Pasaron dos años del atentado. En un rincón de uno de los cuartos del piso en el que funciona la redacción hay una pila de revistas atadas con un hilo. Cuando una de las secretarias la mueve, comienzan a caer pequeños fragmentos que se desprenden como plumas que terminan en el suelo. La secretaria y el director de la publicación se miran. Ella desata el paquete y cuando retira las primeras revistas descubre que las otras se van deshaciendo mientras las pasa. Casi en el centro tienen un agujero. Al sacudir una vez más el montón, se escucha un ruido metálico. Algo no muy grande cayó por ese hueco que se formó en las páginas y rebotó contra el piso. El hombre se agacha y encuentra aquello que sospechó: una bala que había sido disparada aquella tarde fatal.
11 horas 33 minutos 47 segundos del 7 de enero de 2015. Eso, unos pocos de los que están ahí, lo sabrán mucho después. No estaban preocupados por la precisión horaria. Para ellos eran las 11 y media. La precisión horaria es un atributo posterior, forense. Son una veintena sentados alrededor de cuatro mesas blancas cuadradas, que unidas forman una sola. Discuten, como cada miércoles, el sumario, los contenidos del siguiente número de su revista satírica, Charlie Hebdo. En sus responsables conviven la preocupación y el alivio. Por un lado las ventas aunque se estabilizaron todavía están lejos de darles la solidez económica que conocieron en el pasado: menos de treinta mil suscriptores y otros treinta mil vendidos en los kioscos. Por el otro, cuatro días antes habían logrado cancelar un crédito bancario que debieron sacar varios años antes para afrontar una crisis económica. En la sala hay un policía. Casi en un rincón, como para no molestar. Piensa en sus cosas aunque cada tanto no puede evitar sonreírse con alguna ocurrencia o un comentario repleto de sarcasmo de alguno de los integrantes de la mesa. Hay risas, réplicas de una velocidad feroz, alguien que defiende con pasión una idea. De pronto, en otro lugar del departamento que oficia de redacción, muy posiblemente en la entrada, se escuchan dos estruendos. Secos, consecutivos, como si algo muy pesado hubiera golpeado contra el piso. Eso es lo que pensaron los humoristas, dibujantes y periodistas sentados alrededor de la mesa y siguieron con su reunión. El policía, que estaba allí para proteger a Charb, el director de la publicación por amenazas recibidas de grupos extremistas musulmanes, se dirigió a la puerta de la sala y desenfundó un arma. Recién en ese momento los demás callaron y ya no rieron. Esto no es normal, dijo.
La puerta se abrió de golpe. Aparecieron dos hombres con armas largas. Zapatos negros, pantalón negro, sweater negro, pasamontañas negro con un gran cuadrado, una apertura por la que se veían la base de la nariz y los ojos, abiertos, urgidos, rabiosos. Uno de ellos pregunta por Charb, el director. Todo se detiene. Será un segundo, a lo sumo dos. Parece una película pero no lo es. Las armas los apuntan. Ninguno puede dar el dato técnico de que se tratan de AK 47, sólo reconocen su poder letal. Cuando Charb se identifica se desata el infierno. ¡Allahu Akbar! Gritan. Dios es grande. Muchos caen por las balas, otros logran tirarse al piso por sus medios. Nadie tiene dónde escapar. En un momento parece que la balacera será eterna, que no tendrá fin hasta que se empiezan a espaciar los disparos. ¡Allahu Akbar! La gran mayoría está muerto o agonizante. Las paredes se llenaron de agujeros y de sangre pero nadie se fija en eso. Los que sobrevivieron cierran los ojos, los aprietan y contienen la respiración; saben que un parpadeo, un leve subir y bajar de su tórax los condenará al tiro de gracia. Philippe Lancon entreabre sus ojos. Casi un acto reflejo. Toda su atención está puesta en no gritar, en no gemir. No debe delatarse. El dolor se convierte en fuego que nace debajo del labio y se extiende a todo el cuerpo. Dos balazos le destrozaron la mandíbula pero él todavía no lo sabe. Sólo sabe que está vivo. Ve los pies de los terroristas moverse frenéticos por el salón, y el caño de sus armas apuntando hacia el piso. Otros disparos. Dos o tres. ¡Allahu Akbar! Luego los pasos se alejan. Algún estruendo más en la entrada del departamento y luego el silencio. El silencio más grande del mundo.
