La vida de Eric Liddell tuvo esfuerzo, vocación de servicio, gloria deportiva, sacrificio, dolor y una muerte temprana y en reclusión. El deporte, la religión y la guerra la atravesaron.
Algo más de cuarenta años atrás, una película de bajo presupuesto, con dos actores desconocidos y un director debutante, se convirtió en un sorpresivo éxito de crítica y de público, coronado con cuatro Premios Oscar, entre ellos el de mejor film. Carrozas de Fuego contaba el camino de dos estudiantes británicos, Eric Liddell (Ian Charleson) y Harold Abrahams (Ben Cross), hacia la gloria deportiva en los Juegos Olímpicos de París 1924. Dos atletas jóvenes que luchan por un sueño, que compiten entre sí, que entrenan y triunfan toda con la épica banda sonora de Vangelis empujándolos a cruzar la línea de meta.
Pero Eric Liddell tiene una gran historia posterior a los hechos que narra Carrozas de Fuego que también fue película, On Wings of Eagles (lo encarna Joseph Fiennes), aunque con muchísima menor repercusión y que fue denostada por la crítica. En su vida no todo fue gloria olímpica. El resto de su existencia confirma sus convicciones y hasta la decisión que causó polémica en su tiempo de no competir en los 100 mts llanos.
Eric Liddell nació el 16 de enero de 1902, hace 120 años, en Tianjin, China. Sus padres era ministro protestante de la Sociedad Misionera de Londres. A los cinco años fue enviado junto a su hermano a Inglaterra. Quedó pupilo en el Eltham College, una institución educativa para los hijos de los misioneros. Al finalizar ingresó en la Universidad de Edimburgo. Aplicado en el estudio, muy rápidamente se destacó en el deporte. Fue capitán del equipo de cricket y su desempeño en el rugby fue tan notable que llegó a integrar el equipo escocés durante dos años consecutivos en el tradicional Torneo de las Cinco Naciones; jugó siete test-matchs. De todas maneras, estaba claro que su mayor talento físico era la velocidad. Nadie podía con él. Ganaba cada carrera de 100, 200 y 400 metros en la que participara. Alguien dijo que era el hombre más veloz de Escocia. Esa apreciación se confirmó poco después cuando consiguió batir el récord británico de los 100 mts. 9.7 segundos. Recién pudieron quebrar esa marca 23 años después.
En Carrozas de Fuego hay una escena que ocurrió en la vida real de la misma manera. En 1923, Liddell compitió en una carrera de un cuarto de milla (400 metros). A escasos metros de la línea de partida se tropezó con otro competidor y cayó. Los rivales se alejaron varias decenas de metros. Pero Liddell se levantó, los persiguió y logró pasar a todos para ganar la competencia y desvanecerse por el esfuerzo apenas cruzó la meta.
Su presencia en los Juegos Olímpicos de París 1924 nadie la discutió. Eran muchos los que lo veían como campeón olímpico de los 100 mts. No era para menos: tenía el mejor registro del último año.
Cuando, varios meses antes de los Juegos, se conoció el cronograma de carrera, Liddell se bajó de los 100 mts. Las finales se corrían un domingo y él no competía ese día porque lo dedicaba a Dios. “Los domingos no están hechos para correr”, decía. Trataron de convencerlo y hasta de presionarlo, pero Liddell no cedió. El perjuicio para el equipo británico era mayor todavía. No sólo perdía a un gran favorito para los 100 mts sino que se le iba una pieza clave para las postas 4X100 y 4X400 porque también sus finales serían un domingo. En Carrozas de Fuego por una cuestión de economía narrativa y para aumentar la tensión dramática, Liddell decide no participar a último momento.
Se inscribió en los 200 y en los 400 mts llanos. Y entrenó con esas distancias como objetivo los últimos meses de su preparación. No se trató de una decisión apresurada o de último momento.
La competencia de los 100 mts se abrió cuando él decidió no correr. El principal candidato era el norteamericano que había ganado los Juegos anteriores pero Harold Abrahams, compañero de equipo de Eric dio la sorpresa. Luego de esa victoria Abrahams se convirtió en una gloria del deporte británico. Fue capitán del equipo atlético en los Juegos siguientes, los de Amsterdam y después se dedicó al periodismo deportivo.
En los 400 mts hubo 60 inscriptos. Liddell tuvo que superar tres instancias previas. En ninguna de ellas marcó el mejor tiempo. Es más, en las dos primeras estuvo a más de un segundo del más veloz. Todos creyeron que al cambiar de distancia, no tenía mayores posibilidades. Lo que no sabían es que estaba regulando. Eran cuatro carreras en dos días y necesitaba llegar con energía a la final en la que se enfrentaría con los otros cinco más veloces. El calor era otro factor: las temperaturas eran muy altas y afectaban el rendimiento de los atletas.
