El 22 de diciembre de 1949, en la Isla de Man, Barbara Pass, una ex vocalista de jazz, daba a luz unos mellizos. Junto a su marido Hugh Gibb, los nombraron Maurice y Robin. Con ellos dos ya eran cuatro los hijos. En 1945 había nacido Leslie y Barry lo había hecho un año después. El quinto hijo, Andy, llegaría casi una década después.
El padre de familia era músico, se ganaba la vida como director de orquesta y como baterista. En la casa la música estaba muy presente. Tanto que los cuatro hijos varones triunfaron en el mundo del pop.
La familia Gibb no permaneció demasiado tiempo en la Isla de Man, una diminuta dependencia autónoma de la corona británica ubicada en el mar de Irlanda. Se instalaron en Australia. Mientras el padre se ganaba la vida formando orquestas para programas televisivos y tocando en eventos particulares y salones, el hermano mayor Barry, solemne, les comunicó a los mellizos Maurice y Robin, que él de grande sería un cantante muy famoso. Lo dijo con tanta convicción, que sus hermanos no tuvieron más que creerle. Eso sí: le pidieron acompañarlo. Barry aceptó.
Los tres Gibb formaron un grupo musical. Tuvieron que elegir un nombre para su banda y no fueron particularmente originales: se llamaron Brothers Gibb. Su padre utilizó los contactos que tenía y el conocimiento del ambiente para conseguirles fechas y apariciones en televisión.
Bill Gates los bautizó como los Bee Gees. Pero no se trataba del magnate de la informática sino de un DJ australiano. Como compartía iniciales con los músicos, mientras los entrevistaba dijo que en esa habitación había demasiados “BGs”. Esos raros momentos en los que se escucha una palabra, una frase, y se sabe que se ha encontrado un nombre definitivo, un título final.
Allí comenzó una carrera con altibajos, irregular, pero que conoció largas etapas de sucesos fenomenales. Subestimados, a veces olvidados, integran el listado de los artistas más exitosos de la historia, sólo superados por los Beatles, Michael Jackson, Madonna y Elvis Presley. Más de una vez pareció que su carrera había terminado, que el suceso no volvería, pero ellos se repusieron. De casi todo.
Encabezan, sin que queden dudas, una categoría bastante robusta en el pop y el rock: la de banda de hermanos con suceso. Los rivales son de peso: The Beach Boys, The Carpenters, The Kinks y hasta Oasis. Pero ninguno tuvo los hits, las ventas y la permanencia de los Bee Gees.
Como buena banda de hermanos ellos tuvieron grandes peleas. Los principales contendientes eran Robin y Barry. Maurice era el conciliador, el que siempre tendía puentes, al que los otros buscaban como nexo.
El vínculo fraterno no impedía los celos y las luchas de egos. Si bien cada uno tenía roles en el grupo, muchas veces estos se intercambiaban. Los primeros grandes éxitos del grupo los consiguieron con la voz de Robin. Eso molestó un poco a Barry y llenó de soberbia a Robin. Él estaba convencido de que debía ser la voz principal de todos los temas. En 1969 la situación se tensó hasta la ruptura. Barry y Maurice por un lado, Robin, por el otro, como solista. Robin, confiado en su genialidad, les dejó el nombre a los hermanos. No iba a necesitar de ellos. Sus planes eran demencialmente ambiciosos: dirigir cine, montar un musical, escribir un libro, grabar una trilogía de discos. Nada de eso funcionó.
Los discos que sacaron por su lado fracasaron rotundamente. Sin embargo el encono era demasiado intenso como para admitirlo. Hasta que en 1970 se reencontraron en una fiesta familiar, el casamiento de Barry. El resto lo hicieron la madre y el alcohol. Antes de que los novios salieran de luna de miel, los Bee Gees habían logrado rehacerse. De inmediato consiguieron su primer número uno en Estados Unidos: How can You Mend a Broken Heart.
Pero después llegó una pequeña debacle. Nada de lo que lanzaban parecía interesarle a su público. No lograban entrar en sintonía con la época. De las tapas de revistas, la cima de los charts, los estadios repletos, pasaron a no ser escuchados en las radios y a tocar en pequeños clubes ingleses. Su tiempo, parecía, haber pasado.
Pero en 1975 probaron algo nuevo. Fueron a Miami incorporaron el funk, algo de la incipiente música disco (aunque todavía no se llamara así) y casi de milagro, por accidente, encontraron el falsete de Barry: esa voz aguda, elevada hasta sitios inimaginables, tantas veces imitada pero que no tiene par, será el sello distintivo de los Bee Gees. Con Jive Talkin abriendo paso, los Bee Gees volvían a la primera línea.
