A primera vista puede sonar forzado afirmar que dos modelos antagónicos de desarrollo de lo que hoy es la Argentina hunden sus raíces a comienzos del siglo XVII. Pero si se analiza la vida de Hernando Arias de Saavedra, más conocido como Hernandarias, es fácil advertir que, más allá de épocas, cambios políticos y formas de gobierno, un aspecto crucial en nuestro desarrollo -el del modelo económico- enfrenta dos formas antagónicas de resolver el dilema, allá lejos en la historia y desde nuestra génesis como pueblo.
Hernandarias fue de por sí un personaje. Era yerno de Juan de Garay, el mismo que con unas decenas de criollos procedentes de Asunción del Paraguay había fundado la ciudad de la Santísima Trinidad (Buenos Aires) en 1580, cerca del emplazamiento elegido décadas antes por Pedro de Mendoza para levantar un precario puerto. Hernando Arias de Saavedra había nacido en Asunción en 1564, ciudad que para la época era la primera y más importante de la cuenca del río de la Plata. Todo el territorio de la actual Argentina dependía administrativamente del Virreinato del Perú, con capital en Lima, virreinato que para ser mejor administrado se dividía en gobernaciones, siendo la del Paraguay una de las más importantes, y de la cual dependerá todo el litoral, incluida la actual República Oriental del Uruguay y sur del Brasil.
Nuestro personaje será el primer criollo, es decir, nacido en América, en ser nombrado (por varios períodos) por el rey de España como titular de la Gobernación del Paraguay. En su carácter de funcionario de alto rango es abundante su correspondencia epistolar con el rey, sea con Felipe II primero, y con Felipe III luego. En una de esas cartas refiere a “los enemigos de la Patria” aludiendo a los contrabandistas instalados en el puerto de Buenos Aires.
Es un dato más o menos conocido por todos que a pesar de la pobreza material de la Buenos Aires de aquellos primeros años, sobre todo si se la compara con ciudades mucho más pobladas y ricas como las del Alto Perú (hoy Bolivia) y el Perú, las autoridades debieron lidiar desde el comienzo con la práctica del contrabando, es decir, la introducción ilegal de productos, algunos de primera necesidad para la subsistencia de la población local, otros, en cambio, manufacturas de origen holandés o inglés, a lo que hay que sumar los cargamentos de esclavos procedentes del África.
En torno a este tema conviene tener presente que la guerra sin cuartel que protagonizó durante largos años Hernandarias con los sucesivos personeros del contrabando porteño no se debió solo a los pruritos legalistas del gobernador criollo, sino al dilema de optar por un modelo de desarrollo económico que protegiera las incipientes industrias del interior profundo del territorio o, en cambio, por la otra alternativa, alentada por los hombres del puerto, dirigida a hacer de Buenos Aires una factoría para la entrada y distribución en la América Española de productos industriales fabricados por otros países.
Para ubicarnos en la época digamos que España se hallaba en guerra contra los Países Bajos, y también con Inglaterra. Era un conflicto en el que confluían muchas causas, entre las que figura la religiosa toda vez que España permanecía fiel al catolicismo y Holanda e Inglaterra se habían sumado a la reforma luterana. Pero no es menor el aspecto económico que enfrentaba sobre todo a Gran Bretaña con el Imperio Español.
El desafío consiste en remontarnos cuatro siglos y concebir que en buena parte del actual territorio argentino se desarrollaban distintas industrias, muchas aún artesanales, pero cuya calidad no tenía mucho que envidiar a productos de fabricación europea. En ese contexto, Buenos Aires, que había sido concebida, por su situación frente al estuario, como puerto de exportación de las manufacturas del interior, corría el riesgo de invertir el proyecto y mutar al de puerto de introducción, como si de una cabeza de playa de los industriales holandeses e ingleses se tratara, de bienes extranjeros a ser distribuidos en la mayor parte del continente.
