Quizá no fueron tantas las ocasiones en las que el verdugo de Buenos Aires hubo de aplicar el brutal método del “garrote” o “torno” para dar cumplimiento a las sentencias de muerte. Se trataba de un aparato mecánico que ejercía presión sobre la garganta mediante un fierro o collar, ajustado con un tornillo contra un poste. No fue un instrumento tan usual entre nosotros, como no lo fue en absoluto el hacha para decapitar y mucho menos la guillotina, que nunca se empleó en estas tierras. La preferencia estaba puesta en la horca y, después, en el pelotón de fusilamiento.
Del garrote se esperaba que la muerte fuera instantánea (a diferencia de la lentitud de la horca) por aplastamiento del bulbo raquídeo o por corte de la médula, induciendo un coma cerebral; pero este efecto dependía tanto de la fuerza ejercida por el verdugo como de la resistencia del cuello del condenado. La experiencia vino a demostrar que la mayoría de las veces la muerte era lenta y ocurría por estrangulamiento.
A fines de 1754 el Cabildo porteño adquirió el llamado “artificio del torno”, fabricado por el maestro herrero Juan Bautista Dumison, con la esperanza de aliviar la prolongación de los padecimientos innecesarios a los ahorcados. Pero, como señalaron Enrique de Gandía y Rómulo Zabala, no existía un garrote que no causara tremendos sufrimientos a los condenados. Dijeron las actas del Cabildo que el instrumento existente en aquella época era “defectuoso” porque resultaba demasiado “estrecho” para los pescuezos en general, y no podía “acomodarse” sin ocasionar “graves molestias a los pacientes”.
En España, a partir de 1832, el garrote reemplazó a la horca como forma usual de ajusticiamiento con la pena máxima. El rey Fernando VII había decretado la abolición del ahorcamiento y la adopción uniforme del procedimiento del garrote por razones de “humanidad” y “decencia” (ya que, como digo, se juzgaba más efectivo y veloz que la horca) haciendo coincidir la munífica decisión con el “feliz cumpleaños de mi muy amada esposa la reina”. Curiosa manera de festejar un cumpleaños.
En cualquier caso, la horca volvió a ser más fulminante cuando los ingleses perfeccionaron el mecanismo, incorporando la caída más larga y el escotillón.
En cuanto a la palabra “garrote”, aludía, literalmente al principio, al palo de madera con que se apaleaba a los reos de baja condición, es decir, a “garrotazos”. Con el tiempo, la palabra persistió en la designación del nuevo instrumento letal, que más bien debía llamarse torno o tornillo.
Existían tres tipos de condena al garrote, según la gravedad del delito: el garrote ordinario para la plebe, el garrote noble para los hidalgos, y el garrote vil para los delitos infamantes. En esta última modalidad, como escarnio bien visible, el condenado era arrastrado al cadalso o llegaba montado en un burro, pero mirando hacia la cola.
Cabe recordar -pocos lo saben- que el último y frustrado virrey designado para el Río de la Plata por la Junta de Cádiz y que no pasó de Montevideo, el general Francisco Javier de Elío, fue muerto por este medio en Valencia, en 1822, acusado de absolutista.
En Buenos Aires la muerte era el castigo previsto para ciertos delitos. Se cumplía con arreglo a un ceremonial preciso y visible, bien escenificado, en lugares determinados de la ciudad donde se congregaba una multitud de curiosos. Porque se trataba de una forma de espectáculo performativo, una especie de “happening” tan morboso como el circo romano y, a la vez, explícitamente disciplinador.
UNA EJECUCIÓN SUMARIA DURANTE EL GOBIERNO DICTATORIAL DE ALVEAR
Para sostener su autoridad, el joven director supremo Carlos María de Alvear eligió el método de la dictadura militar (la primera en nuestra historia), con las invariantes típicas de censura, espionaje, delación, intercepción de correspondencia, eliminación de opositores, etcétera.
