La noche del 28 de diciembre de 1941, ochenta años atrás, Jan Kubis y Josef Gabcik cayeron desde el cielo. Su misión estaba llena de peligro y era muy ambiciosa: eliminar a la mayor autoridad nazi que estaba asolando su nación.
La oscuridad protegía su descenso. Se lanzaron en paracaídas desde un avión de la RAF. Venían desde Londres donde se había establecido un gobierno checo en el exilio. Hubo un error de cálculo y los lanzaron a veinte kilómetros de Praga. No importó. De inmediato se pusieron en contacto con la Resistencia. Con la llegada de esos dos paracaidistas comenzaba la Operación Antropoide cuyo fin era asesinar a Reinhard Heydrich, el Carnicero de Praga.
Los dos recién llegados y unos pocos más comenzaron a estudiar los movimientos de Heydrich. Primero tenían que analizar la factibilidad del atentado. Tal vez, un personaje de su poder se volvía inexpugnable para una organización con tan pocos recursos como la de ellos. Pero lo que descubrieron muy rápidamente fue que Heydrich era un hombre de rutinas sólidas, inalterables. Siempre hacía lo mismo. Uno de esos hábitos era ir desde su castillo al aeropuerto todos los domingos a las 10 de la mañana. El camino era siempre el mismo. Y no llevaba custodia. Sólo lo acompañaba su chófer. E
ra tanta su impunidad, tanto su poder, que estaba convencido que nadie lo podía lastimar, que nadie se animaría a atacarlo. Él se veía como el sucesor de Adolf Hitler. Muchos otros coincidían. Ese hombre de 38 años estaba convencido que su destino era dominar el mundo.
Parecía factible. Él había cumplido con cada una de las misiones que se le habían encomendado sin importar lo difíciles o cruentas que fueran. Y en 1941 todo parecía estar a favor del Tercer Reich. El ejército nazi estaba por llegar a Moscú, sus submarinos dominaban el Atlántico, en Europa la expansión alemana se consolidaba y Japón asolaba el Pacífico. Los Aliados parecían desconcertados y débiles. En ese panorama Heydrich era uno de los personajes más importantes del nazismo.
El Verdugo, la Bestia Rubia, El Genio Malvado de Himmler, El Carnicero de Praga. Esos fueron algunos de los apodos que Heydrich se ganó en su vertiginosa carrera. Él prefería el que le proporcionó Hitler en persona: El Hombre con Corazón de Hierro.
Reinhard Heydrich fue uno de los más temibles hombres del Tercer Reich. Obediente, violento y cruel, su ambición asesina no conoció límites. Se convirtió en un engranaje vital de la barbarie nazi.
Adolf Hitler confiaba en él; le encargaba las peores tareas. Y él las cumplía con exactitud. Era un tecnócrata criminal. Nada lo amedrentaba.
Escaló posiciones con celeridad. Integrante de las SS, fue ganando lugar. Dirigió las fuerzas de seguridad que integraban las SS, la Gestapo y la SD. Participó de la Noche de los Cuchillos Largos y él mismo asesinó al General Strasser. Fue quien coordinó la Noche de los Cristales Rotos. Dirigió, también, la Conferencia de Wansee en la que los jerarcas nazis pusieron en marcha la Solución Final. Fue el creador de las Einsatzgruppen, los comandos especiales nazis responsables de al menos un millón de muertes.
Por su juventud y su osadía inescrupulosa era vista como el posible sucesor de Hitler. Cuando el Führer sintió que Checoslovaquia se había convertido en un territorio hostil, lo envió a Heydrich a poner orden. Heydrich lo hizo de inmediato. Mano dura, persecución a la Resistencia, sanciones ejemplares, asesinatos y medidas económicas que favorecieran a la gente. Así la población fue inclinando su simpatía hacia los nazis. El bienestar económico les proporcionaba el respaldo que necesitaban.
Durante la Segunda Guerra Mundial, el gobierno checoslovaco en el exilio, con sede en Londres, decidió que debían tomar alguna medida urgente para evitar que los nazis se quedaran de forma definitiva en el poder en su tierra. La medida fue frugal. Enviaron dos hombres en paracaídas para que intentaran asesinar a Heydrich. Eso demuestra la carencia de recursos con la que contaban.
También preocupaba el rápido apoyo que había logrado en la población checa con el reciente bienestar económico por la producción industrial que exigía la guerra. Los ingleses, Winston Churchill principalmente, temían que el ejemplo checo cundiera en Europa y los nazis no encontraran oposición en los territorios ocupados.
Con la llegada de Jan Kubis y Josef Gabcik a fines de 1941 dio comienzo la Operación Antropoide. Se instalaron en Praga de manera clandestina. En esos primeros meses aprovecharon para contactarse con la Resistencia. Planearon el atentado.
En su investigación descubrieron que Heydrich se movía despreocupadamente por toda la zona. Vivía en un gran castillo y todas las mañanas hacía el mismo camino a la misma hora. Luego de unos pocos días de estudio y gracias a la previsibilidad en los movimientos del nazi descubrieron que esa curva en el camino, que obligaba al chofer a aminorar la marcha, era la ideal para intentar matarlo.
Praga. 27 de mayo de 1942. Domingo por la mañana. Un sol tibio golpea contra el asfalto. En la calle hay algo de movimiento. Pasan autos, gente caminando, los tranvías se empiezan a llenar. Tres hombres tratan de pasar desapercibidos. Están ajenos al movimiento cotidiano. Solo están pendientes de la llegada de un auto. Pero el auto se demora. No había sucedido nunca durante los meses previos ¿Alguien los delató?
Los tres hombres se impacientan, piensan en abortar el plan. Hasta que a lo lejos ven aparecer al Mercedes Benz descapotable. Viene rápido pero eso no importa. Cuando se acerque a ellos disminuirá la velocidad: una curva muy pronunciada lo obligará. Por eso eligieron apostarse en ese lugar.
El Mercedes es manejado por un chofer. En la parte de atrás, solo, viaja Reinhard Heydrich, el Reichsprotektor de Bohemia y Moravia. Es tanto su poder, tanta su megalomanía, que no cree necesario protegerse. Se siente inexpugnable. Viaja sin custodia, en un descapotable sin blindar. Pero esa mañana quedaría demostrado que era vulnerable.
Cuando el auto aminora la marcha para tomar la curva, uno de los hombres se para frente a él, y blandiendo un arma apunta contra Heydrich. Aprieta el gatillo pero el disparo no sale. El arma está trabada. Quien desenfunda entonces es el nazi. Que se incorpora y apunta contra su agresor. Pero cuando intenta descender del auto una detonación lo aturde y lo lanza para atrás.
Una granada falla su blanco -el asiento trasero- pero cae pegada a la rueda derecha. El auto se eleva en el aire -menos de un segundo- y cae pesadamente. Una nube de humo impide ver qué sucede. Todo ocurre, en esos instantes, imprecisamente. Se escucha algún grito, el crujido de los pasos sobre vidrios rotos, el olor a pólvora y a goma quemada espesan el ambiente.
El chofer corre detrás de uno de los agresores. Heydrich también baja del auto con su arma. Da unos pocos pasos, tambalea y cae de espaldas. Está herido. Los atacantes salen corriendo en busca de refugio.
Escapan creyendo que la misión había sido un gran fracaso. Vieron a Heydrich bajar caminando de su auto y hasta empezar una persecución. Habían desaprovechado la ocasión de su vida. El arma trabada, los nervios, la falta de puntería para acertarle al asiento trasero con la granada.
No solo no lo habían asesinado, sino que seguramente, con su fracaso, habían impedido que otros lo hicieran después porque las medidas de seguridad se reforzarían. Debían esconderse porque las represalias serían inmediatas y fatales. Los perseguirían a ellos, a su familia, a sus amigos, intentarían destruir a la Resistencia y se vengarían de los ciudadanos comunes.
Pero Heydrich había colapsado apenas bajar del descapotable. Fue llevado de inmediato al hospital. Pero no aceptó ser intervenido por médicos de Praga. Había perdido la confianza en los checos. Exigió que le enviaran especialistas desde Berlín.
Las heridas no eran mortales pero revestían alguna gravedad. El bazo tenía esquirlas incrustadas, algunas costillas se habían fracturado y el diafragma se había perforado. Pero lo peor, lo que no habían calculado, fue una infección generalizada que lentamente lo invadió. En las heridas encontraron largos pelos. Creyeron que se trataba de un arma especial, diseñada para envenenar (o infectar) a la víctima. Tardaron en determinar que eran crines de caballo que ejercían de relleno del tapizado del lujoso auto. Los ingleses podían sentirse doblemente orgullosos del atentado: lo habían financiado y mantenían el secreto sobre el descubrimiento de la penicilina.
El 4 de junio de 1942, Reinhard Heydrich murió en un hospital de Praga. Cinco días después se realizó su funeral en Berlín. Fue un acto de Estado. Todos los jerarcas nazis estuvieron presentes. El último orador fue el mismo Hitler; se lo vio muy conmovido.
Simultáneamente, en esa Praga bajo dominio nazi el clima no era de luto sino de venganza. Las redadas eran casa por casa. Se ofreció una enorme recompensa a quien proporcionara datos de los responsables. Más de 70 personas fueron asesinadas como represalia en esos primeros días. Los alemanes debían hacer equilibrio por un límite delgado. Por un lado querían hacer tronar el escarmiento, instalar más temor en la población (y apagar su sed de venganza) y por el otro no querían que el clima de bienestar y aceptación que reinaba hasta ese entonces en gran parte de la sociedad checa se evaporara.
La radio transmitía una proclama varias veces por hora: “El 27 de mayo de 1942 se ha cometido en Praga un atentado contra el Reichsprotektor Heydrich. Para el arresto de los culpables se ha previsto una recompensa de 10 millones de coronas. Cualquiera que dé cobijo a esos criminales, les proporcione ayuda o conociéndolos no los denuncie será fusilado con toda su familia”.
