Quizá sea una impresión subjetiva, pero pareciera que durante estas fiestas navideñas no hubo el alarde de pirotecnia estruendosa que solía haber en años anteriores. De hecho, las estadísticas recientes indican un menor número de accidentes derivados del uso de estos artificios. ¡Enhorabuena! Quizá llegue el día en que la algarabía humana deje de atormentar con el estampido de cohetes y petardos, cada noche del 24 o del 31 de diciembre, a pájaros, a mascotas, a enfermos (terminales o no) y a vecinos que no desean participar compulsivamente de la ruidosa fanfarria.
La pirotecnia, sea legal o clandestina, no es en Buenos Aires cosa del presente ni mucho menos. Y los accidentes asociados a ella tampoco lo son. Repasando las crónicas del ayer porteño, hallamos un caso resonante y mortal del cual nos separan 101 años. No se trató del uso torpe de los explosivos navideños, sino de su producción ilegal.
Ocurrió en octubre de 1920, en una fábrica no autorizada que manufacturaba una variedad de pirotecnia, fuegos de artificio y los llamados “fósforos japoneses”, situada en la calle Bacacay número 5215 del barrio de Liniers en la Capital.
El propietario, llamado José Valtón, empleaba allí a su hijastro Nicolás Pérez y a una docena de obreras, la mayoría de ellas menores de edad. Mujeres y menores, dos reiteradas marcas epocales del empleo fabril en un rubro donde no hacía falta la fuerza masculina para desplazar grandes pesos o para maniobrar con pesadas maquinarias. Materiales livianos en manos femeninas, he allí el formato productivo del ramo, muy similar a la fabricación de fósforos o de cigarrillos que, por entonces, también utilizaba la energía laboral de las mujeres y hasta de los niños.
Previsiblemente, y también es una nota de época, las condiciones de seguridad del lugar eran virtualmente nulas. El descuido de una de las cuatro jóvenes operarias que maniobraban la línea de montaje artesanal en el mismo y estrecho espacio habrá dejado caer, quizá, una mecha encendida, o habrá provocado un chispazo, que no tardó en producir una instantánea y terrible explosión. Y luego, el Infierno dentro de una trampa mortal inundada de pólvora y papel, con mucha madera y sin ventanas.
Según la crónica de la revista Caras y Caretas, el dueño, buscando la impunidad del sigilo, tenía la costumbre de cerrar herméticamente la puerta del establecimiento clandestino, razón por la cual las víctimas no pudieron escapar del interior del local, el cual fue prontamente tomado por las llamas y su acción devoradora de elementos combustibles.
Algunos vecinos acudieron con prisa y, desde el núcleo del fuego abrasador, aún se escuchaban los gritos de las pocas sobrevivientes, en medio de las detonaciones, el humo y el derrumbe de las frágiles paredes.
El episodio trágico tuvo su cuota de heroísmo femenino: una de las obreras, de nombre Antonia Parodi Pérez, haciendo gala de una enorme presencia de ánimo, pudo comenzar a golpear con un martillo una portezuela que comunicaba internamente con un almacén contiguo, mientras del otro lado, el guardabarrera Antonio Dapueto, armado de un pico, replicaba con más fuerza aún los golpes, haciendo astillas de la puerta, hasta derribarla.
Por allí fueron rescatadas por los bomberos la heroína Antonia y dos compañeras. Casi todas las demás yacían quemadas. Algunos cadáveres no pudieron ser identificados.
La tragedia de las muertas y el destino de las sobrevivientes quedaron en el olvido. Todas ellas eran modestas trabajadoras de Buenos Aires, ganando un menguado jornal en una fábrica de barrio -de las muchas que proliferaron en la época de Yrigoyen- pero que eludió la inspección municipal. Sus sueños quedaron truncos por esa fatalidad asociada a las peores condiciones laborales, derivadas de una legislación deficiente y de los apremios económicos de la clase obrera, que tantísimos operarios y operarias padecieron durante décadas.
La indignación retrospectiva ante un estrago tan absurdo es un reflejo inevitable. No sería aquella la primera vez que un accidente fabril que pudo haberse evitado con una faja de clausura cortaba las vidas de mujeres en la flor de la edad. Ni sería la última. Viene a la mente esa otra explosión que acaeció tres décadas más tarde en un establecimiento industrial de la localidad bonaerense de Martínez (San Isidro) y que, curiosamente, también alcanzó a doce jóvenes obreras, horriblemente calcinadas. Ni la seguridad del trabajo ni la responsabilidad de algunos empleadores habían avanzado lo suficiente todavía.
¿Quizá sea reparador el rescate de sus nombres?¿Quizá duela menos su recuerdo si a esos nombres intentamos asignarle rostros?
Fueron halladas ya sin vida Isabel G. Fernández, Adela Perone, María Saúl y Manuela Cicilia. Nombres de inmigración, que suenan a raíces españolas, o árabes, o judías, o italianas.
En el hospital Teodoro Álvarez (que hasta 1901 se llamó Hospital vecinal de Flores, por su emplazamiento) falleció el joven Nicolás Pérez, horriblemente quemado, y se hallaban en gravísimo estado Rosario García y Carmen Riquelme. Ignoramos su suerte posterior.
Las sobrevivientes que pudieron salir por sus propios medios fueron la ya mencionada Antonia Parodi Perez, María Frazzetti y María Gatto.
Viendo sus retratos, poblamos de humanidad su recuerdo. Y llama la atención, en especial, el rostro de Adela Perone: su mirada directa y vivaz clavada en el presente continuo de quien contemple su foto, y el esbozo de una sonrisa “leonardesca”, bien delineada y atractiva. Es un rostro agraciado por una belleza ineluctable y sin tiempo, que permanece contemporánea, aún a la distancia de un siglo.
Quizá en algún lugar del infinito, ella y sus compañeras siguen soñando con un futuro que nunca llegará.
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