El 31 de julio de 1892 apareció en la sección local de la revista “La Perla del Plata” (fundada y dirigida por el sacerdote lazarista francés Jorge María Salvaire, el creador de la basílica neogótica dedicada a Nuestra Señora de Luján) una nota acerca del “gran megaterio” hallado en esa ciudad a finales del siglo XVIII y llevado a Madrid.
Aclaremos, de entrada, que el megaterio era un mamífero prehistórico de gran tamaño -de ahí la palabra griega que lo designa como “gran bestia”-, emparentado con los actuales perezosos. No era, pues, un dinosaurio, como algunos creen.
Perteneció a la llamada megafauna del período Pleistoceno. Vale decir que habitó las pampas en edades muy anteriores a la aparición de los gauchos. Si bien era un cuadrúpedo, la evidencia de sus huellas fósiles y los análisis biomecánicos inducen a pensar que podía asumir posturas adaptadas a la bípeda estación. ¿Tuvo una alongada lengua? Quizá la tuvo.
UNA OPERACIÓN DE MEMORIA LUJANENSE
La idea de rememorar aquel episodio arraigado en la memoria colonial del poblado vino a la mente del dinámico capellán, que antes había sido misionero en tierras de indios, a raíz de un comentario aparecido en el diario La Razón de Luján que reproducía, a su vez, un grabado de la revista “La Ilustración Española”, en el cual se representaba al esqueleto fósil, según era exhibido en el Museo de Ciencias Naturales de Madrid para asombro de los visitantes, y que había sido extraído en 1787.
A juicio de Salvaire, el epígrafe no era adecuado para “un objeto en alto grado interesante para la ciencia”. Agregaba que él mismo había podido admirar el esqueleto “notabilísimo” en aquel museo español y que, dado que poseía documentos al respecto, creía oportuno añadir algunos datos respecto del colosal animal prehistórico “en atención a que él procede de esta localidad” (se refiere a Luján) y que la difusión de mayores detalles del espécimen redundaría en la “mayor fama de nuestra ilustre Villa”.
En ese sentido y consistente con su agenda pastoral en favor de la celebridad de la Villa de Luján, el sacerdote-cronista desplegaba una ingeniosa operación mediática, orientada no sólo a satisfacer la curiosidad histórica de los lectores, sino, a la vez y principalmente, a fortalecer la identidad de esa ciudad con abolengo, que era sede de la devoción mariana más importante de la Argentina.
ACERCA DEL ENORME ESQUELETO PREHISTÓRICO
Salvaire relataba que ya antes había leído acerca del megaterio en una nota del tomo IVº de la “Revista de la Biblioteca Pública de Buenos Aires”, que dirigía el historiador, coleccionista y archivista Manuel Ricardo Trelles, y que, hallándose de paso por Madrid en 1886 (recordemos que hablaba un casi perfecto castellano pues su madre era española) tuvo la curiosidad por conocer el fósil, que le recordaba su terruño adoptivo bonaerense. Allí se dirigió, a la calle de Alcalá nº 17, y en la sala séptima del piso segundo se paró ante el vertebrado argentino extinguido, que ocupaba el centro del local. Medía 5 metros de largo por 3,5 metros de alto y debía pesar unas tres toneladas. Todo ello conduce a equipararlo en volumen más o menos a los elefantes de la actualidad. La palabra “megaterio” le habrá parecido ajustada al enorme tamaño del ejemplar, contenido en un escaparate todo cerrado por cristales.
Un letrero explicaba su origen: había aguardado su turno durante miles de años, soterrado en la barranca del río Luján. A Salvaire le resultaba un lugar familiar, porque agregaba que el sitio exacto del hallazgo era a poca distancia más arriba del molino de los señores Jáuregui, pero no en la Cañada de Rocha, como erróneamente decía La Razón.
Quien ha pasado a la historia como su descubridor fue el dominico fray Manuel Torres, residente en el convento de Buenos Aires, pero nacido en la Villa de Luján en 1750, hijo de los primitivos pobladores don Tomás de Torres y doña Luisa de Alvarado.