Había pasado un minuto y cuarenta y nueve segundos desde el ingreso de los dos hombres de negro.
Cada uno de los escasos sobrevivientes deduce que es el único al que no mataron. Nadie se mueve, nada se escucha. Entra una empleada administrativa y al ver la escena sólo puede llorar. Los servicios de emergencia llegan de inmediato. Aún a los experimentados bomberos y médicos se les hace difícil resistir la visión de ese salón arrasado. Al encontrar sobrevivientes salen rápido de su estupor y los trasladan a un hospital.
La masacre en la redacción de la revista satírica francesa Charlie Hebdo dejó once muertos y una decena de heridos. Los terroristas musulmanes mataron a otro policía en su huida, robaron dos vehículos y estuvieron prófugos un par de días. La policía parisina los encontró y ambos, los hermanos Saadif y Cherif Koauchi murieron abatidos. Al Qaeda se adjudicó el atentado. Acusaba a la revista de blasfema por publicar caricaturas de Mahoma.
Cuatro días después, hubo una enorme manifestación por las calles de París. Dos millones de personas salieron a oponerse a la barbarie. Entre la multitud había cuarenta líderes mundiales. Otros casi cuatro millones manifestaron en las demás ciudades francesas. El lema Je Suis Charlie (Yo soy Charlie) se viralizó y hasta se transformó en merchandising. La edición de la revista que los musulmanes consideraron blasfema se reeditó en varios idiomas. Se vendieron siete millones de ejemplares.
Pero detrás de estos grandes números, de los datos públicos, están las historias humanas. Las de las familias devastadas por la muerte violenta de su ser querido y la de los sobrevivientes. Tres de esos sobrevivientes escribieron libros sobre su experiencia. El último aparecido en castellano es Un Minuto Cuarenta y Nueve Segundos de Riss (seudónimo de Laurent Sourissea), actual director de Charlie Hebdo, editado por Libros del Zorzal.
Apenas se inició la primera ráfaga Riss se tiró hacia un costado. Quedó boca abajo. Cada segundo que pasaba en su cabeza sólo había lugar para un pensamiento: “No estoy muerto”. Y lo repetía como un mantra, como una manera de ir comprobando, segundo a segundo, que todavía conservaba la vida. Contuvo la respiración, como si se tratara de esos ilusionistas, que se meten en cajas herméticas para batir improbables récords de apnea. Lo de él no fue ni truco, ni habilidad ni entrenamiento. Sólo pánico e instinto de supervivencia. Cuando todo se detuvo y se dio cuenta de que los atacantes se habían ido, en algún momento se ilusionó en que los demás estuvieron vivos como él. Pero rápidamente se dio cuenta que era imposible. Se quiso levantar y descubrió que su espalda estaba empapada. Era su propia sangre. A esta comprobación le siguió un dolor lacerante. Le habían dado en el hombro. No podía mover el brazo. Se quiso poner de pie pero el dolor no se lo permitió. Cuando lo llegaron a asistir, muy poco después, y caminando muy despacio lo sacaron de esa habitación, Riss dejó de utilizar su mayor don, aquello que lo había llevado hasta ahí. Él trabajaba con su mirada pero esta vez no quiso mirar. Cerró los ojos y prefirió no ver a sus amigos y compañeros destrozados.
Phillipe Lancon es crítico literario y periodista. Trabajaba en Charlie Hebdo y en el diario Liberation. Un tiro atravesó su tórax y otros dos destrozaron la mitad inferior de su cara. Partieron su mandíbula en dos, dejándole un agujero. En algún momento los médicos creyeron que no iba a sobrevivir. Después de más de siete meses de internación y de veinte cirugías (hasta le injertaron parte del peroné para reemplazar el hueso deshecho de su cara), Lancon se recuperó. Ahora usa barba para ocultar su pera, la boca está ladeada y el labio inferior se requiebra abruptamente. Lancon escribió sobre su experiencia en El Colgajo (Anagrama), también un texto notable.
Una tercera sobreviviente contó su experiencia. Corinne Rey, Coco, no estaba en la sala en la reunión editorial en el momento de la irrupción de los terroristas. Unos minutos antes había salido a fumar. Los hermanos Koauchi habían equivocado el lugar de su ataque. Primero se dirigieron a una propiedad muy cercana, que era el antiguo lugar de la redacción de la revista. Cuando encontraron el sitio que buscaban se toparon con Coco que fumaba. La tomaron de rehén, la empujaron y la obligaron a marcar los cuatro números correctos del código de entrada. “Sos vos o Charb” la amenazaban. Ella abrió la puerta, fue empujada al suelo y le dijeron que no la mataban porque era mujer.
Coco debió lidiar con la culpa porque ella fue la que les permitió el ingreso. Le costó muchos años quitarse esa sensación de encima. Lo mismo le sucedió a Riss. Uno de los sobrevivientes era Simon, un chico joven que había ingresado a Charlie Hebdo poco antes a trabajar como webmaster gracias a Riss. Simon quedó cuadripléjico por las lesiones. El dibujante se sentía responsable por el chico.
Pero Riss, en su libro, es terminante respecto a esta cuestión. Sabe que ellos no son responsables, ni culpables de nada. Es más, él hasta rechaza (no hace lo mismo Lancon) la calificación de víctima. Riss sostiene que en un caso así sólo hay dos categorías: los culpables y los inocentes. Y ellos, sin dudas, son inocentes.
Al poco tiempo de la masacre, a Riss le ofrecieron una condecoración del estado francés. Él la rechazó por dos motivos. Primero porque creía que era una falta de respeto para sus compañeros muertos y sus familias; era regodearse en la tragedia. Segundo porque él sabía que ser sobreviviente no era ningún mérito en especial. Él no permanecía con vida por alguna virtud especial o algún acto de arrojo, ni había sido fundamental para evitar que lastimaran a otros o para salvarle la vida a otro. Sólo había sobrevivido por una cuestión de azar. Porque los criminales no apuntaron bien, porque no vieron que todavía respiraba y se fueron sin darle el tiro de gracia.
Hubo otros sobrevivientes pero todos se salvaron producto de circunstancias ajenas al heroísmo. Algunos hasta por debilidades propias como la impuntualidad. Llegaron tarde a la reunión y se encontraron con que habían salvado su vida.
La revista siguió saliendo gracias a colaboradores, ex empleados y otros que se acercaron para asegurar su continuidad hasta que la redacción se rearmara. Pero sucedió algo que no estaba en los planes de nadie. El número homenaje, el de la tapa verde con Mahoma llorando, vendió millones de ejemplares. Los pedidos de suscripciones llegaban de a decenas de miles. En su peor momento, después de que la barbarie arrasara con la mayoría de su equipo (casi todos eran accionistas de la publicación), Charlie Hebdo ingresaba en otro terreno desconocido: la abundancia económica. Eso, en vez de tranquilidad y un poco de sosiego, trajo problemas. Muchos de los que se acercaron reclamaron su parte, antiguos colaboradores sobredimensionaron su participación y el resto lo hizo la ambición.
Pasado el impacto de la violencia, hubo muchos que se dedicaron a hurgar, con morbo, en estas disputas que se plantearon. Algunos de los que se dejaron ganar por la codicia, tres meses después del 7 de enero, llegaron a decir en una reunión editorial que “ya no es más tiempo de lágrimas” en medio de reclamos por una nueva repartija de acciones de la publicación.
Otros, también apenas superado el estupor, trataron de relativizar la acción de los extremistas y hasta de cargar de responsabilidad a los hombres de la revista por haber dibujado a Mahoma. A esos y a otros, Riss les responde en su libro: “La libertad es un fuego imposible de calmar y hay que protegerla de los cobardes, los timoratos, los acomodaticios, los traidores, los miserables, los pusilánimes, los huecos, los inútiles y los insípidos. Es decir, contra un montón de gente”.
Los millones que marcharon el 11 de enero, los famosos y poderosos que posaron con el cartel de Je Suis Charlie no se mostraron firmes en la defensa de la libertad de expresión cuando aumentó la presión y cedieron a nuevas formas de corrección política, a la relativización y a la autocensura.
Los sobrevivientes de ese miércoles demencial intentan reponerse, seguir con la vida. Intentan también contar su experiencia, exorcizarla a través de textos crudos y sinceros que funcionan como catarsis y como homenaje a los muertos. Pero cuando les preguntan si pasados seis años pudieron superar los hechos del 7 de enero, ellos responden con los ojos vacíos y la voz casi en sordina: “No creo que nunca pueda salir de esa mañana, de esa redacción devastada”.
SEGUIR LEYENDO: