“Un general majestuoso”. Así había definido Richard Allen, asesor de Seguridad Nacional del presidente norteamericano Ronald Reagan, al militar alto, rubio y de ojos claros que el 22 de diciembre de 1981– hace exactamente cuatro décadas- se convirtió en la cabeza de la dictadura argentina.
El hombre se llamaba Leopoldo Fortunato Galtieri y la frase de Allen había sido leída en su momento como una virtual bendición venida desde el norte para que reemplazara a otro general y dictador, Roberto Eduardo Viola, en lo que los militares insistían denominar “la presidencia de la Nación”.
La excusa del momento fue que Viola, que debía ejercer “la presidencia” hasta el 29 de marzo de 1984, sufría problemas cardíacos que le dificultaban ejercer el cargo, pero a nadie se le escapaba que su salida era el resultado de una feroz interna dentro del propio Ejército que se trasladaba también al seno de la llamada Junta Militar, el máximo organismo de conducción de la dictadura instalada por el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976.
Viola era el segundo “presidente” de la dictadura y llevaba poco más de ocho meses en el puesto cuando fue desplazado el 2 de diciembre de 1981. Lo que Allen ni nadie imaginaba era que el hombre que lo reemplazaría veinte días más tarde, ese “general majestuoso”, no sería la esperada tabla de salvación de una dictadura jaqueada por su desastrosa política económica y las denuncias internacionales por las violaciones de los derechos humanos que había perpetrado y seguía cometiendo, sino que se convertiría en su sangriento sepulturero.
Viola en jaque constante
Roberto Eduardo Viola tenía 56 años cuando el 29 de marzo de 1981 reemplazó al primer “presidente” de la dictadura, Jorge Rafael Videla. Para entonces, el plan económico anunciado en 1976 por el ministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz hacía agua por todos lados.
Por otro lado, la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) realizada en 1979 había confirmado las denuncias por crímenes de lesa humanidad perpetradas por los militares en el poder y la imagen internacional de la dictadura se venía cayendo a pedazos.
La designación de Viola no había sido sencilla. Tanto dentro del Ejército como en las otras dos fuerzas armadas –la Armada y la Fuerza Aérea– se lo consideraba “un blando”. Por eso, su gestión estuvo en jaque desde un principio.
El nuevo “presidente” pretendía revertir en lo posible la crítica situación de la dictadura con un nuevo plan económico a cargo de Lorenzo Sigaut, una tibia apertura al diálogo con algunos sectores políticos y una suerte de simulacro de “investigación interna” en las Fuerzas Armadas sobre las violaciones de derechos humanos.
El plan económico de Sigaut no tardó en mostrarse como un fracaso. Al asumir el cargo, el ministro de Economía había anunciado pomposamente que “el que apuesta al dólar, pierde”, pero apenas unos días después devaluó brutalmente el peso un 30% en una infructuoso intento de conseguir inversiones internacionales. La inflación de 1981 terminaría alcanzando un 131% interanual.
La apertura de un tibio diálogo político con partidos cercanos a la dictadura también resultó un fiasco. Como respuesta, la mayoría de los sectores se nucleó en una Multipartidaria Nacional que exigió el llamado a elecciones libres.
El simulacro de “investigación interna” en las Fuerzas Armadas sobre las violaciones de los derechos humanos no avanzó un solo paso. Por el contrario, terminó enfrentando a Viola con sectores “duros” del Ejército y la casi totalidad de los oficiales superiores de la Armada y de la Fuerza Aérea.
Los cables desclasificados
En abril de 2019, el gobierno de los Estados Unidos desclasificó una serie de documentos secretos sobre la última dictadura argentina. En muchos de ellos –que fueron revelados de Infobae por la colega Gabriela Esquivada– se puede ver claramente la precaria situación de Viola desde prácticamente el mismo día que llegó a la Casa Rosada.
Un cable de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) del 3 de abril de 1981 –cuando Viola llevaba apenas cinco días en la “presidencia”– revela cómo la supuesta “investigación interna” que pretendía promover fue obstaculizada desde el principio. El informe de la CIA, dirigido al Consejo de Seguridad y al Departamento de Estado norteamericanos dice: “A Viola le gustaría resolver el problema de los derechos humanos en Argentina mediante alguna forma de investigación interna; sin embargo, la Armada argentina le impide hacerlo, pues se opone con fuerza a que cualquiera pueda ser llamado a responsabilizarse por las acciones en la guerra contra la subversión. Casi con certeza Viola intentará resolver este problema, pero se moverá muy lentamente”.
El 24 de junio, otro cable secreto salido de la Embajada estadounidense en Buenos Aires advertía que “la autoridad presidencial de Viola está siendo socavada” y que “la efectividad y potencialmente la supervivencia de su gobierno están en juego”. En otro párrafo decía: “Viola está siendo acorralado por la junta militar que formalmente lo eligió, y recibe cuestionamientos de oficiales tanto militares como del gobierno. Se dice que algunos oficiales se inclinan por su reemplazo”.
El 21 de noviembre de 1981, la situación de Viola en la Casa Rosada se hizo insostenible y fue obligado a pedir una licencia médica por sufrir “una insuficiencia coronaria e hipertensión”. Lo reemplazó el ministro de Trabajo, el general Horacio Liendo.
