El 30 de diciembre de 1936 se promulgó en Argentina la Ley Nacional de Profilaxis, la N| 12.331. La norma creó los análisis prenupciales en un intento por detener el avance de la sífilis. Y también dispuso de otras medidas sanitarias. Pero su principal fin fue poner fin a los burdeles y al proxenetismo.
Buenos Aires se había convertido en un paraíso para los explotadores sexuales. Desde hacía décadas miles de chicas eran traídas desde Europa Oriental para ejercer la prostitución. Había sociedades de proxenetas de diferentes procedencias que explotaban a los jóvenes (a veces niñas).
La caída de estas organizaciones había comenzado tiempo antes gracias al coraje de una mujer que se animó a hablar. Esta ley de profilaxis tuvo otra consecuencia que aún hoy pervive: al cierre de los prostíbulos siguió la creación de los hoteles alojamiento (o muebles o moblada, tal cómo se los conocía en su tiempo).
Al principio del siglo veinte, la vida en la Polonia era muy dura. El hambre, las necesidades y los pógroms. La vida no valía nada. Para los jóvenes judíos cualquier salida parecía tentadora, cualquier otro destino en el mundo ofrecía ilusión. Ruchla como tantas otras jóvenes polacas judías partió hacia Argentina buscando un futuro mejor. Escapaba de la miseria y de la persecusión. Estaba casada con Yaacov Ferber, tenía dos hijos pequeños y decidió seguir a su marido que había partido un tiempo antes. A su arribo, la familia se dirigió a Tapalqué, en la provincia de Buenos Aires. En ese pueblo, su cuñada Elke oficiaba de madama en un prostíbulo.
Al poco tiempo Yaacov murió de tuberculosis. Ruchla, que para ese entonces, desde el mismo momento en que entró a Argentina, era Raquel (se solían castellanizar los nombres de los inmigrantes) dejó a sus hijos al cuidado de gente de Tapalqué y se instaló en Buenos Aires. Debía ganarse la vida. La prostitución, una marca de época, fue un camino casi imposible de obviar.
Los rufianes se movían por todo Buenos Aires. Los había de todos los orígenes. Italianos, españoles, franceses, judíos. La organización que con el tiempo ganó más fama fue la Zwi Migdal, de origen judío polaco. Que la historia y la (mala) fama de la Zwi MIgdal hayan sobrevivido al tiempo no sólo tiene que ver con lo extendido de sus actividades. Su fama era tal que en algunas países europeos cuando alguna familia emigraba hacia Buenos Aires daban por hecho (aunque no estuviera ni cerca de serlo) que la madre y las hijas de esa familia se prostituirían para la organización.
Pese a ser una enorme y establecida asociación delictiva, la Zwi Migdal no era la única ni las más poderosa de las que se dedicaban a la trata de personas. El impacto mediático de su caída, las leyendas que se tejieron con el tiempo y la dosis siempre presente de antisemitismo en la sociedad produjeron el resto.
El mito, extendido y establecido, sostiene que las chicas eran buscadas en Polonia y traídas a la Argentina bajo engaño. Adolescentes bellas, pobres y vírgenes. Matrimonios a la distancia, ofertas de vivir una vida de ensueño en una tierra lejana, pacífica y próspera. Espejismo que se diluía apenas bajaban del barco.
La investigadora Donna Guy en su libro El sexo peligroso demostró que se trata de un mito paternalista y tranquilizador que no siempre se verificaba en la realidad. La construcción exigía que se tratase de niñas inocentes y engañadas. Pero en muchos casos -más de los que a las buenas conciencias les gustaría aceptar- esas mujeres sabían a qué venían al país. Otras ya ejercían la prostitución en su tierra natal. Era tan trágica la situación en Europa Oriental en esos años que cualquier salida parecía un progreso.
También existe otra cuestión de orden práctico que habilita a sostener que la historia del proxeneta que elegía una mujer y le proponía casamiento para después explotarla en el país no puede ser cierta en la enorme cantidad de casos en la que se aplica. Se tendría que estar hablando de un batallón de miles de hombres que llegaron a Europa con el mismo objetivo.
La Zwi Migdal nació con otra denominación. Era la Sociedad Israelita de Socorros Mutuos Varsovia. Y ese nombre llevó desde su creación en 1906 hasta pasada la mitad de la década del 20, cuando adoptó el nombre con el que se la conoce. La Mutual tenía un cementerio en la localidad de Avellaneda, brindaba servicios de salud, otorgaba algún beneficio económico y organizaba algunas actividades sociales como hacían muchas de las entidades de comunidades instaladas en el país. Además contaba con una gran sede, una especie de palacio en la Avenida Córdoba 3280.
Sin embargo, la Varsovia era, principalmente, una fachada para que se congregaran cientos de rufianes y trazaran su red de explotación. Tuvo más de cuatrocientos socios-rufianes. Las chicas, las que habían llegado engañadas y las que sabían a qué venían, no pudieron imaginar por lo que pasarían. Las condiciones de vida eran deplorables. Eran esclavas sexuales. Explotadas, sin cuidados, dedicaban toda su existencia a servir sexualmente, casi ininterrumpidamente, a los clientes que atiborraban los prostíbulos.
El epicentro estaba en Lavalle y Junín, en el barrio de Once. Allí los locales se multiplicaban. Albert Londres, un corresponsal francés que en 1927 fue de los primeros en estudiar el tema en su libro El camino de Buenos Aires exageró que las jóvenes atendían 70 clientes diarios. Otros testimonios hablan de 50 clientes por día. Aunque se sabe que las jornadas eran de doce horas resulta imposible creer semejante nivel de actividad. Sin embargo, de lo que no cabe duda es que las chicas debían atender cliente tras cliente. Debe recordarse que, en esos años, la prostitución era una actividad legal y reglamentada que sólo frenó la Ley de Profilaxis en 1936. No así la trata de personas.
Volvamos a Raquel Liberman. Trabajó durante varios años en los prostíbulos de la Zwi Migdal. Su acuerdo era mejor que el del resto de las chicas. Se quedaba con un porcentaje mayor. Así, pronto pudo comprar su libertad en $1.500. Siguió ejerciendo por su cuenta. Pero ni siquiera así consiguió ser libre. Se casó con José Korn, considerado por muchos como un enviado de la Zwi Migdal para lograr que ella cayera de nuevo bajo sus garras. De esas asociaciones mafiosas nadie logra liberarse con facilidad. Este hombre estafó a Raquel. Adquirió una casa con 60 mil pesos de ella, en una maniobra fraudulenta la puse a su nombre como si él hubiera sido quien proporcionó el dinero. Korn instaló en esa casa, como no podía ser de otra manera, un prostíbulo. Raquel se quedó, una vez más, sin nada. Y comenzó su búsqueda de justicia. Ya había sufrido demasiado.
La caída de ese emporio de la prostitución, que recaudaba millones por año, empezó en esta pequeña estafa que la agrietada joven de treinta años decidió no perdonar. La ambición y la impunidad perdió a la Zwi Migdal. Se cruzó con una mujer con determinación y cansada de las vejaciones, un comisario principista y un juez que no cayó en la tentación de la venalidad.
Raquel tenía el mismo destino que las demás “polaquitas”: entregar su juventud a los rufianes y a los clientes, envejecer prematuramente, hastiarse de la vida y ser reemplazada por otra más joven, tal vez apenas cinco años más joven que ella pero sin el desgaste evidente, sin el rictus de la derrota cincelado en la cara, sin las marcas de la explotación surcándole el cuerpo, sin estar todavía rota por dentro.
La mujer reclamó por su dinero. Ese dinero era su independencia. La paradoja es que quien logró terminar con la organización de rufianes deseaba, con sus ahorros, convertirse ella misma en madama. No oyeron sus pedidos. Ni su ex marido Korn ni los directivos de la Zwi Migdal a los que acudió. Entonces denunció la estafa pero nadie creyó que en la Justicia la fueran a escuchar. ¿Quién le prestaría atención a una prostituta polaca? ¿Qué tipo de investigación no podrían detener con unas oportunas coimas? ¿Acaso creía que era la primera denuncia contra ellos? Habían existido situaciones de muchísima mayor gravedad y siempre la Zwi Migdal había quedado indemne.
El comisario Julio Alsogaray, moralista y con fama de incorruptible, escuchó a Raquel y se puso en movimiento: hacía años que estaba detrás de la organización y siempre chocaba contra el muro de silencio y complicidades. Con nobleza, Alsogaray le advirtió a Raquel de los riesgos de ratificar sus denuncias. Raquel eligió seguir adelante. Encontró eco en un juez honesto, el magistrado Manuel Rodríguez Ocampo.
Para que la denuncia prosperara, Raquel mintió sobre su origen. Quería proteger a sus hijos. Sólo siguió el guión de la leyenda. Contó que viajó seducida por una propuesta engañosa de matrimonio y que al desembarcar en el puerto fue secuestrada y obligada a prostituirse. Como escribió Jorge Luis Borges sobre su Emma Zunz: “La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”.
Raquel, que comenzó sólo reclamando su deuda, terminó denunciando y describiendo el funcionamiento de la red criminal. La Zwi Migdal no pudo resistir el embate. El juez ordenó 108 detenciones. Pero con el tiempo casi todos quedaron liberados. Sólo dos fueron condenados un par de años después. Pero las circunstancias hicieron que el emporio de los rufianes fuera demolido.
La opinión pública se estaba volviendo más moralista. El impacto de las noticias y el sensacionalismo le dieron una gran repercusión y el factor antisemita también influyó. Redes más importantes y establecidas de prostitución fueron soslayadas porque pertenecían a otras comunidades.
Con su denuncia, Raquel provocó la caída de la Zwi MIgdal. Fue una consecuencia hasta involuntaria. Durante años se repitió la historia del viaje, del matrimonio fraudulento, de la estafa a su credulidad. La escritora Myrtha Schalom en su libro La Polaca derribó todas esas leyendas con un formidable trabajo de investigación. Los relatos familiares, los documentos y las cartas contaban otra historia. Más real, más humana, con matices y contradicciones. Ella los rescató y recuperó una vida.
Raquel Liberman vivió sólo 35 años. Murió de un cáncer de tiroides. Escapó de la miseria en Polonia. Y viajó con esperanzas a la Argentina, en busca de una oportunidad. Aquí encontró muerte, dolor, abusos y explotación. Sin embargo, a su manera, sola, contra toda una época, se animó a luchar, a pelear por lo suyo. Ese es su legado.