En Hernandarias estadista. La política económica rioplatense a principios del siglo XVII (Eudeba, Bs. As., 1973), Ruth Tiscornia afirma: “Se ha intentado darnos la imagen de un Hernandarias honesto a carta cabal, leal, fiel vasallo e insobornable gobernante que, en su afán legalista se convirtió en ciego ejecutor de la legislación española. Como a ésta se la pinta con sombríos tintes restrictivos, ese falso Hernandarias de la historiografía liberal cumple con la ley porque es la ley, pero en el fondo de su alma sueña con el ‘libre comercio’”. Y agrega que el encargado de aclarar el punto es el mismo Hernandarias quien en carta al rey del 25 de mayo de 1616 “demuestra que no es simplemente la faz fiscal del problema lo que le preocupa, sino, fundamentalmente, la producción local. Pide que la prohibición se extienda a todos los artículos competitivos y con inequívoco sentido nacional antepone los efectos tucumanos a los extranjeros.”
Por tanto, sería una ingenua simplificación reducir el enfrentamiento entre Hernandarias y los sucesivos líderes del grupo de contrabandistas a la introducción por Buenos Aires de productos necesarios para la subsistencia de su aún escasísima población que apenas superaba los dos mil habitantes. Diego de Veiga y Juan de Vergara serán las caras visibles de la organización al margen de la ley a la que se enfrentará el criollo en representación del interior. Personajes que amasaron una importante fortuna en poco tiempo, y que llegaron a tener contactos hasta en el Consejo Supremo de Indias, no privándose incluso de la protección del primer obispo de la ciudad, Pedro de Carranza.
Encontramos otro elemento esclarecedor en este enfrentamiento entre los intereses del puerto y los del interior. Pese al control que España ejercía respecto de los pasajeros que embarcaban con destino a América, durante el período en el que Portugal formó parte del Imperio (desde 1580 a 1640), muchos portugueses lograron arribar e instalarse en Buenos Aires, no siempre de manera legal, llegando a constituir un tercio de su población. Y dentro del grupo de los “confederados”, que era como Hernandarias calificó a los contrabandistas, en oposición a los “beneméritos” que eran el grueso de la población local, descendientes de los primeros vecinos, los portugueses eran mayoría.
Guillermo Furlong arroja luz sobre el tema de fondo al decir que “esos escurridizos y omnipresentes huéspedes contaban con el apoyo de Portugal, como ésta contaba con el apoyo de Inglaterra. Lo que parecía una intrascendente lucha, cuasi casera, en un lejano rincón de la América hispana, tenía sus raíces europeas en Lisboa, Londres, París y hasta en la capital de los Países Bajos. Es que la aspiración suprema y última era la posesión de Potosí. Para ello, había que empobrecer a las provincias argentinas y llenarlas de portugueses, en cuyas manos habría de estar el gran negocio de la época: el acarreo y la venta de esclavos en Potosí.”
Los esclavos procedían de colonias portuguesas en África (España casi no tuvo territorios en ese continente) y Buenos Aires era el lugar de entrada, pero el destino final de tan macabro tráfico eran las ricas ciudades del Alto Perú. En retorno, buena parte de la plata de las minas potosinas, y pese a la confusión generalizada que existe al respecto, iba a Europa pero no a Madrid, sino generalmente a Londres y a Amsterdam.
El 21 de diciembre de 1634 Hernandarias murió en Santa Fe la vieja, en su humilde rancho de adobe, descansando sus huesos junto a los de su esposa Jerónima de Garay, en la iglesia de San Francisco, en las ruinas históricas de Cayastá.
Buenos Aires le debe muchas obras iniciadas bajo su auspicio, como la Catedral y el Fuerte (hoy Casa Rosada), pero acaso esté pendiente un justo reconocimiento por ese criollo gobernador que desde los albores de nuestra historia la quiso integrada y no de espaldas al resto del territorio.
SEGUIR LEYENDO: