En esos meses que siguieron al final de la guerra de Malvinas, cuando la apertura democrática se perfilaba como un hecho, sorprendió una idea de Raúl Alfonsín, que fue la de reivindicar a un símbolo viviente de la democracia y la legitimidad. En ese proceso en el que los militares preparaban su salida del poder, propuso el nombre de Arturo Umberto Illia como una suerte de presidente provisional.
Pero el médico de Cruz del Eje, un pueblo donde nunca llovía y el agua escaseaba, ya tenía 81 años. Había pasado demasiado desde aquel 1929, donde ese flaco alto, que vestía un traje arrugado, sombrero de ala ancha y que sostenía una valija de cartón, había llegado para ser el flamante médico de la mutual de ferroviarios.
Seguramente vio en esa propuesta de Alfonsín un gesto de reconocimiento a lo que significó su gobierno y a su trayectoria, que había comenzado décadas atrás.
Los militares golpistas de septiembre de 1930 lo dejaron sin trabajo y preparó todo para volverse a su Pergamino natal, donde había nacido el 4 de agosto de 1900. Fue cuando los propios vecinos lo convencieron para que fuera el médico del pueblo.
A los 18 años se había afiliado a la Unión Cívica Radical, el partido del que simpatizaba su padre, nacido en la Lombardía y que se ganaba la vida en un horno de ladrillos, en el que el joven Arturo ayudaba cuando podía.
En 1927 se recibió de médico en la Universidad de Buenos Aires. Convencido de radicarse en Cruz del Eje, alquiló una vivienda en Avellaneda 181. En 1944, gracias a una colecta de 4000 vecinos, se la regalaron. Desde 2003 es museo. Tiempo después, reemplazó el sulky por un auto para hacer las visitas médicas.
A su regreso de Europa, en un viaje que le obsequió un paciente por haberle salvado la vida, se casó el 15 de febrero de 1939 con Silvia Elvira Martorell. Tuvieron tres hijos, Emma Silvia, Martín Arturo (Illia quiso ponerle Franklin por Roosvelt pero no se lo permitieron) y Leandro Hipólito.
De su periplo por el viejo mundo, rescató el valor de la democracia de los países nórdicos y quedó impresionado por los manejos totalitarios en la Alemania nazi y en la Italia fascista.
Fue senador provincial, vicegobernador en 1940, presidente del comité de Córdoba en 1945 y diputado nacional en 1948. No alcanzó a asumir como gobernador de Córdoba en 1962 por el golpe contra Arturo Frondizi.
En 1963, gracias a los votos del Colegio Electoral, ya que había obtenido un 25% de los sufragios, fue elegido Presidente.
Durante su gestión, se sancionó la ley del salario mínimo, vital y móvil, la ley de medicamentos, la ley de asociaciones profesionales y derogó la ley de contratos petroleros suscriptos por el presidente Arturo Frondizi con empresas extranjeras. Cuando le preguntaron por qué, respondió: “Sencillo, está en nuestra plataforma electoral”.
Destinó el 25% del presupuesto a educación, ciencia y tecnología. Además, incorporó al Código Penal la figura de enriquecimiento ilícito de los funcionarios. En su gestión, Naciones Unidas votó la resolución 2065/65 que convocaba al Reino Unido a sentarse a discutir la soberanía de las Islas Malvinas.
Sin embargo, ni los militares ni los gremialistas le permitieron gobernar. No habían pasado tres meses cuando comenzaron las tomas de fábricas. Se sucedieron las huelgas y una férrea oposición empresarial y de los peronistas cuyo líder estaba proscripto, aunque en las elecciones de 1965 habilitó a ese partido a participar. El oficialismo era minoría en el Congreso.
Illia respondió con hechos: durante su gestión el PBI creció más del 20% acumulado en 1964 y 1965, la industria un 35%, el salario real subió más de un 10% y la ocupación aumentó. Redujo la deuda externa y aumentó las reservas del Banco Central, todos logros que fueron ignorados o minimizados por quienes lo habían tomado como blanco.
Fue víctima de una cruel campaña de los medios, que lo comparaban con una tortuga, por la lentitud en la toma de decisiones o sentado en un banco de la plaza, con una paloma sobre su cabeza.
“Ya vamos, ya vamos”, respondía cuando le insistían sobre un tema. Salía a caminar sin problemas, le gustaba mezclarse con la gente y solía comer en el restaurant Arturito, en avenida Corrientes casi 9 de Julio. Todos los días, después del almuerzo, dedicaba unos 40 minutos a meditar. Le gustaba el tango, lo bailaba y era un entusiasta de Beethoven, del budismo y del pacifismo. En enero de 1982 recibió el premio internacional Mahatma Gandhi por la Paz, por sus servicios por la humanización del poder.
El martes 28 de junio de 1966 fue desalojado del poder por un golpe cuya cabeza era el general Juan Carlos Onganía. “Soy el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y usted un vulgar faccioso que usa sus armas y sus soldados desleales para violar la ley”, le recriminó al general Julio Alsogaray esa mañana. En medio de una multitud, subió a un auto y fue a la casa de su hermano en Martínez. Diez años después, el coronel Perlinger le pidió perdón a través de una carta.
Regresó a su profesión de médico y hasta atendió la panadería de un amigo. Había rechazado la jubilación de presidente. Cuando su esposa enfermó de cáncer y debía tratarse en Estados Unidos, vendió su auto para cubrir el viaje. El 6 de septiembre de 1966 quedó viudo.
El 23 de diciembre de 1982 Illia, que vivía en Córdoba en la casa de su hijo Arturo, debió internarse en el Hospital Privado de Córdoba aquejado por una hemorragia digestiva y por terribles jaquecas. Debió ser operado por complicaciones abdominales.
La habitación 19 que ocupaba era continuamente visitado por amigos y correligionarios. “Me parece que este doctor ya no tiene remedio”, le confesó a uno de ellos.
Si bien tuvo una leve mejoría, una complicación pulmonar presagió el final. A las ocho y media de la noche del 18 de enero de 1983, falleció.
Primero fue velado en la Casa Radical de Córdoba. El féretro fue ingresado por sus hijos Martín y Leandro y por sus sobrinos y en ese momento todos los asistentes comenzaron a entonar el Himno Nacional. La guardia de honor estuvo compuesta por jóvenes que lucían la característica boina blanca. Alguien depositó una sobre el ataúd. Al día siguiente, a las 18 horas el avión que transportaba sus restos llegó a Buenos Aires. Fue velado en el Congreso Nacional, previa escala en la sede del Comité Nacional del radicalismo. De ahí el féretro fue llevado a pulso por una multitud hasta el palacio legislativo.
La inhumación se llevó a cabo en el panteón de los caídos de la Revolución de 1890, a pesar de que había manifestado su deseo de descansar para siempre en Cruz del Eje, donde había llegado hacía más de cincuenta años con un traje arrugado, una valija de cartón y con el sueño de ser nada más y nada menos que el médico del pueblo.
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