Al parecer, un intento de conspiración del cual participaba el capitán Marcos Ubeda motivó su fusilamiento sumario en la madrugada del 9 de abril de 1814, luego de un proceso que duró apenas 30 horas, aprovechando el secretismo que facilitaba la quietud de los días de la Semana Santa. El cadáver, conforme a la costumbre, fue exhibido en la Plaza de la Victoria. Si ejecutarlo fue una mala decisión, colgarlo en ese sitio fue una pésima idea.
Siendo domingo de Pascua, el vecindario se acercaba a la catedral para asistir a los oficios de la liturgia, y como el patíbulo se había levantado casi frente al templo, los devotos porteños no pudieron reprimir su horror ante el espectáculo. La aberrante exhibición de los restos de Ubeda, una persona apreciada que dudosamente hubiera provocado el derrumbe del gobierno, fue considerada una profanación de la festividad religiosa. Hasta el presbítero Julián Navarro, que ejercía el curato de San Isidro, fue arrestado durante el almuerzo por orden de Alvear, por haber expresado su repulsa a la arbitraria ejecución. En cualquier caso, como explicó el historiador Juan Canter, estos episodios, sumados a otros, como la pretensión del joven y arrogante director de que el Cabildo emitiera una proclama de condena a Artigas, o incluso su amenaza de poner a Buenos Aires bajo fuego, precipitaron su caída a fines de marzo de 1815.
El final de Ubeda, sin ser él un oficial de mayor rango ni un militar influyente, trajo consecuencias políticas insospechables, confirmando aquel dictum del Martín Fierro: que hasta el pelo más delgado/ hace su sombra en el suelo…
Otra derivación del caso fue el decreto del 25 de febrero de 1815 que, para evitar estos chocantes contrastes visuales, dispuso que las ejecuciones se realizaran en el descampado del Retiro, donde se colocó un cadalso con carácter fijo, aunque se siguió utilizando la Plaza Mayor por fuerza de la costumbre, según veremos.
LA EJECUCIÓN DE LOS HOMICIDAS MARCET Y ARRIAGA
El 20 de setiembre de 1828, el periódico porteño British Packet dio a conocer en detalle la ejecución de Jaime Marcet y de Juan Pablo Arriaga, cumplida en la Plazoleta del Fuerte cuatro días antes. Estaban acusados del crimen de Francisco Álvarez.
Alrededor de las 9:30 de la mañana, los piquetes de caballería de la Escolta y Regimiento de Colorados, más un Regimiento de Cívicos, marcharon a la plaza y formaron una fila desde la puerta del Cabildo hasta las cercanías de la fortaleza, a la vista de cuyos fosos debía cumplirse la sentencia. Alrededor de las 10:30 se abrieron los portones de la cárcel y una compañía de Granaderos del Regimiento 5º de Cazadores marchó a pie, formada en dos pelotones.
Detrás del primer pelotón iba el reo Arriaga, con la cabeza y el rostro cubiertos por un pañuelo, asistido a duras penas por frailes del convento de San Francisco. Delante del segundo cuerpo de milicias iba Marcet, a cara descubierta, más compuesto que su cómplice, con paso seguro y mirando en derredor, también asistido por frailes. El cronista señalaba que su rostro, aunque pálido -al fin y al cabo iba al cadalso- no trasuntaba ninguna emoción. Ambos se abrigaban con capotes y aferraban entre los dedos un pequeño crucifijo provisto por los capellanes quizá desde la noche anterior que pasaron “en capilla”, vale decir, en oración y esperando el alba de su último día de vida. Iban encadenados, no tanto por seguridad sino como marca de escarnio público, por lo cual la procesión caminaba a paso lento, acentuando las notas lúgubres del ritual.
Al llegar al lugar de la ejecución, se los ubicó delante de dos sillas. Antes de tomar asiento, Marcet se despidió con efusivos abrazos de algunos amigos y, a uno de ellos, le murmuró algo en voz muy baja e inaudible para el resto. El depositario del secreto se acercó, a su vez, al jefe del pelotón y algo le dijo, también en voz baja.
