El 26 de noviembre Andrea se sentó frente a su computadora y escribió un tuit que empieza así: “Orgullosamente dentro del espectro asexual”. Semejante declaración habría sido inimaginable apenas unos años antes, cuando Andrea todavía sentía “vergüenza por no ser tan activa sexualmente” como el mundo indicaba que había que ser.
Inimaginable también para la Andrea que nunca consideró al sexo una prioridad pero muchas veces se sintió presionada a tenerlo, precisamente, porque se supone que sentir deseo y atracción sexual con cierta frecuencia e intensidad es “lo normal”.
Andrea Cukier tiene 37 años, es productora de podcasts, vive en Villa Crespo y se identifica dentro del llamado “espectro asexual”. No es que nunca tuvo ningún interés en el sexo. En la adolescencia “tenía inquietudes” -cuenta a Infobae- aunque había algo que la hacía diferente al resto.
“Recuerdo que la mayoría de mis compañeras de primaria ya se habían besado con lengua y yo no. No te hablo de un piquito sino de un beso más fogoso, por decirlo de alguna manera. No sé si era algo que yo sentía o que me hacían sentir, pero la sensación era que no estaba siendo parte de algo”.
Andrea, que se define como heterosexual, atravesó la secundaria con la convicción de que era la excepción a la regla. “Sentía atracción por algunos varones, pero no sé si era atracción sexual. La atracción era física, me gustaba, no sé… la cara de alguien, o cómo hablaba. Para el momento en que me di mi primer beso, que fue a los 16, mucha gente de mi secundaria ya estaba teniendo relaciones sexuales”.
Iba corriendo detrás de la coneja: la creencia era que si todo eso que le pasaba al resto era “lo normal” -querer tener sexo, sexo, sexo- entonces ella tenía un problema. “Sentía la presión de que lo tenía que hacer. La existencia misma me hacía saber que estaba llegando tarde”. Sus compañeras empezaban a tener novios con los que tenían y relataban sus experiencias sexuales y “a mí no me molestaba no tener novio sino esa mirada de ¿y vos por qué todavía no lo hiciste?, ¿qué pasa?”.
Andrea no sabía que existía algo llamado “alonorma”, una norma cultural que sostiene que “lo normal” es sentir atracción sexual hacia otras personas con cierta frecuencia e intensidad. Tampoco sabía que, fuera de ese perímetro, había otras opciones, lo que le hacía sacar conclusiones autodestructivas:
“Si no tuve sexo es porque soy fea. No sé si a esa edad pensaba en términos de ‘no soy sexualmente atractiva’, pero era como si no tuviera capital sexual, y ‘si no tengo capital sexual, no sirvo como mujer, no soy deseable’, como Drew Barrymore en la película ‘Jamás besada’”, cita y se ríe.
A los 17 tuvo su primer novio y su primera experiencia sexual. “Tanto con ese novio como con los vínculos que siguieron, siempre me sentí presionada. O sea, presionada pero dando consentimiento, porque yo nunca decía explícitamente que no quería, me daba vergüenza, miedo”, explica.
Y sigue: “Yo no sentía la necesidad imperiosa que los varones sí tenían. Entonces terminaba accediendo, voluntariamente pero sin deseo. Era forzado porque yo no quería hacerlo, pero no tenía las herramientas para darme cuenta”.
La norma
¿Por qué se sentía presionada? Andrea creció en la época en la que las revistas “de mujeres” proponían una única forma de libertad sexual:
“Cómo satisfacer a tu pareja, cómo ser más hot, 10 tips para ser mejor en la cama”, enumera. “En las películas o en las series que yo consumía cuando dos personas iban a tener sexo era un momento clave, un hito al que llegar, la idea de que ‘si hay amor el placer siempre es máximo’. En toda esa dinámica, nunca aparecía el ‘¿y qué pasa si no tengo ganas de tener sexo?, ¿por qué, si no tengo ganas, tengo un problema con mi pareja?”.
Ese paradigma no cambió demasiado con el tiempo y un ejemplo es Sex and the City, que fue furor a finales de los 90. “Una era más romántica, la otra más lanzada, una más feminista, pero igual todas tenían un rol en lo sexo-afectivo en donde nunca se ponía en cuestión el deseo. Al contrario, la idea era que todo el tiempo hay que estar predispuesta para el deseo sexual”.
Andrea creció, atravesó los “veintis” y siguió sin ver a nadie como ella en las películas, incluso las más feministas. Si todo eso era lo que estaba bien, “la sensación era que yo no estaba haciendo lo suficiente. Que no estaba masturbándome lo suficiente, que no estaba comprándome lencería suficientemente hot, que no estaba probando más posiciones sexuales, que no estaba haciendo lo suficiente para obtener mi placer y mi deseo”.
Y observa: “En ningún lado aparecía la posibilidad de que no tuvieras ganas de tener sexo sin que eso estuviera atado a un problema, físico, tipo vaginismo, o un trauma, como ser un abuso sexual”.
No era sólo lo que aparecía en los medios: “En terapia también: que mi deseo fuera no ejercer el deseo sexual siempre fue como ‘bueno, seguramente acá hay un trauma’”. En el consultorio ginecológico la pregunta nunca era: “¿Tenés sexo?” sino que lo daban por hecho: “¿Con qué te cuidás?”. No fue fácil -cuenta- lidiar con la mirada profesional que venía después del: “Con nada, porque no tengo sexo”.
Orgullo asexual
Andrea tenía más de 30 años cuando algo de todo aquello empezó a hacerle ruido. Fue en la época de las primeras marchas “Ni una menos”, en 2015, cuando comenzó a involucrarse en el movimiento feminista y a entender que “las feministas no somos los Avengers”: una masa amorfa, con un pensamiento único y la misión de librar al mundo de sus males.
“Hay una parte del discurso feminista que a mí no me interpela”, dice, no en plan de generar discordia sino de sumar otra mirada.
“Lo que no me gusta es que se monta en la presión de que hagamos de nuestro cuerpo y de nuestra sexualidad el centro de nuestra existencia”, explica. “El discurso, en general, es que si no estás todo el tiempo haciendo cosas sexualmente activas, por ejemplo sacándote fotos sexys y mandándolas o masturbándote, no estás cumpliendo con tu libertad sexual. Si alguien quiere sacarse fotos desnuda y enviarlas no me parece mal, simplemente que a mí nada de eso me resulta empoderante”.
En su recorrido, Andrea encontró su lugar en el llamado “feminismo interseccional”, un feminismo que toma en cuenta que hay intersecciones donde se cruzan las vulnerabilidades. Por ejemplo, una mujer cis, heterosexual, blanca y con acceso a la educación no tiene los mismos problemas que una mujer trans, gorda, negra, migrante, pobre.
Fue a través de estos feminismos que se topó por primera vez con una leyenda en sus banderas: “Orgullo asexual”. Pensó, de movida, que no, que ella no calificaba como tal.
“Pensaba ‘pero yo no soy asexual, porque a veces tengo sexo, o ganas’. Capaz es una vez cada tres meses, pero tengo, entonces no soy asexual”, recuerda. “Lo que no tengo es el ritmo o el deseo sexual que tiene otra gente porque en mi vida el sexo nunca fue ni va a ser una prioridad. La conversación, la confianza, el compañerismo, ir a comer, hay un montón de cosas que para mí son más importantes en las relaciones que el acto sexual puntualmente”.
A esto se refiere con la segunda parte de su tuit, donde escribió: “Con la esperanza de que el sexo deje de considerarse actividad vital del ser humano con más jerarquía que otras para relaciones afectivas”.
Cuando empezó a investigar, sin embargo, se enteró de que ser asexual no significa ser una persona que nunca tuvo sexo, lo odia, o guarda motivos morales o religiosos, como en el celibato. “La asexualidad es un espectro amplísimo”, así sigue aquel tuit que escribió para el Día de la visibilidad Asexual.
Dentro de ese abanico hay muchas variantes. Al principio, Andrea se identificó como “demisexual”, que son quienes sólo pueden experimentar atracción sexual o deseo después de haber formado un lazo de confianza con el otro. Ahora está más cómoda en lo que se conoce como “grisexualidad”, que son quienes sienten atracción sexual con baja intensidad y/o poca frecuencia, por lo que muchas veces el sexo no es una necesidad en sus vínculos.
“Yo no soy ni anti sexo, no odio al sexo, tampoco soy pacata. Simplemente que la alonorma no es mi norma”, advierte ella, en referencia a esa norma que dice que “lo imperante es tener un deseo sexual muy activo y ejercerlo”. Y sigue: “Me presioné a tener un montón de experiencias sexuales que no quería tener porque creía que me estaba perdiendo de algo. Me costó mucho entender que la alonorma me hacía sentir oprimida”.
Haberse librado del mandato y haber dejado de sentir vergüenza es lo que ahora le permite hablar de “orgullo”.
“De los 20 años que pasaron desde mi primera relación sexual, 17 fueron así, bajo esa presión. En los últimos tres años descubrí en el espectro asexual un lugar en el que me siento cómoda, donde elijo no sentirme presionada. Fue un alivio, sentí que tenía que dejar de fingir que el sexo me interesaba a ese nivel”, se despide. “Dejé de ver lo que me pasaba como un problema a resolver y me di cuenta de que mi vida es súper plena, cuando tengo mucha actividad sexual y cuando tengo nula”.
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