Abel era muy amigo de Osvaldo Zapata, al que todos llamaban Valdi. Fueron inseparables hasta en la muerte. Ambos tenían 25 años, y se habían conocido en la escuela técnica Reconquista, de Boedo. Les faltaba poco para terminar los estudios. También allí cursaba Tania, que desde hacía ocho años noviaba con Valdi. En la habitación atiborrada de pósters de bandas de Abel, en el barrio de Valentín Alsina, Lanús, se juntaban a hacer música, y soñaban con ser estrellas de rock, como sus adorados Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Valdi en la batería, Abel con sus guitarras, una criolla y otra eléctrica, regalo de su madre, Isabel. Con ellos, a veces, se juntaba Jonathan, que tenía 15 y a quien le estaban enseñando a tocar la armónica.
El 29 de diciembre de 2004, Valdi había conseguido tres entradas gratis para ir a Cromañón. Eran de unas chicas que no podían ir. Aunque no eran fanáticos de Callejeros, decidieron asistir al recital. Después de trabajar en la imprenta de su padre, Valdi se dirigió a la casa de Abel, a unas pocas cuadras, donde ya esperaban su novia, Tania, y Jonathan. A las cinco de la tarde del 30 de diciembre partieron rumbo a Plaza Once.
A las doce de la noche, los hermanos de Osvaldo y un grupo de amigos, que se habían enterado por televisión del desastre, fueron a buscarlos al boliche. José Luis, el hermano gemelo de Valdi, lo halló muerto, junto a otros cadáveres, en el playón del estacionamiento del hotel Central Park, lindero al boliche.
Al mismo tiempo, en la casa de Abel se festejaba el cumpleaños de su hermano mayor. A 17 años de aquel horror, Aída Isabel Rodas de González, la mamá de Abel, ya no vive en la misma casa de Valentín Alsina. Le cuenta a Infobae que se quedaron esperando, en vano, el regreso de Abel para el brindis y la torta. “Yo no sabía que había ido, ni dónde. Me dijeron ‘Callejeros’ y pensé que habrían ido a un casting como Callejeros, porque tenían un pequeño conjunto y soñaban con ser músicos, era su vida, iba con la guitarra de acá para allá”, relata. Y luego, sí, la memoria de Isabel se pierde en la oscuridad, en el desgarro de lo inexplicable. A las tres de la mañana, unos amigos de su hijo golpearon la puerta de su casa.
-¿Está Abel?
-¿Para qué lo querés? –preguntó Isabel.
-Para decirle que Valdi murió ahí, en Cromañón.
-Entonces, él está ahí también.
“Fue muy duro. Llamé a mi marido, que en esa época hacía guardia como vigilador en una curtiembre. ‘Venite urgente que pasó algo, Abel no viene y me dicen que Valdi se murió, y quiero ir a ver qué pasa’. No me dejaron ir los chicos grandes, y mi marido no podía dejar la guardia. Como a las seis de la mañana llegamos al Ramos Mejía, y no lo encontramos. Fui a la Comuna 3 para ver el listado. Me hacían pasar el dedo por un papel con nombres, ¡y yo quería una lista! Insistí y me la dieron. En cuanto salí a la calle, los padres que estaban en la puerta me la sacaron de las manos. Era una desorganización total. Fui a la morgue de la calle Junín. Ya estaba Carlos, mi hijo policía, que estaba de civil. Pero no lo dejaban entrar, me esperaba afuera. Yo soy más metida y entré. Les dije por qué no les sacaban fotos a los chicos que tenían ahí, así los reconocíamos nosotros. Fueron las primeras fotos que salieron, y las pegaron en la puerta de la morgue. Dejé a mi marido y mi hijo ahí, y me fui al hospital de Clínicas. Como ellos no conocían mucho cómo andar por Buenos Aires, me movía yo. Lo encontré en la morgue, ahí. Como una leona, me metí. Vi toneladas de bolsas negras apiladas, los camiones que iban fletando a la Chacarita. Hacía mucho calor y serían las once de la mañana”.
Estremece Isabel con sus palabras. Conmueve, porque en esos momentos, dice, creyó ver a su hijo en una pantalla de televisión. “Salió mi hijo, Jonathan y Valdi. Los vi, estarían sacando chicos, o a la novia de Valdi, que después estuvo en terapia pero sobrevivió, porque no eran de quedarse de brazos cruzados. Supongo que en una de esas veces que entró y salió se cayó y lo pisaron. Lo encontré con la carita aplastada, molida. Y en la autopsia lo cortaron al medio. Estaba quemado, con la nariz negra, los ojitos negros, la boca negra. Yo me lo llevé a casa y lo bañé, eso es lo que hacemos nosotros con nuestros queridos muertos. Lo velamos a cajón abierto ahí mismo. Esa noche llegaron chicos, estaba lleno. Eran sus amigos de la placita de Alsina, con los que se juntaban, tocaban la guitarra. Yo les decía ‘vayan a pasar Año Nuevo con sus mamás’ y ellos no querían, ‘nos quedamos acá’. Al día siguiente, cuando amaneció, vinieron unos viejitos. El 1º lo enterré en la Chacarita. Fueron tres micros, que puso Quindimil (Manuel, entonces intendente de Lanús), llenos de gente”.
Después del adiós, llegó el tiempo del peregrinaje en busca de justicia. Un camino en subida, tapizado de piedras, de trampas. Pero ella fue. Y aún la busca. “Yo ni tenía abogado. Uno me sacó plata, 500 pesos y no hizo nada. Me mandó una carta diciendo que no iba a seguir el caso. Vine a las reuniones de Familias por la Vida, después empezó el juicio, y ya me quedé. Se hacen muchas cosas por las madres, por las que están enfermas y se van yendo de a poquito… Hay mucha depresión. Yo la sufro”.
Hoy, Isabel es una de las colaboradoras más firmes de la ONG, que tiene su oficina en la estación de Once, a una cuadra de Cromañón. Allí se congregaron muchos padres y madres de víctimas de Cromañón para honrar a sus hijos e intentar, con sus acciones, que otras familias no sufran lo mismo que ellos. Está junto a Nilda Gómez, que perdió a su hijo Mariano y fundó Familias por la Vida; a Rosa David, cuyos hijos Mariano y Verónica no pudieron escaparle al infierno… Pero cada vez son menos. ‘”Mi vida se está marchitando, como la de todos los papás… Acá vivo con los 4 hijos que me quedan, mi marido, mi nieta y mi bisnieta. Pero voy a la ONG y se que tengo que cambiar la carita de tristeza a alegría. Ahí trabajamos con denuncias de boliches. Atiendo las llamadas al 0800-999-2769, a la gente que va y necesita algo. Si lo podemos ayudar, lo hacemos, aunque el Estado nos haya olvidado a nosotros…”. A 17 años de la masacre, todavía no recibió ningún tipo de resarcimiento por la muerte de su hijo.
Ella es, también, una de las madres que pasa largas horas cuidando la memoria de Abel en el Santuario frente a Cromañón. Su memoria, y la de los otros 193 que sonríen desde una fotografía. Recoge las que están deterioradas, arregla las fotocopias y las vuelve a colocar en su lugar. Les hace arreglos de flores, o las improvisa con pedazos de plástico. Para ella, ese lugar es sagrado, tan sagrado como la tumba que su hijo tiene en el cementerio de la Chacarita, donde lo iba a llorar durante los primeros tiempos. Pero ella sabe que el Santuario siempre tuvo más que ver con Abel que su tumba. Ella no olvida que allí, en la vereda del boliche, a Abel “lo tiraron como a una bolsa de papas”. Y quiere que el lugar donde fue a vivir una fiesta no sea lúgubre. Pero la Justicia le volvió a dar un mazazo.
En el año 2018, el espacio que fue “República Cromanón” fue devuelto a “Nueva Zarelux S.A.”, una sociedad offshore creada en 1997 en Uruguay, propiedad de Rafael Levy, el último de los condenados por la muerte de 194 personas en diciembre de 2014 a cuatro años y medio de prisión. “Luchamos para que nos entreguen el lugar a nosotros. Pero cuando Levy salio, le dieron la llave y tiró a un volquete todo lo que había adentro: ropa, remeras, zapatillas, celulares… Yo quería recuperar el celular de mi hijo”, lamenta Isabel, que necesita contar la historia de Abel una vez más.
“Nosotros somos oriundos de Jujuy, de Palpalá –relata-. Abel tenía 12 o 13 años cuando bajó a Buenos Aires. Primero, en el 90, vine yo sola, porque allá no había plata ni laburo. Tres años después, la familia: cinco hijos y mi marido, Carlos Delfín González. Al principio andábamos de hotel en hotel”.
En esa época, Abel y Daniel, su hermano, soñaban con ser futbolistas. Habían jugado en Altos Hornos Zapla, un equipo jujeño que tuvo su época gloriosa en la década del 70, cuando participó en los torneos nacionales. Instalados en Buenos Aires, se probaron en Argentinos Juniors, Boca y River, “pero si no tenías un padrino, no entraban”, se queja Isabel. “Cuando venía del trabajo al hotel, lo encontraba llorando. Yo le decía, ‘¿qué pasa hijo?’, ‘es que no tenemos fútbol, no tenemos nada’, me respondía. Él quería jugar”.
Con la ayuda de sus hermanos y una familia amiga, le consiguió trabajo a su esposo y a su hijo mayor, en una fábrica de dulce de batata. Ella hacía la limpieza en el Instituto SUMMA, en Yerbal y Acevedo. Abel se encargaba de un delivery por Devoto, en bicicleta, y también hacía changuitas. “Era andariego. De ahí se iba a la nocturna, estaba por terminar. Después venía a visitarme, porque mi turno era de noche. Y de ahí, a casa”, recuerda. “Era un chico muy solidario con la gente mayor, con los chicos. Me acuerdo de una anécdota. Un día no había vuelto, lo busqué y cuando apareció me dijo ‘mamá, me quedé ayudándole a una señora mayor a la que se le había caído el marido en la bañera y no lo podían sacar’. Era flaquito, pero fuerte. Traía chicos muy pobres a mi casa, y les regalaba sus zapatillas, su ropa. A mi me daban bolsones con comida, y una vez me pidió alimentos para una familia de Glew que necesitaba más que nosotros. Era una abuela con varios nietos. Y ahí fue con los amigos a llevarle”.
“Cada fin de año -cuenta Isabel con su voz bajita- hay fechas que me golpean el alma. Un 24 a la noche perdí a mi mama y años más tarde, un 30 de diciembre, perdí a mi hijo. No quisiera tener fiestas, pero tengo otros hijos y las tengo que tener. De Abel conservo las guitarras, la ropa, la poquita que tenía. Hasta el día de hoy no le lavé una remera, así transpirada la guardé. La abrazo y es como sentirlo a él. Cuando estoy sola en casa creo que viene y me toca. O se acuesta al lado mío. Lo siento. Era el penúltimo de mis hijos, y es como que no se quiere ir. Como que todos los chicos no se quieren ir y siguen esperando justicia. Y a veces no tienen ni una flor”.
(Este texto contiene párrafos extraídos del libro Cromañón, la República del dolor y la impunidad. Corrupción, rock y 194 muertos, de Editorial Letras del Sur, escrito por el autor de la nota)
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