Su representante era Robert Stigwood. Cuando se mudaron de Australia a Gran Bretaña fueron en busca de Brian Epstein, el manager de los Beatles. Les pareció algo natural: querían ser como ellos. No tuvieron suerte con él pero sí con su segundo, Stigwood.
El productor ideó un ardid que le dio el primer éxito a los Bee Gees en Inglaterra en los sesenta. New York Mining Disaster, 1941. La leyenda asume que el single fue empujado por una picardía. El disco fue enviado a las radios con un gran rótulo con el nombre de la canción y sin destacar a los intérpretes. Los disc jockeys creyeron que se trataba de la última creación de los Beatles y rotaron la canción con asiduidad.
Robert Stigwood permaneció al lado de ellos en todo ese tiempo. Y se dio cuenta de que el cambio de ese álbum del 75 y el nuevo interés debía ser aprovechado. Pasaron de un soul de ojos claros, con alma negra, con toques de psicodelia y base pop con inclinación a las baladas (un mestizaje que los acompañará por años y que los llevará a concebir obras maestras y a bordear el abismo del ridículo) a temas bailables y muy conectados con el sonido de su tiempo.
Stigwood estaba ampliando sus intereses y negocios. Había comprado los derechos de un artículo periodístico de Nick Cohn sobre la vida de los jóvenes en Brooklyn y sus salidas nocturnas. También tenía firmado con exclusividad a un joven actor: John Travolta. La música se la encargó a los Bee Gees. Esta mezcla de contratos de Stigwood produjo un fenómeno, el suceso imparable de Fiebre de Sábado por la noche. La banda de sonido de la película de Travolta se convirtió en ese momento en el disco más vendido de la historia: más de treinta millones de copias. Sus canciones (y las que compusieron y produjeron para otros artistas como If I Can’t Have You de Ivonne Elfman) coparon los rankings y las radios.
En esa época, meses antes del estreno de la película, aparece otro personaje clave de esta historia, el hermano menor, diez años más chico que los mellizos, Andy Gibb. Joven, con atractivo físico y desparpajo, su aparición estremeció los charts y a las fanáticas. Su primer disco, escrito y producido por sus hermanos, fue una máquina de hits.
Sus tres primeros lanzamientos llegaron al número 1, un record Billboard. Andy sintió que el mundo era suyo. Shadow Dancing permaneció dos meses en el tope. Era un pop blando, algo débil pero pegadizo que, acompañado por la sensualidad del cantante, encandilaba. Los contratos y las tentaciones comenzaron a llegar para el joven. Salidas nocturnas, mujeres famosas y excesos. Parecía que se iba a escuchar a Andy Gibb por siempre. Pero no fue así. Su encanto se fue esfumando detrás de su adicción a las drogas. Varias presentaciones fallidas, algunos escándalos y una tortuosa relación amorosa con Victoria Principal, la actriz que interpretaba a Pam en Dallas.
El romance entre las dos súper estrellas, tórrido y problemático, alimentó a los tabloides un par de años. Ella era mayor que él y la familia Gibb quiso responsabilizarla por la caída del menor de ellos. Lo cierto es que Andy pasó de dominar charts y tener más de diez millones de dólares a tener menos de siete mil dólares en la cuenta (alguien dijo que gastaba más de mil dólares diarios en cocaína), participaciones en programas bizarros de televisión y varias internaciones fallidas en centros de rehabilitación.
Barry, el hermano mayor, quiso tomar control de la vida de Andy y lo internó en la Clínica Betty Ford. Pero la mejoría fue breve.
A los treinta años, una infección en el miocardio, de un corazón debilitado por una feroz adicción a la cocaína produjo su muerte y la primera tragedia de la familia.
Se especuló que los hermanos mayores iban a incorporarlo a los Bee Gees como parte de la terapia pero la muerte llegó antes. En los años de juventud Maurice había sido alcohólico. Ringo Starr y John Lennon eran dos de sus principales compañeros de correrías pero la intervención de sus hermanos y un largo proceso de rehabilitación consiguieron que pudiera reconstruir su carrera profesional y su vida familiar.
En 1978 los Bee Gees lograron tener, entre temas cantados por ellos y escritos pero cantados por otros, cinco de los diez más vendidos. Un récord sólo ostentado por Lennon y McCartney. El número uno del chart fue de ellos 25 de 32 semanas. Staying Alive, Night Fever, More Than a Woman, How Deep is Your Love. Se convirtieron, casi impensadamente, en los reyes de la música disco. Fueron los dominadores de una era. Fruto de su instinto, perseverancia, la habilidad para componer, falta de autocrítica y hasta suerte. Y, naturalmente, del hallazgo del falsetto del mayor de los hermanos.