A las once menos cuarto sonaron los disparos de los fusiles. Arriaga cayó muerto en forma inmediata, pero Marcet no, por lo cual hubo que apelar a dos tiros de gracia definitivos. Luego, según mandaba el protocolo punitivo, los cadáveres fueron llevados hasta las horcas que se levantaron sobre un cadalso frente a la casa donde vivía la víctima del homicidio, cerca de la Recova, como señal de vindicta pública que debía, al menos, consolar a los deudos con la certeza de que había tronado el escarmiento. Los sostuvieron con sogas pasadas por las axilas y así quedaron como péndulos al sol durante una hora. Luego los bajaron y, arrojados sin mucha delicadeza sobre unos carros, partieron hacia el cementerio de la Recoleta, inaugurado seis años antes.
El cronista reparó en la inmensa multitud de curiosos, destacándose un grupo de mujeres. Todos los balcones y azoteas con vista a la plaza mayor estaban colmados. Lo cual prueba que la práctica del “voyeurismo cholulo” inclinado al morbo es de viejo arraigo entre nosotros.
En el caso de Arriaga, flotaba en el aire un sentimiento de compasión, tal vez porque tenía apenas 21 años y había llegado desde Córdoba con las expectativas de su juventud. Marcet tenía 28 años y procedía de Manresa, en Cataluña. Se dijo que ambos eran “de buen aspecto”, lo que equivalía a decir que no parecían criminales ni orilleros.
Sólo quedaba un misterio por resolver: ¿qué le murmuró Marcet al oído a su amigo? Se supo enseguida que era un pedido que venía a satisfacer la coquetería in articulo mortis del condenado: que el pelotón no le disparara a la cara, para no desfigurarlo…
LA EJECUCIÓN DEL FALSIFICADOR HENRI FLEURY
El 6 de marzo de 1830 el British Packet informó acerca de la ejecución, tres días antes, en la misma plaza, de un reo llamado Henri Fleury, acusado de falsificar billetes de banco en complicidad con otros. Esta “actividad” comenzó a verificarse en nuestro medio ni bien aparecieron los primeros billetes. Exigía un especial talento en el arte del grabado y en el purismo de los trazos caligráficos.
Desde tiempos remotos los falsificadores de moneda eran ajusticiados con mucho rigor: se decía que en la Edad Media, en algunos países, se los hervía vivos o se les vertía plomo derretido en la garganta. Dante Alighieri los ubicó en una de las fosas del octavo circulo infernal, condenados a la hidropesía que deformaba monstruosamente sus cuerpos.
El delito era considerado grave en las diferentes legislaciones, ya que defraudaba la fe pública y socavaba la confianza en la moneda, como símbolo soberano de riqueza y unidad de valor para los intercambios comerciales.
Volviendo a Buenos Aires, el cadalso de madera se levantó prontamente en horas de la mañana, frente al Fuerte, para escenificar el fusilamiento y el posterior colgamiento del cadáver en la horca. Se hizo presente una parte del regimiento nº 6 de Caballería, una compañía de Cívicos y, a diferencia del caso anterior, hubo dos bandas de música.
Cuando el reloj del Cabildo marcó las 10 de la mañana, se abrieron los portones del presidio detrás de las arquerías del edificio y apareció el condenado, a la cabeza del cortejo, escoltado por la milicia y flanqueado por un fraile. Fleury llevaba en las manos un crucifijo e iba engrillado a la altura de los tobillos, pese a lo cual intentaba caminar con firmeza y algo de garbo. Estaba notoriamente pálido (nuevamente, no iba a una fiesta) pero contenía sus emociones lo mejor que podía. Vestía levita y pantalones blancos, y se cubría la cabeza con un sombrero.
