El miércoles 11 de noviembre de 1609 fue día de fiesta en Buenos Aires. Se celebraba al santo patrono de la ciudad, San Martín de Tours. En su honor, luego de la procesión, se realizó la primera corrida de toros en la plaza mayor que se debió desmalezar. El espectáculo se repitió los dos días siguientes. Fue una función gratuita para todos los porteños, que debieron llevarse los tablones para poder sentarse. En un costado se podía ver cómo avanzaban las obras de construcción del Cabildo, que se habían comenzando el año anterior.
Porque si de obras públicas se trataba, el deplorable estado de las calles de la ciudad, todas de tierra, llenas de basura, de restos de animales, se transformaban en lodazales infranqueables cuando llovía.
Se necesitaban recursos para empedrar
El virrey Juan José Vértiz, que conocía muy bien la ciudad por haber sido su gobernador entre 1770 y 1776, fue el primero en 1783 en comenzar un plan de obra de empedrado de la metrópoli. Lo inició por la cuadra de Bolívar, entre Alsina e Yrigoyen. Fue con fondos del gobierno pero también con el aporte de los vecinos de esa cuadra.
Este funcionario fue el de la idea de linquear las corridas con fines económicos específicos. Lo recaudado se iba a destinar para el alumbrado, el mantenimiento de las calles o para instituciones siempre necesitadas, como los Niños Expósitos.
No fue sencillo fijar un calendario. Vértiz, cuando determinó que se corrieran toros las tardes de todos los días festivos desde el día de San Martín de Tours hasta carnaval, el obispo puso el grito en el cielo. El prelado se quejó de que la gente no iría a misa. Debió mediar el propio rey.
A Nicolás Antonio de Arredondo, quien fue virrey entre 1789 y 1795, le solicitaron autorización para la construcción de una plaza de toros. Mientras las autoridades no dieron el visto bueno, igual se hacían en distintos lugares del Interior, pero clandestinas. Arredondo, previa consulta al Cabildo, aprobó la construcción y fijó que parte de lo recaudado fuera a las obras de empedrado de la ciudad.
El carpintero Raimundo Mariño tuvo a su cargo la construcción. Arregló pagar la obra de su bolsillo, con la condición de cobrar un canon por cada corrida.
El lugar elegido fue el “hueco de Monserrat”, un baldío determinado por las actuales Belgrano, Lima, Moreno y Bernardo de Irigoyen. Era una plaza rectangular, con capacidad para 2000 personas. Como palco para las autoridades se usaron los balcones de la casa de la familia Azcuénaga, que vivían muy cerca de la llamada “Calle del pecado”.
La recaudación se dividía en tres: una para el constructor, otra para los que proveían los animales y la tercera para las obras de empedrado.
Se inauguró el 14 de octubre de 1791. Había funciones los días festivos y la actividad se suspendía en enero y febrero, porque los obreros y jornaleros debían dedicarse por entero a levantar las cosechas.
Siempre hubo roces con la Iglesia, que insistía en recortar los días de corridas. La otra parte argumentaba que si no había espectáculo, esa gente terminaba borracha en alguna pulpería.
Lo que cambió, para peor, fue el barrio. Aparecieron los corrales para animales, las pulperías, las “casas de mala fama”, las apuestas, las peleas, el pánico cuando algún animal corría sin control por las calles, y un ambiente en el que no era recomendable caminar cuando bajaba el sol.
Los vecinos se habían ilusionado con la idea de que la zona dejaría de ser uno de los puntos de reunión de las carretas, pero vieron que el panorama empeoraba. De todas formas, para las grandes ocasiones, como coronaciones, o la llegada de un funcionario importante, las corridas se siguieron haciendo en la plaza mayor. Armaban la arena volcada hacia el cabildo, para que las autoridades usasen el balcón del primer piso para presenciar el brutal acontecimiento. El propio Cabildo contrataba a gente para armar las gradas, y vendía las ubicaciones.
Para algunos, el espectáculo valía la pena. Comenzaba a la mañana, con toreros improvisados que se ofrecían voluntariamente y que tenían prohibido matar al animal. Luego, aparecían montados a caballo los toreros profesionales, luciendo sus mejores galas.
Tras algo más de un centenar de corridas, fue el virrey Avilés que terminó cediendo a la presión de los vecinos, cansados de los delitos, la suciedad y de los animales muertos que nadie recogía, y ordenó la demolición, que se hizo desde octubre de 1799 a julio de 1800.
La segunda plaza fue más importante. Los hermanos Francisco y José Cañete -que en 1811 construirían la Pirámide de Mayo- fueron los encargados de levantar una estructura diseñada por el arquitecto y marino español Martín Boneo y Villalonga, quien además fue el responsable del diseño de la Recova y del Teatro de Comedias. Se levantó en un terreno delimitado por la actual avenida Santa Fe y las calles Maipú y Marcelo T. de Alvear. De forma octogonal, diseño morisco y con ladrillos a la vista, tenía capacidad para diez mil espectadores.
Incluía anchas gradas, una doble galería de palcos, algunos de ellos separados, cerrados con una puerta y una capilla.
La calle Florida desembocaba en la entrada del complejo y era la vía de acceso a los que venían “del centro”. A raíz de la cantidad de gente que concurría a las corridas ”eran días de excitación y movimiento en la ciudad”, describe José Antonio Wilde quien la empedró, por eso se la conocía como la calle “Del Empedrado”. Se debía pasar el puente construido sobre el Zanjón de Matorras, en la actual esquina de Florida y Viamonte. La entrada costaba quince centavos.
Las mujeres no concurrían, salvo que lo hiciera la virreina. Ellas solían mostrarse en los alrededores de la plaza. Los que vivían a lo largo de Florida, se asomaban a los balcones o a las ventanas, y el personal doméstico lo hacía desde la puerta de calle para ver quiénes eran los que iban.
Hasta su prohibición, las corridas de toros fueron el principal espectáculo deportivo que tenían para disfrutar los que vivían en la ciudad. Hubo toreros de fama bien ganada. Wilde recordaba al Ñato, un hombre de avería, con muertes en su haber, que terminó muerto junto a su caballo luego de una fatal cornada. Hubo otros como Juan de Villa, Roque Chiclana y hasta un bravo granadero, Juan Lavalle, que hacía gala de su valor.
El lugar fue escenario de cruentas luchas contra los ingleses durante la segunda invasión. Después de 1810, su actividad decayó porque comenzó un rechazo a todo lo español.
El 10 de enero de 1819, durante el directorio de Juan Martín de Pueyrredón, se llevó a cabo la última corrida. Las instalaciones ya estaban muy descuidadas y los especialistas consultados dictaminaron que se necesitaba una fortuna para los arreglos. Se la demolió y los ladrillos se usaron para la construcción de cuarteles en el lugar. Las corridas en el Interior continuaron y se llegó a torear protegiendo las puntas de los cuernos de los toros con cueros para evitar que lastimasen al torero. Finalmente, el 4 de enero de 1822, el gobernador Martín Rodríguez las prohibió, salvo que se obtuviese un permiso de la policía, aunque en forma clandestina se hacían en algunos lugares de la provincia. Ya desde entonces, ante una prohibición, se hallaba la forma de hacerle un “ole”.
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