El comunicado continuaba instaurando el estado de sitio, prohibiendo toda reunión pública o privada y reiterando que cualquiera que violara esas disposiciones sería fusilado de inmediato.
Pero la venganza de los alemanes no terminó en esas 70 muertes. Liquidaron a un pueblo entero, Lidice. Mataron a todos sus hombres, mujeres y niños. Tampoco se detuvieron en ese punto. La siguiente víctima fue el pueblo de Lezaky: todos los hombres del poblado fueron fusilados y las mujeres y niños enviados a campos de concentración. En total, en esas primeras semanas, hubo más de 1300 muertos derivados del atentado contra Heydrich.
Los responsables seguían sin aparecer. Estos asesinatos, esta venganza casi crónica pretendía instalar el miedo, provocar deserciones y delaciones. Lo consiguieron.
Karel Curda, que había participado en el apoyo de la operación y conocía dónde estaban refugiados quienes habían perpetrado el atentado, los denunció. Según él solo quiso que se detuviera la masacre, que no muriera más gente. Muchos sostienen que lo hizo solo por la recompensa. El día que se presentó ante las autoridades, Curda no la pasó bien. Fue sometido a un intenso interrogatorio. Lo torturaron, lo golpearon, lo amenazaron de muerte. Querían estar seguros de que no mentía, de que no escondía ningún dato.
En la madrugada del 18 de junio, más de 700 hombres de las SS rodearon una Iglesia de las afueras de la ciudad. Hubo gritos, pedidos de rendición y algunos balazos como amenaza. Pero cuando los soldados alemanes quisieron entrar a apresar a los checos fueron recibidos con una ráfaga de disparos. Fue un combate terrible y desigual. 700 contra 7. Luego de 8 horas de combate 21 soldados nazis habían muerto y otros tantos presentaban heridas de gravedad. De los que estaban dentro poco se sabía. Solo que seguían resistiendo, mientras aprovechaban que la iglesia no era fácil de abordar.
El ataque recrudeció. De pronto, los atacantes se dieron cuenta de que sus disparos ya no eran respondidos. Se impuso un largo silencio. La espera duro más de media hora. Hasta que algunos se animaron a ingresar. En la nave central de la iglesia encontraron dos cuerpos sin vida y un tercero que se estaba desangrando. Buscaron pero no encontraron a nadie más. Les resultaba imposible creer que esos tres les hubieran dado tanto trabajo. Era imposible que así fuera. Hasta que un soldado descubrió una cripta y una placa de mármol que se corría. Apenas asomó la cabeza por ese pequeño agujero, un disparo se incrustó en su frente. Todavía quedaban cuatro vivos y pensaban resistir.
El acceso era limitado y cada soldado que lograba bajar era abatido. Hubo que pensar otra táctica. Alguien creyó que lo mejor era hacer volar parte del mármol que cubría la cripta para agrandar el acceso. Luego de la detonación otra vez el silencio. Pero cuando intentaron bajar otra vez fueron repelidos. Los alemanes trataron de inundar el reducto pero tampoco lograron hacerlos salir. Mientras elucubraban nuevas formas de acceder al escondite, se escucharon sucesivamente cuatro disparos que provenían de las profundidades de la cripta. Secos y consecutivos. Luego, no hubo más ruidos por un largo tiempo. Los checos se habían quedado sin balas. Utilizaron las últimas cuatro para suicidarse y no caer vivos en manos de los nazis.
Karel Curda cobró la recompensa. Fue una pequeña fortuna. Pero no la disfrutó demasiado tiempo. En 1946, luego de la guerra, fue fusilado luego de ser encontrado culpable del delito de traición.
Jan Kubis, Josef Gabcik y los otros que resistieron en la iglesia son considerados, en la actualidad, héroes en su tierra y homenajeados cada año. Varias calles llevan sus nombres.
Reinhard Heydrich, uno de los nazis más recalcitrantes, uno de los más feroces, fue el único jerarca de Hitler que perdió la vida en un atentado durante la Segunda Guerra Mundial.
Después de la guerra los restos de Heydrich fueron trasladados a una tumba sin nombre. Como con los restantes jerarcas nazis muertos, los Aliados no querían que sus sepulcros se convirtieran en lugares de adoración y de peregrinación para los fanáticos nazis que subsistían (y que se generaron con el correr de los años).
Un par de años atrás, una tumba fue profanada en un cementerio de Berlín. La lápida estaba en blanco. Pero no se trató de un episodio casual, de un hecho vandálico azaroso. Era la de Heydrich. Algunos que sabían quién estaba enterrado en ese sepulcro anónimo quisieron extraer los restos. A pesar de haber removido la lápida de mármol, los vándalos no pudieron lograr su propósito. Un cuidador dio alarma a la policía. Una vez más hubo que cambiarlo de tumba y de cementerio.
En la actualidad no se sabe dónde están sus restos.
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