El polemista inglés Gilbert Chesterton escribió alguna vez que aún el espíritu más incrédulo o agnóstico llega a conmoverse, una vez al año, con la escena navideña del niño en un pesebre. Más allá de que sea cierto -o, al menos que lo siga siendo, tantas décadas después de afirmado este axioma-, la Navidad se mantiene como un acontecimiento culturalmente persistente, que nos reencuentra con las más remotas fuentes de nuestra tradición religiosa.
Desde el fondo de los siglos, la Iglesia Católica ha impreso al curso del año una fuerte impronta sobrenatural, donde se suceden circularmente los tiempos y las fiestas del calendario litúrgico. Sin duda, esta nota de misterio religioso era antes más acentuada (para los mayores de cincuenta, baste recordar, por ejemplo, la experiencia de la Semana Santa, en los tiempos de nuestra propia infancia), cuando lo sagrado y lo milagroso actuaban como referencias de la vida diaria para grandes sectores de la sociedad. Pero los procesos de secularización y vaciamiento de sacralidad acaecidos con creciente aceleración en el mundo occidental, inciden en la progresiva pérdida de aquellas marcas cronológicas, que encontraban su punto de mayor intensidad en determinadas festividades.
La Navidad era una de ellas, aunque no fue de las más antiguas. Ciertamente, no se la registra al comienzo y su institución en el rito latino data del siglo IV (incluso algún autor la ubica incipientemente un poco antes), más específicamente en el ámbito de la Sede Apostólica, que comenzó a celebrarla cada 25 de diciembre.
El día de celebración trae a debate la fecha exacta del nacimiento de Jesucristo, una cuestión imposible de precisar. Los Santos Padres discreparon en sus conjeturas, lo mismo que autores profanos. A partir de Clemente de Alejandría se la ubicó entre el 17 de diciembre y el 19 de mayo, con años natales que oscilaban entre el 747 al 749 desde la fundación mítica de Roma.
Hipólito, en el siglo III, en su Comentario al Libro de Daniel, fijó la fecha del 25 de diciembre, que luego aceptó el Calendario o Cronógrafo Filocaliano del año 336. De estas dos fuentes nació la tradición decembrina, que se oficializó poco después.
Por su parte, la Iglesia Oriental comenzó a celebrar en los primeros días de enero la fiesta de la Epifanía del Señor, que abarcaba el conjunto de sus tempranas “manifestaciones” (ello significa, precisamente, la palabra griega “epifanía”), es decir, los primeros misterios en la vida de Jesús: nacimiento, bautismo y adoración de los Magos.
ENTRE EL PAGANISMO Y EL CRISTIANISMO
La fijación de la fecha del 25 de diciembre podría hundir sus raíces en una cuestión que hoy llamaríamos de sociología pastoral, mediante la cual la Iglesia apropiaba en su favor las costumbres paganas del pueblo, pero revestidas ahora de sentido cristiano.
El teólogo y liturgista alemán Joseph Pascher -uno de los expertos que prepararon la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II- ha señalado que la elección de ese día responde a una razón clara y simple: se trata del solsticio de invierno, el día natal del Dios Solar.
El Emperador Aureliano había decretado en esa fecha una fiesta en honor del “Sol Invictus”. El culto solar en su variante mitraica (los misterios de Mitra) era la única religión que aun podía competir con el creciente cristianismo en el ecúmene del Imperio Romano. A esta idea mística intentó también aferrarse Juliano el Apóstata, en un intento frustrado por revertir el giro de la historia, echando mano a aquellos ritos solares que, 1.500 años antes, había tratado de imponer en Egipto el faraón Amenophis IV: el Atón del disco solar, dios benéfico y vivificante en la Tierra y ordenador del Cosmos.
El día venia elegido, pues, con inteligencia y conformaba la psicología popular: en el solsticio invernal, el astro diurno se halla en su punto más bajo, y para la mentalidad primitiva, esa mengua presagia su ocaso, una derrota ante la potencia de las tinieblas. Pero, de a poco, se irán alargando los días, y el sol va ganando fuerza como astro invicto e invencible.
Sin embargo, no fue fácil derogar la tradición pagana supérstite en la ciudad de Roma: todavía San León Magno (pontífice entre 440 y 461) dice haber contemplado de qué modo, aún sobre la escalinata de la mismísima basílica de San Pedro, los peregrinos “volvían su rostro al sol e inclinaban su cabeza en señal de reverencia al disco solar”.
En suma, ante la falta de una fecha históricamente cierta del nacimiento del Redentor, la Iglesia apeló al simbolismo del sol no vencido, personificado ahora en Cristo, Sol de Justicia, en una ciudad donde el 25 de diciembre era una festividad solar aceptada por la costumbre de la heliolatría antigua. En cualquier caso, queda muy evidenciado el origen romano de la fiesta.