Fray Manuel lo encontró en 1787, en el transcurso de unos trabajos en la ribera del río Luján, aunque es probable que el hallazgo directo lo haya realizado algún paisano, quien lo puso en conocimiento de los magistrados locales y éstos, a su vez, requirieron la concurrencia del fraile (que alternaba temporadas en su pueblo natal con su residencia en Buenos Aires), como persona más versada en cuestiones de ciencia.
Éste, advertido de la relevancia del asunto, lo comunicó de inmediato al virrey Marqués de Loreto, enviándole dos dientes molares (que al parecer estaban sueltos) y solicitándole la merced de un dibujante para que copiara el esqueleto, antes de removerlo del talud de su hallazgo, “a fin de que se diese al público esta maravilla y providencia del Señor”, según las mismas palabras del fraile advenido en paleontólogo, que cita Salvaire. El dibujante comisionado fue Francisco Javier Pizarro, oficial del Real Cuerpo de Artillería.
Lo notable del caso es que el virrey no demoró más de un día en responderle al fraile descubridor: los aires del iluminismo peninsular, aunque tenues, soplaban también en estos remotos dominios de ultramar, y, mal que le pese a la historiografía liberal que fundaron Vicente Fidel López y Bartolomé Mitre, no todo fue oscurantismo en nuestra Patria anterior a 1810.
Era la primera vez que se tenía noticia de semejante criatura. Y es de imaginar el asombro que habrá causado en la cuadrilla de operarios que se topó con sus huesos.
El Virrey decidió que el esqueleto debía ser remitido al rey Carlos III, el monarca ilustrado de la Casa de los Borbones, quien quedó muy admirado, lo mismo que los sabios y burócratas de la Corte, no menos ilustrados aunque escasamente informados de la supervivencia de la especie en cuestión, como surge de la carta del ministro Antonio Porlier, quien pedía al virrey del Plata que averiguase “si en el partido de Luján o en otro de este virreinato, se puede conseguir algún animal vivo, aunque sea pequeño, de la especie del dicho esqueleto, remitiéndolo vivo si pudiese ser, y, en su defecto, disecado y relleno de paja…”
En mayo de 1788 salieron de Buenos Aires los cajones con el esqueleto convenientemente acolchonado en montones de paja, con destino al Real Gabinete de Ciencias Naturales de Madrid, adonde llegaron en septiembre.
El armado del megaterio fue una maniobra museográfica pionera y muy delicada que ejecutó el artista y disecador Juan Bautista Brú de Ramón (1740-1799), quien se hallaba a cargo del Gabinete Real madrileño. Además de aguzar la imaginación para ensamblar los huesos en una pose más o menos “vívida”, lo dibujó en cinco planchas que grabó Manuel Navarro, y lo describió en detalle, todo ello en 1789.
Gerardo De Iuliis, Sergio Vizcaíno, Richard Fariña y M. Susana Bargo han señalado en “El legado del megaterio” que la postura que le asignó Brú de Ramón es incorrecta. Aunque debe tenerse presente que era la primera vez en la historia de los museos que se manipulaba de este modo un gran esqueleto fósil de un vertebrado extinguido.
INTERÉS DE LOS NATURALISTAS POR EL MEGATERIO DE LUJÁN
Georges Cuvier, informado por un compatriota que venía de Santo Domingo y pasaba por Madrid, se ocupó del megaterio de Luján con sumo interés, ponderando la integridad y el buen montaje de la osamenta en una primera conferencia académica en 1796 (donde lo bautizó científicamente como Magatherium americanum) y, luego, en 1804, en sus Recherches sur les ossements fossiles des quadrupèdes (Investigaciones sobre las osamentas fósiles de los cuadrúpedos).
Lo calificó como el fósil de mayor talla y rareza hasta entonces conocido. Para ello se basó en los dibujos de Brú, intentando reelaborar la apariencia y la adaptación del animal a partir de esta pobre iconografía y aplicando brillantemente una matriz de anatomía comparada. Aunque al comienzo supuso que, a semejanza de los modernos perezosos arborícolas, utilizaba sus garras para trepar a los árboles en busca de alimento, luego conjeturó que con ellas cavaba túneles en la tierra, más bien como un enorme topo. Una polémica posterior de Cuvier con su colega Saint-Hilaire puede leerse en el trabajo de Fernando Ramírez Rozzi e Irina Podgorny La metamorfosis del megaterio, publicado en 2001.
Según los investigadores Ricardo Pasquali y Eduardo Toni, fue el primer vertebrado fósil montado para ser exhibido, y el primer mamífero fósil proveniente de América que fue designado con un nombre científico.
Por su parte, el erudito español José Garriga (o Garrica) le dedicó un opúsculo en 1796 titulado “Descripción del esqueleto de un cuadrúpedo muy corpulento y raro que se conserva en el real gabinete de Historia Natural de Madrid” (1796). Años más tarde, en 1818, se ocuparon de él también M. M. Pander y d´Alton.
Salvaire informaba que, entre nosotros, había sido publicado un texto de Juan María Gutiérrez en el “Museo Americano”, incluyendo una lámina ilustrativa cuya autoría había sido atribuida al ingeniero, militar y cartógrafo portugués Custodio de Sáa y Faría, quien había llegado al río de la Plata capturado por la expedición de don Pedro de Ceballos y aquí decidió permanecer al servicio de la corona española (aunque no faltó quien pensara que se trataba de un espía de Portugal). Curiosamente, iba a terminar sus días como jubilado en Luján, desde 1791, razón por la cual, quizá, la Villa le resultaba familiar.
Finalmente, el erudito Manuel Ricardo Trelles (se dijo de él que podía recitar la biografía de cada uno de los acompañantes de Juan de Garay en 1580, o que podía reconstruir de memoria el plano colonial de Buenos de Aires) publicó la completa nota citada al comienzo bajo el titulo de “El Padre Fray Manuel de Torres”, junto con las láminas realizadas en 1787 por Pizarro, que se delinearon previo a la remoción del esqueleto de su yacimiento.
Una palabra merece un libro reciente de F. Agnolín, A. Agnolín y E. Guerrero, editado por la Fundación Azara en 2021 con el título de “Tras las huellas del megaterio: plantas y animales que la última extinción olvidó”. Si bien no se ocupa específicamente del megaterio de Luján, ilustra al lector, entre muchas otras cosas, acerca del rol desempeñado por la megafauna de mamíferos herbívoros en la organización de los ambientes. La pregunta que plantean, al final, es inquietante: ¿los necesitamos nuevamente?
En suma, me parece acertada la frase de los ya citados investigadores De Iuliis, Vizcaíno, Fariña y Barco, cuando dicen: “No es común que un solo animal pueda hacer tantas y tan profundas contribuciones en el campo de las ciencias biológicas. Es aún menos común que esto ocurra cuando el animal es conocido únicamente como fósil…”. Nuestro megaterio cumplió con creces su papel en la historia de la ciencia.
UNA ANÉCDOTA PERSONAL DE SALVAIRE... Y EL ORGULLO PALEONTOLÓGICO LUJANENSE
Concluía Salvaire con una anécdota personal, que, de paso, halagaba la cultura de sus compatriotas franceses y, a la vez, rendía homenaje a su identidad de adopción: “Cuando fui a visitar en el Museo de Madrid el colosal megaterio, la primera impresión que experimenté fue la del asombro. A mi lado estaba un naturalista francés ocupado en diseñar [ dibujar ] el esqueleto, prorrumpiendo de vez en cuando en exclamaciones de admiración. Al cabo de un rato se dirigió a mi diciéndome que, a tener los medios, él quisiera emprender el viaje hasta Luján para estudiar detenidamente el terreno en que se había descubierto ese fósil, el más interesante de cuantos existen o al menos se conocen. Y como le contestase que tenía, desde hace muchos años, mi residencia en la misma Villa de Luján, y que era cosa frecuente que los paisanos hallasen huesos parecidos, el me miró con ojos de asombro y me dijo: -Pues yo le envidio su suerte, porque si las cosas son como Usted dice, esa Villa de Luján merece el titulo de capital del mundo geológico…-”
Sin duda, con esta caracterización de la riqueza paleontológica de Luján, tanto Salvaire como su asombrado interlocutor (real o imaginario, poco importa) anticipaban los hallazgos lujanenses de Francisco Javier Muñiz y de Florentino Ameghino, este último, vecino de aquel poblado durante su infancia y adolescencia.
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