Una vez llegados al sitio de la plazuela del Fuerte, donde hoy se alza el monumento ecuestre al general Manuel Belgrano, se encendió una hoguera delante del cadalso. Si algún curioso pensó que era a causa de frío, pronto habrá advertido que, en rigor, era parte sustancial del rito, porque en ese fuego se fueron quemando, uno a uno, los billetes falsificados: la prueba del delito.
El periodista inglés observó la actitud de Fleury durante la quema del producto de su industria ilegal, anotando que permaneció de pie, tranquilo y con mucha presencia de ánimo. Por momentos se quitaba el sombrero y se arreglaba los cabellos, como esperando la conclusión de la ceremonia en aquella plazoleta sin adornos. Sólo en una ocasión se dio vuelta para mirar, por última vez, los muros y los bastiones del Fuerte que estaba a sus espaldas, pero lo hizo con aparente indiferencia. Quizá su mente ya estaba en otro mundo.
Consumida la hoguera, lo ayudaron a sentarse sobre un banco de madera cerca del foso y entonces sacó de su chaqueta un papel que entregó a un caballero. A su pedido, no le vendaron los ojos y murió sin quebrantarse, a la primera descarga de los fusiles. Los tambores batieron sus parches y la banda empezó a sonar. Hasta allí, todo había ocurrido con bastante estilización.
Pero el cuerpo chorreaba mucha sangre y debió ser rápidamente colgado en la horca ya dispuesta. Como en el caso que relatamos antes, había mucho público, incluyendo una gran cantidad de mujeres en los balcones y en las azoteas.
El condenado era francés y tenía 26 años. Llamó la atención que, al salir del calabozo, entregó a los presentes varios papeles escritos de su puño y letra (como buen falsificador, debía tener una prolija caligrafía): era un mensaje, una suerte de proclama póstuma a los ciudadanos argentinos, donde mencionaba que en la reciente guerra contra el Imperio del Brasil (la paz se había concertado en 1828) había arriesgado su vida al servicio de nuestro país, y que, como toda recompensa, iba ahora a ser ejecutado. Negaba indirectamente la autoría del delito y censuraba la arbitrariedad de sus jueces.
También había dirigido, poco antes, una carta al director de El Lucero, para expresar su gratitud hacia el abogado defensor, que era el experimentado Cayetano Campana (en realidad su apellido irlandés era “Campbell”, como su hermano Joaquín, que fue fiscal y partidario de Saavedra en la asonada de 1811), antiguo juez y diputado, quien no le cobró honorarios. Debió trabajar arduamente en la defensa porque el proceso duró 14 meses. Pero fue en vano, pues su condición de reincidente no dejaba muchas vías para obtener el perdón, como sí había ocurrido en 1824 con el primer falsificador de billetes emitidos por el Banco de Buenos Aires, un tal Marcelo Valdivia, a quien se le conmutó la pena por ocho años de presidio y destierro de por vida, debido a su corta edad y por ser primerizo en el delito; aunque quedó escarnecido delante de los vecinos, sentado varias horas en la Plaza de Mayo, con los billetes colgados al cuello y un letrero que decía “por falsificador”. En ese caso se inspiró un relato novelado que apareció en Caras y Caretas en 1912.
El memorialista Eduardo Wilde contó en “Buenos Aires desde setenta años atrás” el corolario de esta historia: Valdivia reincidió en el mismo delito, falseando una orden de libertad con la cual regresó a Buenos Aires. Pero la pieza no era de tan buena factura como sus anteriores trabajos y, esta vez, fue condenado a muerte sin apelación.
EJECUCIONES RESONANTES EN TIEMPOS DE ROSAS
Enumerar la cantidad de ejecuciones en tiempos de Rosas podría inducir a más que este breve articulo. El imperativo de la restauración del orden reclamaba una justicia severa que Rosas se encargó de sobreactuar, en ocasiones. Hubo algunos casos más resonantes que otros, en razón de quienes fueron los condenados.
1.Los hermanos Reinafé y Santos Pérez
El 25 de octubre de 1837 se llevó a cabo la sentencia de muerte sobre dos de los cuatro hermanos llamados originalmente Queenfaith, pero rebautizados en español como Reinafé (uno ya había muerto en prisión y otro había escapado al arresto cruzando a la otra orilla del Plata) y el capitán Santos Pérez (ejecutor material del crimen imputado), traídos desde Córdoba en virtud del Pacto Federal, y acusados por el Restaurador del asesinato de Facundo Quiroga. Aunque habían sido absueltos en su provincia, debieron afrontar un nuevo y largo juicio en Buenos Aires.
Los tres condenados fueron fusilados y sus cuerpos colgaron de un patíbulo ante las arquerías del Cabildo durante varias horas, como los retrató una impactante litografía salida de las prensas del grabador César Hipólito Bacle y dibujada por su esposa, la muy competente artista Andrea Bacle Macaire.
2. El teniente coronel Ramón Maza
Otra ejecución, en este caso sumaria, recayó sobre el teniente coronel Ramón Maza, quien encabezó una conjura fallida contra Rosas en 1839. Era hijo de Manuel Vicente Maza, presidente de la Sala de Representantes y antiguo federal por quien el gobernador sentía respetuosa estima.
Para poder prorrogar una licencia en la capital y articular las maniobras conspirativas, el joven militar adelantó su casamiento. Como lo demostró Adolfo Saldías, Rosas conocía los detalles de la rebelión casi desde el comienzo, y hasta ironizó delante de Manuelita acerca de la rareza de aquella boda sospechosamente apurada, hecha “a vapor”, como la calificó.
Delatado el complot y tras el asesinato del Dr. Maza -en el cual nada tuvo que ver Rosas, quien intentó salvar a su viejo camarada federal-, en la noche del 27 de junio de 1839, su hijo Ramón fue fusilado en la misma cárcel pública, en horas de la madrugada.
Los cuerpos de ambos fueron apilados en un carro y llevados al cementerio de la Recoleta sin protocolo. Otros conjurados fueron absueltos por intercesión de Manuelita Rosas y por consideración hacia los padres de aquellos jóvenes conspiradores, entre los cuales se hallaba Carlos Tejedor. Lo cual mueve a pensar si, de haber sobrevivido el Dr, Maza ¿hubiera Rosas perdonado al hijo?
El último caso que vamos a comentar es, quizá, el más conocido y que mueve a mayor condolencia: la muerte, en 1848, de Camila O´Gorman y de su concubino, el cura tucumano Ladislao Gutiérrez, fugitivos en Corrientes y denunciados por el padre de la joven.
Adolfo Saldías señala que la niña era dada a los devaneos de lecturas mundanas que estimularon en ella la creencia de que las costumbres tradicionales de su entorno eran ridículas. Sin duda las echó por la borda con el escándalo de su propia aventura prohibida, en una sociedad apegada a las apariencias. En cualquier caso, el frío juicio de Saldías, aún en su certeza, descuida un hecho evidente: que Camila estaba enamorada de Gutiérrez y dispuesta a seguirlo hasta el fin del mundo, aunque infringiera la ley. Su historia desgraciada recapitula, en el escenario rioplatense y punzó, otras tragedias de amor como la de Abelardo y Eloísa, Paolo y Francesca de Rímini o Romeo y Julieta.
La crónica escrita por Manuel Bilbao en base al testimonio del comandante Antonino Reyes (“Vindicación y memorias de don Antonino Reyes”, 1883) sigue siendo, a mi juicio, el relato más cercano a los hechos.
Reyes era el jefe del campamento de Santos Lugares, adonde llegaron los reos una tarde a mediados de agosto de 1848, entre de una multitud de curiosos que querían verlos, aunque nada podían ver, ya que las carretas venían cubiertas por toldos. Mientras se aguardaba al alcalde, Reyes hizo alojar a Gutiérrez en el calabozo, y a Camila en el local donde se decía la misa a los presos, el cual amuebló con un catre, una mesa y dos sillas.
Ni bien entró en su alojamiento, la joven manifestó sentirse enferma. Reyes describió su penoso aspecto: “Su cutis estaba empañado, su semblante demacrado. Se conocía que había llevado una vida agitada y llena de trabajos. Su peinado estaba descuidado, y toda su persona se resentía de cierto abandono, producido quizá por la vida que había tenido que llevar…” A pesar de estos deterioros, se la notaba con soltura en la conversación, fruto sin duda de su inteligencia y su crianza.
El comandante se dio a conocer y le preguntó qué cosa podía ofrecerle. Ella respondió que deseaba comer algo, pero que no fuera la comida ordinaria del presidio. Reyes la tranquilizó y le hizo traer su propia comida. Con preocupación algo infantil, Camila preguntó si Rosas estaba muy enojado con ella. Y también le habló de su amistad con Manuelita, un dato que Reyes iba a tratar de utilizar para favorecer la suerte de la detenida, aunque sin éxito.
Hasta ese momento el comandante había evitado cumplir con la orden de ponerle grillos en los tobillos, pero pronto debió mandar que así se hiciera, aunque su permanente sentido de humanidad hizo que se escogieran los más livianos y que se forraran con orillo para no lastimar los pies de la joven.
Bilbao señala que luego de estas diligencias carcelarias, reinaba silencio en el campamento, aunque en Palermo, la suerte de los reos estaba ya echada. Al caer la noche se presentó un correo ante el cuarto que ocupaban Reyes y Beascochea. Tras la lectura del mensaje, el primero “se quedó como petrificado”: era la orden perentoria de fusilamiento.
Rosas instruyó de puño y letra que el cura Rivas de Santos Lugares y su reemplazante Castellanos prestaran los auxilios espirituales a ambos, que el cuartel fuera puesto en incomunicación absoluta, y que fueran fusilados a la hora acostumbrada, que era las diez de la mañana del día 18 de agosto. En la misma carpeta, Reyes era reconvenido por sus demoras en finiquitar el asunto.
Sin embargo Reyes apeló al último recurso que le inspiraba su compasión: le escribió a Manuelita explicando la situación y, según Bilbao, agregó, como piadoso y desesperado argumento, que Camila estaba encinta. He allí el origen de esta versión nunca confirmada.
El mensajero llegó pronto a Palermo pero el oficial de guardia que recibió la misiva la entregó directamente a Rosas, quien la leyó y la devolvió al remitente, formulándole fuertes cargos por insistir en la demora. Ya nada más podía intentarse.
Comunicada a los reos la sentencia, se presentaron los dos sacerdotes para administrarles el sacramento de la confesión. ¿Quizá haya sufrido más la conciencia del seductor Gutiérrez, enterado de que su amada iba a morir, como él, y, en gran medida, a causa de él?
Los ejecutores colocaron a los condenados en sillas separadas llevadas a pulso y escoltadas por una compañía al mando de don José Gordillo, acompañada por la banda de música. Camila y Gutiérrez llegaron hasta los banquillos, ubicados en el extremo del patio de lado este de la cárcel. Allí los fulminó la descarga de los fusiles.
Reyes, visiblemente contrariado, resolvió retirarse a su habitación para no presenciar el fusilamiento, pero tomó luego la precaución de hacer colocar los cadáveres en un mismo ataúd, con un tabique divisorio interno, y mandó darles sepultura. Años más tarde, los restos de Camila fueron llevados a la tumba familiar, en la Recoleta.
Para el gobierno, el delito era de una gravedad extrema a la luz de las leyes civiles y eclesiásticas (seducción de doncella en el caso del presbítero, y unión sacrílega en ambos) y una comisión de juristas que convocó Rosas se expidió de modo categórico por el castigo más severo, con la sola excepción del Dr. Lahitte.
Sin embargo, no cabe duda de que la pena capital fue un acto de excesiva dureza, al menos para la joven, y atrajo sobre Rosas una ola de desprestigio entre su propio circulo, en un momento en que los ánimos parecían encaminarse a la tranquilidad pública, según Saldías. Por su parte Bilbao escribió, con razón, que “más le valía a Rosas el haber perdido una batalla que el haber hecho fusilar a Camila…”
¿Bastaba con una reclusión perpetua para los dos culpables? Así se dijo en Buenos Aires. Pero Rosas estaba convencido de la necesidad de una pena ejemplarizadora -incluso antes de conocer el dictamen de los juristas-, entre otras cosas para respaldar su propia autoridad, burlada ante la sociedad por los amantes en fuga. Nunca negó su responsabilidad en la decisión.
LOS POBLADOS DE CAMPAÑA, SIN CURA NI VERDUGO
Llámese procedimiento, llámese rito, la aplicación de la pena de muerte incluía a dos actores irreemplazables: el verdugo, verdadero ejecutor cuando no había pelotón de fusilamiento; y el cura o capellán, que proveía al reo los últimos consuelos espirituales de la religión y, acaso, la ocasión de enmienda tardía, cuando ya no había tiempo de salvar la vida, pero sí el alma.
Sin embargo estos dos recursos humanos no siempre ni en todas partes estaban tan disponibles como en la capital y, quizá, esa indisponibilidad haya sido en más de una ocasión la coartada ideada por abogados defensores y jueces de paz más blandos, para atrasar el suplicio capital.
¿Qué ocurría en los poblados de la campaña bonaerense? Veamos dos casos curiosos de época posterior a la caída del gobierno de Juan Manuel de Rosas, cuando Buenos Aires era un Estado separado del resto del país.
El 12 de junio de 1858 a las diez de la mañana debía cumplirse en Monte la sentencia de muerte de Facundo Díaz, condenado por una muerte alevosa. Pero he aquí que el Procurador de Pobres pidió que, por humanidad, y atento a que el crimen había sido cometido en estado de ebriedad, se conmutara la pena. Como el Gobierno negara la súplica, el defensor lo reiteró, añadiendo ahora un ingenioso argumento, sino salvador, al menos dilatorio: no había verdugo en el pueblo. Solicitaba en consecuencia que se impusiera al reo la pena de presidio y servicio personal en él.
El asesor del Gobierno, que era el avezado jurista Dalmacio Vélez Sársfield (el autor, años después, de nuestro Código Civil) recomendaba, a su turno, que por un salario determinado hiciera las veces de verdugo uno de los reos de delito capital que estaban todavía en la cárcel.
Al final, prevaleció la compasión y se le conmutó al condenado la sentencia de muerte, por ocho años de presidio, con la obligación anexa de trabajar como pregonero y…¡como verdugo!
Otro caso, anterior, ocurrió en junio de 1855 cuando el juez de Paz de Tandil avisó al Gobierno que, no habiendo sacerdote en aquel pueblo, no podía ser ejecutado en tiempo y forma el reo Tomás Ordoñez, puesto que no podía recibir los auxilios de la religión en el trance final. Decía el funcionario local que había recurrido al cura vecino de Azul y que éste le respondió que se hallaba indispuesto e imposibilitado de trasladarse. Quizá fuera una excusa piadosa para dilatar la sentencia y lograr su permuta.
El asesor del Gobierno, que ya era Vélez Sarsfield por designación del gobernador Pastor Obligado, recomendaba que se buscara al cura que residiera más cerca de Tandil y se lo hiciera pasar de inmediato a esa localidad, para cumplir su misión espiritual junto al condenado, o que concurriera el cura de Dolores; o, más aún, que el cura de Tandil, que estaba en Buenos Aires, volviera a su curato y diera cumplimiento a su deber capellánico.
Final de la historia: se resolvió que los tres sacerdotes mencionados asistieran como triunvirato al patíbulo. Obviamente, el Gobierno quería asegurarse de la ejecución de la sentencia sin más excusas ni demoras.
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