un cronista diplomático. Otro, en cambio, algo más brusco, anotó: “Lo de la noche, ellos lo saben. A darnos un hijo sería todo el bien que se pretende”. Tales y no otras eran las expectativas de aquella unión asaz desigual en edades y en atractivos. Pero Felipe era bien consciente de su misión y no esquivó en absoluto su deber, pese a lo poco apetecible que fuera su cónyuge, quien además de ser mayor que él, era su tía segunda. Por otra parte, María también buscaba un heredero para desplazar a su hermanastra Isabel de la línea sucesoria.

“La reina es muy buena cosa, aunque más vieja de lo que nos decían...” escribía Ruy Gómez de Silva al secretario del Emperador, confiando en que “Nuestro Señor proveerá”. Más aún, agregaba que, “si usase nuestros vestidos y tocados, se le parecería menos la vejez y la flaqueza”. Circunstancias ésas dos que hacían aún más encomiable la labor marital de Felipe a los ojos de los cronistas de su corte: “Para decir la verdad, mucho Dios es menester para tragar este cáliz. Y lo mejor del negocio es que el Rey lo ve y entiende que no por la carne se hizo este casamiento sino por el remedio de este reino y la conservación de estos estados...”. Para la diplomacia de los Austria, apalancada en las alianzas conyugales, la cosa estaba clara.

Circa 1530, retrato de la todavía princesa María Tudor a los 15 años (Photo by Hulton Archive/Getty Images)

La luna de miel debió tener asimétricas ilusiones para el uno y para la otra. Sin perjuicio de ello, Felipe no defraudaba su papel y disimulaba cualquier falta de aliciente sensual: “Entretiene muy bien a la reina y sabe muy bien pasar lo que no es bueno en ella para la sensibilidad de la carne”...

Sus deferencias para con María le fueron granjeando impensadas simpatías populares y hasta se dijo que nunca hubo rey en Inglaterra que tan presto haya ganado los ánimos de todos. Es que él sabía suavizar con mucho tacto los frecuentes roces entre ingleses y españoles por cuestiones de protocolo, precedencias, honores y heráldica, a las cuales eran tan sensibles los hidalgos de España.

La entrada en Londres y otros actos públicos

La prueba ácida de la aceptación del consorte fue la entrada en Londres, donde el protestantismo era tan fuerte como el anticatolicismo. Ciertamente, Gardiner se había anticipado a endulzar los oídos con los anuncios de las ventajas que se obtendrían de aquella boda. Y no debieron quedar burladas las expectativas cuando a los esposos se adelantó un convoy de 20 carros cargados con lingotes de oro y de plata ¡que venían de América! (vean acaso si esta historia nos concierne o no...), equivalentes a 100.000 libras esterlinas, más otro cargamento de metales preciosos valuados en una suma algo mayor. El opulento desfile atravesó las calles de Londres y dejó su magnífica carga en la Torre para subvenir a los gastos del país. Mientras, para estimular los ánimos festivos, a todos los barrios llegaban emisarios de la corte para verificar que no faltase el vino ni la fritura, todo por cuenta de la reina.

La comitiva nupcial cruzó el río y, tras pernoctar en la casa del Canciller en Southamptom, reanudó la marcha el día 18 de agosto, a caballo, siendo el grupo español más reducido para evitar incidentes de armas. Ante las puertas de la ciudad se cumplió el rito de ingreso: el Lord Mayor entregó su maza a la monarca y ésta se la devolvió, para que aquel edil se pusiera a la cabeza de la caravana, pasando por el puente, al son de los cañonazos disparados desde la Torre y el repicar de las campanas de las iglesias. En el centro del puente se alzaba un cartelón de bienvenida en latín, y en las calles se multiplicaban los arcos escenográficos y los jeroglíficos. Algunas escenas pintadas en esas instalaciones llegaron a extremos exagerados, como aquella en que Felipe de Macedonia aparecía humillado ante la supremacía del Felipe español. En Cheapside, un decorador pintó un árbol genealógico evidenciando que ambos cónyuges descendían de Juan de Gante y de Eduardo III, simbolizando con ello que la Providencia había querido restaurar las ramas de aquel tronco con la savia inglesa. En la iglesia de San Pablo se cantó un Tedeum, y así culminó la jornada del modo más prometedor.

Retrato de Felipe II

La pareja real prefirió abandonar la residencia de Whitehall y pasar a Hampton Court, más aislado de los trajines etiqueteros. En aquel retiro intimista, rodeado de bosques, la pareja comenzaría la búsqueda del ansiado heredero. Y allí también florecería el romance entre la camarera mayor Juana Dormer y el conde de Feria, embajador español y confidente de Felipe.

El 12 de noviembre de 1554 fue otra jornada gloriosa: a caballo él, y en silla de manos ella, tras oír misa en Westminster, se dirigieron al parlamento para inaugurar las sesiones. Nunca un príncipe español había logrado semejante posición. Y nuevamente quedó de resalto la popularidad de Felipe.

La clave de la popularidad de Felipe...y las murmuraciones inevitables

¿Cuál era su secreto? Más allá del ostensible buen trato a la reina, evitaba interferir en asuntos de justicia y manejaba las audiencias con prudencia, oyendo atentamente pero sin comprometer su criterio. Se reservaba para sí, de este modo, el papel más amable de un intercesor de gracias y mercedes, especialmente en materia de redención de reos y condenados y en favor de los católicos. Y aunque también asistía al Consejo privado de la reina, raramente intervenía de viva voz, por la dificultad de expresarse en inglés. Además, comía en público y hasta bebía cerveza para agradar las costumbres locales, aunque le resultaran chocantes a su temperamento austero y retraído.

Pese a estos halagos oficiales y cortesanos, también había quienes murmuraban con maledicencia que “más le gustaba/ la panadera en traje de mañana/ que María sin corona soberana...”

Un chisme repetido fue que Magdalena Dacre, doncella de honor de la monarca hubo de cerrar a escobazos una ventana de su tocador, mientras lavaba su busto, porque por allí metió el brazo el rey consorte con previsibles intenciones táctiles...Pero estos episodios, tal vez calumniosos, en nada empañaban la imagen de pareja feliz y bien avenida que ellos irradiaban.

Sin perjuicio de ello, hubo incidentes y hasta un intento de asesinar al consorte, en 1555, dando motivo al categórico comentario de un dignatario del séquito español respecto de los ingleses: “la más mala gente del mundo...”

Felipe y María, un matrimonio breve (1554-1558), interrumpido por el fallecimiento de la reina, y que no dejó descendencia

El rumor más preocupante para la tranquilidad de la reina era que el español iba a permanecer en suelo inglés con el solo propósito de engendrar un hijo; y que, habiéndolo hecho, se volvería a España sin demora. Ella debió aspirar a retenerlo a su lado, como esposo y como padre. Pero ¿cómo? No era joven, ni seductora, ni bella. Su conversación podía ser erudita o piadosa, pero estaba lejos del donaire de los salones. Su voz era ronca y endurecía los conceptos más suaves apenas salían de sus labios. Podía ser además algo levantisca y al menor enojo fulminaba con la mirada del Basilisco, un rasgo heredado de su iracundo padre. A la melancolía de su sangre se le agregaron los sufrimientos morales de su juventud, los cuales dejaron en el rostro el surco de unas tempranas arrugas.

¿Habrá que creer que su aspecto era tan poco atractivo como la pintó Antonio Moro en 1554? El retrato de la Universidad de Oxford parece más benigno, como lo fue el embajador veneciano al calificarla como “piú che mediocremente blla”, es decir, algo más que medianamente bella.

Sus principales fortalezas residían en su carácter y en su cultivada inteligencia: hablaba o leía no sólo el inglés, sino también los idiomas francés, italiano, español y latín. No era vil ni mucho menos pusilánime. Sabía tocar el laúd y la espineta, y hasta había aprendido de niña algunas recetas de cocina.

El distanciamiento previsible, el regreso breve de Felipe y la muerte de María Tudor

Pero aquellas prendas morales no serían suficiente motivo para retener al marido. En agosto de 1555, poco después de esclarecido el falso embarazo de la reina, Felipe partió hacia el continente por aprestos militares en Flandes y ante el llamado de su padre, que ya deseaba abdicar a la corona. Su partida sumió a María en el más profundo desconsuelo. Y aunque llegó a creer que no volvería a verlo, él regresó a Inglaterra en 1557 y permaneció entre marzo y julio, aplicándose a la infructuosa tarea de engendrar ese vástago esquivo....y de persuadir a su esposa de apoyar a España en la guerra contra Francia, lo cual prohibían las capitulaciones matrimoniales.

Luego de esta breve permanencia de Felipe, María volvió a creer que estaba embarazada, equivocándose nuevamente. Lejos del esposo a quien llegó a amar con señales de desesperación, murió el 17 de noviembre de 1558, tal vez a causa de un tumor uterino.

El azar de los acontecimientos y el tablero de la política la hicieron, por poco tiempo, reina de España. Y aunque jamás pisó el suelo ibérico, el haber tenido unos abuelos españoles, una madre española y un marido español, habrán sido motivos para que ella, tan devota y amante de los dos últimos, se sintiera también algo española.

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