Diciembre de 1986 avanzaba tórrido en Buenos Aires, como si quisiera ir al compás del clima político con que cerraba el tercer año de gobierno de Raúl Alfonsín. Los diarios de los días previos a la Navidad informaban que la Renovación peronista pisaba fuerte en la Capital Federal con la victoria de Carlos Ruckauf sobre el médico Raúl Matera, representante de la “ortodoxia” del Partido Justicialista. Más que por esos avatares políticos, los vecinos de la ciudad estaban preocupados por el golpe a sus bolsillos que representaban los anunciados aumentos de un 70% en las patentes de los autos y de un 20% en las tasas inmobiliarias.
También, los tironeos del oficialismo nacional con el sector agropecuario provocaban un cambio de piezas en la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca, donde Lucio Reca se volvía a su casa para dejarle lugar a Ernesto Figueras. Mientras tanto, desde el cuarto piso del Palacio de Tribunales, la Corte ratificaba el fallo judicial que ordenaba el pago del 82% móvil en un caso que afectaba a 201 jubilados.
El fútbol empezaba el receso de verano con Newell’s Old Boys en la cima de la tabla y el mundo se sorprendía por la hazaña aeroespacial del Voyager, que cumplía con éxito la primera vuelta a la Tierra sin necesidad de reabastecerse.
Pero los principales titulares de los medios iban por otro lado: el debate en las dos Cámaras del Congreso de un proyecto de ley del oficialismo, repudiado por amplios sectores políticos y la totalidad de las organizaciones de defensa de los Derechos Humanos porque significaba una puerta abierta a la impunidad para la inmensa mayoría de los responsables de los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura.
El artículo 1 del proyecto sometido a la aprobación de diputados y senadores decía: “Se extinguirá la acción penal respecto de toda persona por su presunta participación en cualquier grado, en los delitos del artículo 10 de la Ley Nº23.049, que no estuviere prófugo, o declarado en rebeldía, o que no haya sido ordenada su citación a prestar declaración indagatoria, por tribunal competente, antes de los sesenta días corridos a partir de la fecha de promulgación de la presente ley”.
En otras palabras: ponía un plazo – extremadamente corto – para imputar a los genocidas. Pasados esos 60 días, la Justicia no los podría tocar.
El lunes 22 de diciembre la aprobó el Senado, después de un largo debate con algunas intervenciones casi explosivas; el martes 23, la Cámara de Diputados convirtió el proyecto en ley. Sin perder el tiempo, el Ejecutivo la promulgó el miércoles 24, casi como un regalo de Navidad.
La norma llevaba el número 23.492, pero ya se la conocía con un nombre tristemente célebre: “La Ley de Punto Final”.
Apenas dos juicios
La creación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), apenas cinco días después de recuperada la democracia, y la realización del Juicio a las Juntas Militares de la dictadura puesto al gobierno de Raúl Alfonsín como un modelo de políticas de Memoria, Verdad y Justicia en el escenario internacional.
En el punto 30 de la sentencia se ordenaba continuar la investigación de quienes seguían a los jefes de las Juntas en la cadena de mando. De esa forma, la Cámara Federal allanaba el camino para seguir juzgando a otros responsables.
Sin embargo, para fines de 1986 apenas se había llegado a sentencia en un solo juicio más. El 2 de diciembre de 1986, el Tribunal Federal N°1 de La Plata había condenado al jefe de la Policía Bonaerense en la primera etapa de la dictadura, Ramón Camps; a su subjefe, el también militar Ovidio Pablo Riccheri; al director general de Investigaciones, comisario Miguel Etchecolatz y a otros cuatro subordinados por las los crímenes cometidos en la represión ilegal de lo que se conoció como “El Circuito Camps”, que incluía una treintena de centros clandestinos de detención en la Provincia de Buenos Aires.
Aunque lento, el avance de la Justicia provocaba temor y malestar en las Fuerzas Armadas, donde muchos militares ya se veían sentados en el banquillo de los acusados. Desde hacía meses, desde las tres fuerzas se venía presionando al gobierno de Alfonsín para que parara los juicios.