Pero hubo algunas opiniones diferentes acerca de cómo se llegó a esta efemérides natalicia del día 25 de diciembre. El liturgista Duchesne conjeturó que se había partido a la inversa, contando desde la fecha en que se databa la muerte de Jesús, que, según los Evangelios, fue inmediatamente antes de la Pascua judía (aunque los tres sinópticos -Mateo, Marcos y Lucas- difieren en un día respecto de la versión de Juan). La tradición patrística latina fue fijando esa fecha el 25 de marzo. De ahí que se supuso que Cristo, como “hombre perfecto”, solo habría vivido un “número perfecto” de años, ya que toda fracción se juzgaba deficiente. Entonces, continúa Duchesne, suponiendo que la concepción de Jesucristo fue el 25 de marzo, se estimó el 25 de diciembre como más probable día natal.
Lo cierto es que la celebración local romana se propagó prontamente y comenzó a observarse en el resto de la Iglesia latina y también en el Oriente cristiano -paulatinamente en Constantinopla, Antioquía o Jerusalén y mucho más tarde en Egipto-, separada ya de la Epifanía.
La fuerza simbólica de la fiesta se impuso también en la franja limítrofe entre la religión y la política, ya que se eligió la Navidad tanto para el bautismo en Reims de Clodoveo y la cristianización del reino de los francos, como para el bautismo de los catacúmenos de Britannia por parte del monje Agustín. Y, previsiblemente, en la Navidad del año 800, Carlomagno fue coronado como cabeza del Sacro Imperio.
LA PRÁCTICA DE LA CELEBRACIÓN
En cuanto al modo de su celebración, fue cambiando con el tiempo, caracterizándose por el rezo de tres misas: con la primera, a la medianoche, misa “del Gallo”, se honraba el nacimiento en Belén, con la segunda, en la aurora, el homenaje de los pastores, y con la tercera, matutina, su manifestación universal.
El canto típico de la Misa de Medianoche era el “Gloria in Excelsis…” (Gloria a Dios en el Cielo…) que reitera el rezo laudatorio que entonaron los ángeles ante el pesebre de Belén. En España, andando el tiempo, hasta se acompañaba este cántico con zambombas, castañuelas, panderetas y otros ritmos populares, que obviamente no formaban parte del ritual.
Esta situación de evocar la nocturnidad del nacimiento viene basada en la mención del Evangelio de Lucas, de que el anuncio a los pastores ocurrió “mientras hacían guardia sobre sus rebaños”. Ello explica también la celebre estrofa de la canción que dice “noche de paz”.
En la Edad Media, la festividad concluía con muestras de enorme algarabía y obsequios de dulces en las casas, luego reemplazados, en España, por los clásicos turrones y mazapanes ibéricos. De ahí la persistencia en nuestras costumbres manducatorias de altas calorías en la mesa de Nochebuena.
Según el monje benedictino Andrés Azcárate, que vivió durante muchos años en la abadía del barrio de Belgrano, en Roma, tras el último oficio matinal, el Papa recibía la tiara de una sola corona (llamada “regnum”) que era la que entonces existía, y, escoltado por su séquito de cardenales, obispos, clérigos y funcionarios de la Curia, marchaba a caballo hasta su palacio en Letrán, para disfrutar del banquete navideño (que era un almuerzo), previo reparto de dádivas en monedas a su comitiva, como era antes costumbre imperial.
Lo curioso es que los convidados, incluido el Pontífice, se sentaban a la mesa revestidos de sus ornamentos sagrados, como si continuara la ceremonia religiosa.
LOS “NACIMIENTOS”
Si bien no estaban establecidos por las normas litúrgicas, los nacimientos o “pesebres” o “”belenes” se hicieron muy populares en las iglesias.
Se cree que con el hallazgo del lugar del nacimiento de Jesús por parte de Santa Elena, madre del emperador Constantino, comenzó a revivirlos como tradición devocional y piadosa. La llamada “cueva del nacimiento” fue un sitio de especial veneración y hubo santos, como San Jerónimo y sus discípulas Santa Paula y Santa Eustaquia, que eligieron su cercanía para morar, orar y ser sepultados.
El emperador Constantino levantó sobre la cueva una basílica y, a imitación de ella, en algunas diócesis, se erigieron templos de la Natividad en cuyas criptas se excavaba una caverna que remedaba la cueva de Belén. Una de las más célebres fue la “capilla del pesebre” de la basílica romana de Santa María la Mayor, reconstruida por Sixto III. La tradición afirmaba que aquel Papa, que reinó entre el 432 y el 440, había puesto allí una réplica exacta del pesebre original, a la cual se añadieron, luego, reliquias del auténtico, que trajeron desde Jerusalén los sucesivos peregrinos: el “cunabulum” o fragmentos de la cuna, y el “panniculum” o retazo del pañal en el cual María habría envuelto al bebé.
Una curiosidad del programa iconográfico de este templo (levantado sobre un antiguo santuario pagano) es que, entre la serie de los magníficos mosaicos que narran la vida de la Virgen, no se hallaba la Natividad. La razón es que, existiendo la capilla del pesebre cerca del altar mayor, resultaba superflua cualquier otra representación del mismo tema.
Al mismo tiempo, entre los siglos IV y VII, los pintores y escultores comenzaron a representar de un modo bastante naive la escena del nacimiento, en la cual el niño aparece rodeado por María y José, entre un buey, un asno y los pastores que lo visitaron aquella noche luminosa.
El buey y el asno forman parte de un bestiario navideño recreado en base a una cita del profeta Isaías y a otra del profeta Habacuc. Algunos Padres de la Iglesia interpretaron esos textos como indicando taxativamente que aquellos dos animales, tan comunes en los establos, habían rodeado al recién nacido.
La idea del nacimiento en una gruta natural donde se guardaban rebaños (algunos autores han señalado que eran terrenos pertenecientes al templo de Jerusalén donde se criaban ganados destinados a los sacrificios, anticipando de este modo el futuro final del recién nacido) fue elaborada, también, por los Padres de la Iglesia, en base al párrafo evangélico que menciona que la posada no disponía de alojamiento para aquella familia venida de Nazaret, que llegó a Belén para anotarse en el censo decretado por el Emperador Augusto. Allí sorprendió el parto a María. Y la pobreza de aquel recinto pastoril quedó establecida en el imaginario teológico como marca de humildad para la encarnación del Salvador.
Sin embargo, los artistas de todos los tiempos han preferido desdeñar esta tradición “grutesca” en favor de una especie de choza o de cabaña o casilla para resguardo de los animales, muy modesta. Ni siquiera el historicismo iconográfico erudito de un Gustavo Doré pudo escapar a esta tentación, al momento de ilustrar el episodio de la adoración de los pastores, uno de sus magníficos 231 dibujos bíblicos, pasados luego a planchas de grabado.
Según el abate Martigny, también existe alguna representación del nacimiento en un sarcófago antiguo, que muestra a San José de pie junto al Niño, sosteniendo en la mano izquierda el tallo de lis (más tarde convertido en azucena) que la iconografía le asignó luego como atributo.
La escena del nacimiento fue muy utilizada en las primeras tumbas cristianas, ya sea el Niño y sus padres, o solamente rodeado del buey, el asno y los pastores, según lo han verificado los arqueólogos eclesiásticos italianos del siglo XIX.
No tardó el gusto popular, inclinado al pintoresquismo, al naturalismo y a la viñeta de tinte rural, en adoptar aquella dupla de animales de campo como protagonistas infaltables de los “pesebres”.
El próximo paso fue acompañar el dispositivo iconográfico con ese género musical navideño por antonomasia que son los villancicos.
LA PRÁCTICA FRANCISCANA DEL PESEBRE COMO INSTALACIÓN
Pero fue San Francisco de Asís, en el siglo XIII, quien difundió los nacimientos o pesebres como un recurso de pedagogía y apostolado, capitalizando las notas de poesía naturalista y las pulsaciones de ternura que propone la escena; él era, al fin y al cabo, un consumado poeta.
Se ha dicho que en la Navidad del año 1223, mientras predicaba en una zona rural, lo sorprendió el frío del invierno y pudo refugiarse en una ermita, dentro de la cual se dedicó a la oración y a la meditación. Así vino a su mente la inspiración de reproducir mediante una instalación viviente la escena del Nacimiento según la narración de San Lucas. Para ello convocó a los campesinos de los alrededores, quienes concurrieron, como los antiguos pastores. Y también consiguió un buey y un asno.
Al parecer, los frailes franciscanos perpetuaron esa costumbre y la trajeron a América, donde arraigó exitosamente.
“La dirección de los espíritus serios se carga, luego de varios años, de un ardor de buen augurio respecto de los orígenes cristianos”. Esto decía el citado abate Martigny al prologar su monumental Diccionario de las Antigüedades Cristianas, en 1864.
Sería exagerado pensar que lo mismo ocurra en el presente. Pero, tal vez, la curiosidad por comprender el origen de ciertos ritos y el alcance de ciertos símbolos, como la Navidad y el pesebre, sea un motivo de búsqueda de aquellas vertientes arquetípicas de nuestra cultura religiosa, que como el cauce seco de un río antiguo (según la expresión de Carl Jung), cada tanto vuelven a fluir.
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