Pocos días después, el encargado de la Sección Política en la Embajada de los Estados Unidos en Buenos Aires, Townsend Friedman, informó en otro cable secreto donde decía que “una fuente argentina que creo que es amigo íntimo del ministro Liendo”, le informaba que “tanto el ex presidente Videla como el general Galtieri le pidieron a Viola que renunciara”, pero que Viola se negó; y que “las decisiones económicas que el gobierno tomó durante la semana no tenían el visto bueno previo de la junta”.
Viola resistió poco más y aceptó renunciar “por razones de salud” el 2 de diciembre.
La llegada de Galtieri
Las dos semanas que siguieron a la renuncia de Viola fueron de negociaciones intensas en el seno de la Junta Militar y de las tres armas. Mientras tanto, la “presidencia interina” quedó al cargo de un marino, el vicealmirante Carlos Lacoste.
El hombre elegido fue el comandante en jefe del Ejército, Leopoldo Fortunato Galtieri. El militar puso como condición conservar también la jefatura de su arma. Quería tener poder de fuego en caso de que quisieran hacerlo lo mismo que a su predecesor.
Galtieri juró el 22 de diciembre ante los otros miembros de la Junta Militar. Al embajador norteamericano en Buenos Aires, Harry Shlaudeman, le llamó la atención que el encargado de tomarle juramento fuera el jefe de la Fuerza Aérea, brigadier Basilio Lami Dozo, en lugar del jefe de la Armada –un arma con más peso en la Junta–, Jorge Isaac Anaya, y recogió rumores que volcó en un cable enviado a Washington: “Anaya lo quiso así, por temor a que debido a su estatura diminuta se viera ridículo tratando de pasar la banda sobre la cabeza del gigantón Galiteri”, escribió.
Galtieri quiso dejar su impronta desde el primer momento, con una ceremonia austera que duró apenas nueve minutos. Para diferenciarse de sus antecesores decidió no residir en la quinta presidencial de Olivos y se hizo fotografiar firmando su declaración de bienes ante el escribano José María Allende y el auditor general de las Fuerzas Armadas, Carlos Cerdá.
Jaqueado por las protestas
En ese diciembre tórrido, la crítica situación económica y el descontento de cada vez más amplios sectores de la sociedad ya eran incontrolables. Entre marzo y abril de 1982 hubo cinco manifestaciones contra el gobierno militar, tres de ellas organizadas por organismos de Derechos Humanos y familiares de los desaparecidos. Galtieri no vaciló en reprimir con dureza.
El 30 de marzo de 1982 una movilización multitudinaria encabezada por Saúl Ubaldini se transformó en una jornada de lucha en las calles, que fue reprimida ferozmente por la dictadura. El descontento popular era inocultable, y la impotencia de Galtieri también.
“La jornada más maravillosa para mí fue la del 30 de marzo de 1982, antes de Malvinas, cuando salimos a la calle y fuimos detenidos. Pero fue una movilización masiva, con una sola tristeza: la muerte del compañero Benedicto Ortiz. Después fue el pueblo el que reaccionó. Desde los balcones tiraban macetas a la policía, de todo. Yo creo que fue lo que apresuró, después de Malvinas, el camino hacia la democracia. Fue una jornada maravillosa, no tuvo el brillo del 17 de octubre pero yo creo que tuvo la valentía misma del 17 de octubre”, recordaría Ubaldini muchos años después.
Los días de la dictadura parecían contados, pero Galtieri y los jefes de las otras dos armas decidieron jugar todavía una carta sangrienta y desesperada.
Un bombero con lanzallamas
Desde hacía unos meses, Galtieri tenía sobre su escritorio un plan de desembarco en las Islas Malvinas. Lo había elaborado el comandante de Operaciones Navales, contralmirante Juan José Lombardo, por órdenes del jefe de la Armada, almirante Jorge Anaya.
Para marzo de 1982, el plan había sido cuidadosamente estudiado y los jefes de las tres armas estaban convencidos de que tenía éxito, porque los británicos no responderían por la fuerza a la invasión.
La fecha fijada por los comandantes para la operación era el 9 de julio de 1982, en coincidencia con la celebración del Dia de la Independencia.
Pero el clima social aceleró los plazos. Galtieri y sus socios en la Junta Militar decidieron lanzar el plan el 2 de abril.
Con esa acción, supusieron, matarían dos pájaros de un solo tiro: recuperarían las islas y, apelando al patriotismo de los argentinos, contendrían las protestas sociales cada vez más generalizadas y reconstruirían la deteriorada imagen de la dictadura.
Dos meses y 12 días después, el 14 de junio, las tropas argentinas se rindieron ante las británicas. Los días de Galtieri estaban contados.
El 18 de junio, fue reemplazado por Cristino Nicolaides como jefe del Ejército. Cuatro días más tarde, asumió la última “presidencia” de la dictadura el general retirado Reynaldo Benito Bignone, quien luego convocaría a elecciones.
Leopoldo Fortunato Galtieri, “el general majestuoso” que pretendía salvar a su “gobierno” con una guerra y así transformarse en un héroe nacional, había terminado sus días en el poder como el sangriento sepulturero de la dictadura.
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