En la final tuvo que superar un inconveniente más. Partiría en el carril externo. Correría a ciegas, sin ver al resto de los participantes hasta casi la llegada. Arrancó muy rápido. Los especialistas creyeron que era imposible que mantuviera el ritmo de carrera, que ese inicio desbocado se debía a que no tenía referencia de sus competidores. Pero resistió toda la distancia. Voló por la pista. Cruzó la meta primero y se convirtió en campeón olímpico. Consiguió la medalla dorada con 47.6 récord olímpico y mundial. Y lo hizo con su estilo desmañado. La cabeza para atrás, el pecho salido, por delante de su cuerpo, la boca abierta (la recreación de su estilo poco ortodoxo en Carrozas de Fuego es perfecta), los brazos revoleados como aspas. Abraham contó que los rivales, al principio, cuando lo veían correr se reían de él. El diario inglés The Guardian escribió en su obituario: “Probablemente haya sido el ganador de medalla dorada de atletismo con el estilo más feo de la historia” (todavía, claro, no habían visto correr a Zatopek).
Pese a la renuncia a participar en tres eventos en los que tenía grandes posibilidades de obtener medalla, esa no fue la única presea que se llevó de París. Dos días antes había obtenido la de bronce en los 200 mts; estuvo a sólo 3 centésimas del ganador (en esta final Abrahams, el otro personaje principal de Carrozas de Fuego, terminó sexto).
La actuación en el estadio de Colombres marcó que era un gran atleta y que sus convicciones religiosas eran profundas. Este aspecto quedaría cabalmente demostrado con sus decisiones de vida de los años posteriores a los Juegos Olímpicos de 1924.
Al volver a la Universidad de Edimburgo tuvo una recepción triunfal. En un sillín, sus compañeros lo pasearon en andas por todo el campus. Era el campeón olímpico.
Estudió teología un año más. Al graduarse regresó a China. En Tianjin tomó la posta de sus padres. Allí había nacido y allí seguiría con su misión. Era maestro y predicaba. En 1932 se recibió de ministro protestante. Unos años después se casó con Florence McKenzie, una canadiense que trabajaba con él. Tuvieron tres hijos. La tarea era ardua pero ellos la disfrutaban. Eran muy queridos por los lugareños. Muchos pedían a Eric que mediara en sus conflictos porque consideraban que él siempre decidía sin dejarse influir por intereses mezquinos, confiaban en su capacidad de justicia y en su mirada equitativa. Cada tanto, cuando llegaba algún deportista ilustre, Eric corría contra él y demostraba estar en gran forma.
La invasión japonesa a China modificó los planes. Todo cambió radicalmente en 1941. Los japoneses tomaron la misión. La invasión nipona era violenta e inclemente. Liddell logró escapar y se dirigió a Xiaozhang, lugar en el que su hermano ejercía como médico rural. Antes, para ponerlas a salvo, convenció a su esposa y a sus hijas de que viajaran a Canadá (el gobierno británico le había pedido a sus ciudadanos que regresaran a las islas porque la situación era muy peligrosa). En su nuevo destino, Eric continuó con sus tareas. Pero lo inevitable sucedió. Los japoneses también se apoderaron de Xiaozhang y enviaron al ex campeón olímpico escocés al campo de trabajo de Weishin.
Allí, Eric Liddell se convirtió en un líder silencioso que intentaba que nadie decayera, que la inhumanidad del trato recibido no afectara sus propios valores. Pero pasado un tiempo, Eric perdió vitalidad. Se cansaba rápido, sufría dolores fuertes. Muchos pensaron que era por las condiciones de vida, la angustia, la pésima alimentación. De todas maneras, él se las ingenió para juntar cada tarde a los chicos del lugar y darles clase, para cuidar a los ancianos y a los más frágiles de salud, y hasta para organizar algunas competencias deportivas. Dicen que por primera vez en la vida violó su norma de no participar de deportes los domingos, cuando unos jóvenes estaban jugando un partido y se comenzaron a pelear; para mantener la concordia, él se ofreció como referí. Otra leyenda que corre, que no ha sido confirmada, es que Churchill consiguió su liberación a través del cambio con otro prisionero japonés. Pero que Liddell se rehusó y le cedió su lugar a una mujer embarazada.
Varios sobrevivientes (en especial los que eran niños en esos momentos) lo recuerdan con enorme gratitud. Algunos lo describen como un santo. Alguien siempre dispuesto a resignar comodidad personal, siempre sacrificándose para los demás. “Todas las tardes se lo veía inclinado sobre un tablero de ajedrez o un modelo de barco, o dirigiendo algún tipo de baile; absorto, cansado e interesado, volcando todo su esfuerzo en capturar la imaginación de estos jóvenes encerrados. Estaba rebosante de buen humor y amor por la vida, y con entusiasmo y encanto. De hecho, es raro que una persona tenga la suerte de encontrarse con un santo, pero él se acercó a eso más que cualquier otra persona que yo haya conocido” dijo tiempo después Langdon Gilkey, otro de los misioneros que logró sobrevivir a la guerra.
El 21 de febrero de 1945 escribió una carta a su esposa. Le dice que está cansado, que debe ser el exceso de trabajo, que tal vez esté a punto de sufrir un colapso nervioso. Pero que está tranquilo porque su entrega (a Dios, a su misión) ha sido total, incondicional.
Esa misma tarde a los 43 años, Eric Lidell murió. La causa no fue exceso de trabajo sino un tumor cerebral. Faltaban cinco meses para que Japón fuera derrotado y los campos de trabajo liberados. Sus restos fueron enterrados detrás del cuartel japonés. Una cruz de madera identificaba el lugar. Fueron hallados nuevamente en 1989 y se erigió una lápida para recordarlo.
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