Y las presiones dieron resultado.
El discurso de Alfonsín
El 5 de diciembre – tres días después de conocerse las sentencias en el juicio del “Circuito Camps” –Raúl Alfonsín le habló al país por la cadena nacional. Vestido con traje azul y corbata al tono, el presidente no abandonó ni por un momento la expresión adusta mientras se dirigía a los argentinos.
“El 13 de diciembre próximo se cumplen tres años del mensaje que dirigí al pueblo argentino para anunciar la decisión política del gobierno de investigar judicialmente las violaciones a los derechos humanos. Existe de manera clara una dificultad creciente, consecuencia del largo tiempo transcurrido en las investigaciones con el consiguiente retraso en la asignación de responsabilidades. Las causas de este retraso son variadas, pero lo cierto es que se está afectando de modo directo tanto a las víctimas de la represión ilegal como a un número considerable del personal de las Fuerzas Armadas que experimenta dudas acerca de su eventual situación procesal”, diagnosticó.
Trazado el cuadro de situación, Alfonsín se despachó con lo concreto:
“Es así que estamos enviando al Congreso de la Nación para su tratamiento en sesiones extraordinarias, un proyecto de ley que contempla un plazo de extinción de la acción penal que permita en el menor tiempo razonable liberar de sospechas a quienes, a más de tras años de iniciadas las investigaciones, no hayan sido considerados formalmente sospechosos por los jueces, al par de que se procura también, como dije antes, acelerar esos procesos”, anunció.
La intención del discurso presidencial era mostrar como un avance lo que en realidad era un claro retroceso en la producción de justicia:
“En esta dirección, el mensaje presidencial de presentación del proyecto de caducidad al parlamento proponía que este se fundaba en el objetivo de una aceleración de los tiempos para la política de juzgamientos que ya se venía realizando y no de su atenuación, política sobre la cual el Juicio a las Juntas, en opinión del presidente, constituía su ejemplo más virtuoso”, señala el investigador del Conicet Diego Galante en su artículo Los debates parlamentarios de “Punto Final” y “Obediencia Debida”: el Juicio a las Juntas en el discurso político de la transición tardía.
No le resultó. El malestar por el anuncio llegó incluso a los intestinos de su propio partido. Para muchos, el presidente que había prometido hacer justicia con los crímenes de lesa humanidad de la dictadura acababa, lisa y llanamente, de tirar la toalla.
La “muerte jurídica” de los niños apropiados
En el proyecto original de la que sería la “Ley de Punto Final”, el gobierno radical pretendía que, cumplido el plazo de sesenta días, todos los crímenes cometidos en el marco de la represión ilegal quedaran prescriptos. Sin embargo, ya en el discurso del 5 de diciembre, Alfonsín hizo la salvedad de que la norma excluiría “a actividades por entero ajenas a la alegada acción contra el terrorismo como, por ejemplo, la supresión del estado civil de menores”.
Se trató de una modificación hecha a las apuradas, luego de una carta que las Abuelas de Plaza de Mayo le dirigieron al secretario de Justicia, Ideler Tonelli, y también hicieron pública:
“De acuerdo con la ley proyectada, no podríamos citar a sus apropiadores para ser interrogados o indagados, quedando entonces (los niños apropiados) para siempre en manos de sus secuestradores sin que los podamos liberar de esa esclavitud ni restituirles su identidad. El desamparo e indefensión en que se colocaría a centenares de niños no se condice con el referente ético y moral que deben constituir para la niñez, la juventud y el pueblo mismo los poderes del Estado. Declarar la muerte jurídica de los niños desaparecidos significará privilegiar la conducta criminal de los autores de las violaciones de los Derechos Humanos”, decía el texto.
Ni bien supo que la carta había tomado estado público, Alfonsín ordenó la modificación del proyecto de ley.
Una protesta multitudinaria
El viernes 20 de diciembre, mientras diputados y senadores cabildeaban en sus despachos sobre el inminente tratamiento de la ley, más de 60.000 personas se congregaron en los alrededores del Congreso para protestar contra la medida y presionar a los legisladores para que votaran en contra.
Convocada por las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo, organizaciones defensoras de los derechos humanos y partidos extraparlamentarios de izquierda, la marcha contó con el apoyo de los peronistas revolucionarios y la Confederación General del Trabajo (CGT).
“Probablemente fue ésta la manifestación más multitudinaria desarrollada en la Capital Federal desde la recuperación de la democracia, hace tres años”, escribió al día siguiente el corresponsal en Buenos Aires del diario El País de España.
El gobierno esperaba la protesta, aunque se sorprendió por el masivo apoyo que había obtenido la convocatoria, más cuando la multitud desafió sin moverse de su lugar un violento chaparrón que se desató por la tarde sobre el centro de la ciudad.
Además, la marcha puso en evidencia que incluso hacia el interior del radicalismo, la disidencia era grande. “El hecho políticamente más grave reside en que a la manifestación se sumó Franja Morada, la fracción preponderante de las juventudes de la Unión Cívica Radical, así como numerosos radicales a título particular descontentos con la llamada ley de Punto Final, que impedirá en el futuro nuevos procesamientos de militares y policías por la guerra sucia contra la subversión”, hizo constar el periodista del diario español.
De todos modos, las cartas ya estaban echadas.
Las votaciones
Entre la noche del lunes 22 y la madrugada del martes 23, el Senado debatió y aprobó la ley con el apoyo unánime del bloque radical y el apoyo de dos peronistas – Luis Salim y Horacio Bravo Herrera -, un senador del Movimiento de Integración y Desarrollo (MID) y cuatro representantes de partidos provinciales.
El resultado fue de 25 votos a favor y diez en contra. Entre quienes se opusieron a la medida, el discurso más contundente estuvo a cargo del senador neuquino Elías Sapag, tío de dos militantes montoneros desaparecidos por la dictadura.
La tarde del martes, en otra sesión con muchas intervenciones, La Cámara de Diputados terminó de sancionar la ley con 125 votos a favor. Pese a las presiones que habían recibido desde la Casa Rosada, los radicales Manuel Díaz y Federico Storani se abstuvieron, en lo que se leyó como una protesta.
Al día siguiente – víspera de Navidad – la ley de 7 artículos fue publicada en el Boletín Oficial.
El círculo de impunidad
El gobierno de Alfonsín había logrado la ley que buscaba: sesenta días era un plazo muy corto, sobre todo si se tenía en cuenta que la feria judicial del mes de enero. En la práctica, se trataba de apenas un mes para presentar las acusaciones contra los responsables de delitos de lesa humanidad.
Frente al hecho consumado, los organismos de Derechos Humanos, abogados comprometidos en la lucha contra la impunidad y funcionarios judiciales trabajaron a destajo durante enero y febrero de 1987 para concretar el mayor número posible de imputaciones.
Alarmados, los sectores de las Fuerzas Armadas dispuestos a lograr su impunidad volvieron a presionar a Alfonsín en una escalada que comenzó con la negativa a presentarse cuando eran convocados por la Justicia y que culminó con el levantamiento carapintada de Semana Santa de 1987.
El 8 de junio de 1987, el Congreso sancionó una nueva ley enviada por el gobierno de Raúl Alfonsín. La “Ley de Obediencia Debida” estableció la presunción de que los delitos cometidos por los miembros de las Fuerzas Armadas cuyo grado estuviera por debajo de coronel (en tanto y en cuanto no se hubiesen apropiado de menores o de inmuebles de desaparecidos), durante el terrorismo de Estado y la dictadura militar no eran punibles, por haber actuado en virtud del concepto de “obediencia” en las Fuerzas Armadas, según el cual los subordinados no tienen otra alternativa que obedecer las órdenes que les dan sus superiores.
El círculo de impunidad quedó así casi cerrado. Los indultos presidenciales de Carlos Menem en diciembre de 1989 completarían la tarea.
Las leyes de Obediencia Debida y Punto Final fueron derogadas en agosto de 2003 por el Congreso Nacional y dos años más tarde, el 14 de junio de 2005, la Corte Suprema las declaró inconstitucionales.
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