Pero por ser los máximos representantes de ese tiempo debieron pagar un precio. Cuando el disco pasó de moda (la sociedad había mutado, la recesión había llegado y Ronald Reagan empezaba su gobierno), ellos fueron los elegidos para ser reprobados y denostados. Se los convirtió en símbolo de ese estilo y se los señaló como los principales culpables. Sus discos eran quemados en fogatas públicas, los críticos musicales los lapidaban y el público les dio la espalda.
La imagen y la música había hastiado. Los pelos aireados como una mousse de chocolate, las barbas prolijas, los sacos de satin, las camisas abiertas como si no les alcanzara la plata para botones, los colgantes dorados cayendo sobre los torsos peludos. El disco Demolition Day los tuvo como principales víctimas.
Los hermanos Gibb no entendían cómo era que habían pasado de la gloria, de dominar la industria como sólo The Beatles habían podido hacerlo, a ser despreciados por casi todos. Lo cierto es que los tiempos cambian y ellos quedaron atrapados como los estandartes de una era que se quería olvidar, una era demasiado futil y estentórea, banal y poco elegante.
Más allá del cambio de época, los Bee Gees cometieron también sus errores garrafales: ahí está la película del Sargento Pepper con Peter Frampton para demostrarlo. La fórmula parecía invencible. Robert Stigwood como productor, los artistas más taquilleros de su tiempo (los Bee Gees y Frampton), las canciones de los Beatles. Pero se olvidaron de tener un buen guión y un director. El film terminó convirtiéndose en un desastre y en motivo de burlas.
Sin embargo, los hermanos Gibb una vez más se reconvirtieron. En la adversidad demostraron su talento dúctil y el carácter recio, ese deseo invencible de seguir en lo más alto. Volvieron a tener un gran éxito en 1979. También compusieron varios números uno para otros artistas. Diana Ross, Barbara Streissand y ¡hasta un hit country! para Dolly Parton y Kenny Rogers. Después, en 1987, volvieron a editar y a triunfar con otro disco propio. Los álbumes de grandes hits y las giras hicieron el resto.
¿Cuál era el secreto de la banda? Cuando Los Bee Gees son buenos, son extraordinarios. Y a la vez pocos logran pifias tan cabales como ellos cuando se equivocan. Las letras muchas veces dan vergüenza ajena. Tiene, también, temas magníficos con nombres horribles -Fanny (Be tender with my love), por ejemplo-. Su megalomanía es una de las claves, el componente indispensable de las estrellas de la música. Es, en cierta medida, la historia del pop: jugar con los límites del ridículo, tomar un tema universal, simplificar, tamizarlo con poesía a la vez inmediata y duradera, música que se adhiere al cerebro vitaliciamente, que hace tamborilear los dedos y marca el ritmo con la suela de los zapatos contra el piso. El hit perfecto.
Otro ranking que lideraron, uno infausto: el de los grupos marcados por la muerte, destrozados por ella.
En 2003, cuando el revival de los grupos de los sesenta estaba en auge y cuando se aprestaban para una gira mundial, uno de los mellizos, Maurice, empezó a sentir molestias en su abdomen. Fue internado y tras unos estudios en los que no se podía determinar con certeza su afección, el cuadro empeoró. Una lesión intestinal provocó su muerte en enero de 2003. Tenía 53 años.
Los dos miembros supervivientes del grupo, sus hermanos Barry y Robin, decidieron de manera automática dar por terminado el grupo. No podrían volver a un escenario sin su hermano. El mellizo Maurice era el catalizador entre los dos egos siderales de sus hermanos. Sin su intermediación la convivencia sería imposible. Ya no podrían ser los Bee Gees. A lo sumo Barry y Robin pero sin Maurice nada sería igual.
Ocho años después cuando, gracias al paso del tiempo y al deseo de volver a ser aplaudidos, pensaron en su regreso. A ninguno le había ido bien solo. Su público les pedía los viejos temas, los de los hermanos. Pero, otra vez, la muerte se interpuso en sus planes. Un cáncer de colon provocó la muerte de Robin a los 62 años.
De los Bee Gees sólo sobrevivió el hermano mayor, nombrado hace poco Caballero de la Corona Británica. La mayor víctima de esta cadena de muertes y dolor, sin duda, fue Barbara Gibb, la madre de la banda familiar más exitosa de la historia, que debió ver cómo morían tres de sus hijos. Barbara falleció en 2016 a los 96 años.
A los Bee Gees los atravesaron el éxito y la muerte, tal vez, como a ninguna otra familia de la música. Sin embargo sus canciones, de género incierto y sin el prestigio de las obras de otros grupos, permanecen de pie, invictas, inexpugnables.
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