El reloj del Cuartel de Bomberos de Chascomús marcaba las nueve y media de la noche el 30 de octubre de 1998 cuando un hombre se bajó de un Fiat Regatta y entró agitado pidiendo ayuda. Dijo que estaba pescando en la laguna con un amigo y que éste se había caído del bote queriendo recuperar una línea. Que el lugar estaba oscuro y que no lo vio más; que gritó, pero no tuvo respuesta. Los bomberos actuaron rápido y siguiendo las desesperadas indicaciones del hombre empezaron a buscar en la zona que les señalaba desde la orilla, donde había dejado el bote vacío. Era una zona donde no llegaba la iluminación y debieron trabajar a la luz de las linternas. Ya era de madrugada cuando encontraron el cuerpo.
Tal vez por la urgencia de la búsqueda, nadie reparó en que no había una sola caña dentro del bote. A nadie le llamó tampoco la atención que el ahogado vistiera ropas ciudadanas -más adecuadas para el trabajo que para la pesca- y calzara zapatos abotinados y con suela, muy prácticos para caminar por las veredas pero totalmente incongruentes con la lacustre situación.
El cuerpo fue a parar a la morgue del hospital y el hombre acompañó a los policías hasta la comisaría para prestar declaración. Allí dijo -y el oficial escribiente tipeó- que su amigo muerto se llamaba Antonio Florentino Sosa, de 48 años. Que habían ido a Buenos Aires para hacer unas diligencias y volvían a Mar del Plata, pero que en el camino habían decidido, maldita la hora, pasar por la laguna a pescar un rato. Y que se les había caído una línea y que Sosa se había caído detrás de ella queriéndola agarrar, maldita la hora.
Desolado, el hombre presentó su documento de identidad para que no se confundieran al anotar su nombre y el número; también les dio los datos del auto. Firmó la declaración con los ojos llorosos, se despidió de los policías y se fue.
Al día siguiente, el médico de la morgue judicial firmó un certificado de defunción donde constaba que Antonio Florentino Sosa había muerto a causa de “asfixia por inmersión”. Tal vez apurado por otros menesteres, el facultativo no reparó en el tremendo golpe que el muerto tenía en el parietal derecho.
Caso cerrado. En las lagunas suelen ocurrir ese tipo de accidentes de pesca.
De mendigo a millonario
Sosa debía ser un hombre adinerado porque tenía tres seguros de vida. Uno por 100.000 dólares, otro por 60.000 y un tercero cuyo monto no trascendió.
Dos de las compañías pagaron las pólizas sin poner reparos. No les llamó la atención que los beneficiarios no fueran la mujer o algún familiar de Sosa sino sus socios en una empresa. Tampoco se preocuparon -igual que la policía- por investigar el patrimonio, el nivel de vida y la existencia de las empresas que figuraban como propiedad de López y sus socios.
La tercera compañía de seguros -no se sabe si por sospechas o por simple rutina- decidió investigar antes de pagar la póliza. Le encargó el trabajo a una empresa de liquidación de siniestros, cuyos pesquisas no demoraron en descubrir que nada cerraba ni en la vida ni en la muerte de Sosa.
Las compañías que figuraban a su nombre y el de sus socios no tenían sede real y tampoco operaban en el mercado. En otras palabras, eran empresas “fantasma”. También buscaron pero no pudieron encontrar al “amigo” de Sosa. Su nombre, su documento y los papeles del Fiat Regatta eran falsos. Ese fue el primer descubrimiento.
El segundo fue que si Antonio Sosa era rico y empresario había llevado una vida extremadamente austera. Lo constataron cuando fueron al domicilio que figuraba en su documento de identidad, en la localidad de Wilde, Partido de Avellaneda. Se encontraron con una casa precaria, en una calle de tierra, en el interior de una villa.
En un primer momento creyeron que se habían equivocado de dirección, pero al llamar a la puerta y preguntar si allí había vivido el hombre se encontraron cara a cara con su viuda. La mujer no sabía nada de seguros de vida y creyó que le estaban tomando el pelo cuando le preguntaron si su marido era empresario. Los pesquisas le nombraron entonces a los supuestos socios de López y a los beneficiarios de las pólizas.
Al escuchar que mencionaban a Daniel Stedile, la mujer les dio un dato revelador:
-A ese lo conozco, era el patrón de Antonio – dijo.
También les aseguró que su difunto marido no había agarrado una caña de pescar en su vida y que el día de su muerte lo había pasado a buscar por esa misma casa donde ahora estaban conversando el patrón de Antonio, ése que le decían que era su socio.
-¿La policía nunca le preguntó nada de esto? – quisieron saber los pesquisas.
-Nada – respondió la mujer.
Con esos datos y algunos más, la compañía de seguros presentó una denuncia en el Juzgado de Garantías de Dolores. Por estafa.
“La banda de los seguros de muerte”
Una noche de mediados de junio de 1999, el periodista del diario El Compromiso de Dolores Eduardo “Fisher” Cerdá recibió el llamado de una fuente de los tribunales de esa ciudad.
Esa fuente judicial le informó que en una causa que investigaba la Unidad Funcional N°2, a cargo de la fiscal Claudia Castro, con intervención del Juzgado de Garantías de la doctora Laura Elías, se habían producido novedades importantes. Le dijo también que toda la investigación se había realizado “con el más cerrado de los hermetismos”, pero que le podía informar que había siete hombres y una mujer imputados, y que algunos de ellos estaban ya detenidos e incomunicados.
La investigación se había iniciado por la muerte de un supuesto pescador en la laguna de Chascomús, tomada en un primer momento como accidente pero que se acababa de demostrar -con una segunda autopsia- que lo habían asesinado.
Sosa había muerto sin saber cómo habían utilizado su nombre. Por meses había hecho changas para Daniel Stedile, quien al emplearlo le retuvo el DNI. Sosa tampoco se enteró nunca de que, con ese documento, convenientemente falsificado, lo habían convertido en directivo de empresas y titular de cuentas corrientes, planes de ahorro, tarjetas de crédito y seguros de vida.
Pero eso no era todo. A Sosa lo habían asesinado para cobrar pólizas de seguro que le habían sacado falsificándole el documento y la firma.
La fuente dijo más: que no era el único caso, que podía haber seis o siete más, cometidos de idéntica manera por una misma banda.
Al día siguiente, El Compromiso publicó la primicia con un título que, por lo certero, quedó grabado en la historia criminal del país: “La banda de los seguros de muerte”.
Los criminales y sus crímenes
Cuando se publicó la información, ya había siete detenidos en la causa. La fuente le dijo al periodista que la fiscal creía que Daniel Stedile era el jefe y cerebro de la banda; que otros dos detenidos, el abogado marplatense Osvaldo Mairal y Héctor Noble eran los encargados del papelerío para las estafas; que Alejandro Focchi, oriundo de Tandil, le había ofrecido a Sosa el “empleo” con Stedile; que Fernando Gugliermetti, balcarceño, era el “pesado” del grupo; y que María Gladys Espinosa, la esposa de Noble, era la beneficiaria del seguro trucho. También le habló de un prófugo, Juan Marcelo Quiroga.
La investigación había empezado por la muerte de Sosa, pero pronto se había topado con casos similares. Uno de ellos era la sospechosa muerte del remisero de Balcarse Oscar Eduardo Romero, de 35 años. Su cuerpo apareció el 22 de agosto de 1997 dentro de su Renault 19 en el fondo de un arroyo de la localidad de Pila, camino a Mar del Plata. No había rastros de ningún accidente automovilístico y la caja de cambios del auto estaba en punto muerto. La autopsia había revelado que el golpe en la cabeza que había provocado su muerte no podía ser consecuencia de la caída del auto en el agua. Romero también figuraba como directivo de empresas fantasmas. Y tenía dos seguros de vida. El beneficiario de uno era Stedile, que firmaba como su socio; el de la otra póliza era la esposa de Stedile.
Otro caso era el de Raúl Osvaldo Jaureguibehere. Su cadáver apareció el 5 de mayo de 1996 en el Puerto de Mar del Plata. El expediente quedó archivado como accidente hasta que se lo conectó con la banda: los beneficiarios de su sucesión y de un seguro de vida eran Stedile, Mairal y Gugliermetti.
La fiscal investigaba también las muertes de Miguel Ángel Lucas y de Alberto Daniel Abulafia, que habían sido caratuladas también como accidentales. Los dos tenían seguros de vida a nombre de algunos de los integrantes de la banda.
Revisando las fechas de las muertes se veía que “la banda de los seguros de muerte” había actuado impunemente durante casi siete años.
Juicio y condenas
El juicio comenzó en agosto de 2003, con cinco acusados sentados la sala. El Tribunal en lo Criminal N°1 de Dolores, integrado por los jueces Analía Ávalos, José Luis Macchi y Carlos Colombo, dio por probado que el abogado Osvaldo Mairal, Daniel Stedile, alias “El Arcángel”, Héctor Noble y Fernando Gugliermetti integraban una asociación ilícita que cobró dinero de las compañías de seguros con pólizas que contrataron a nombre de personas a las que engañaron y mataron. Los jueces también dieron por probado que Marissa Espinosa era cómplice de la banda.
El fallo se conoció en septiembre: Daniel Stedile y Jorge Gugliermetti fueron condenados a reclusión perpetua; Osvaldo Mairal y Héctor Noble a prisión perpetua; y Marissa Espinosa recibió una pena de cuatro años y cuatro meses de prisión.
El tribunal los condenó solamente por las muertes de Antonio Florentino Sosa y Alberto Daniel Abulafia, ya que los jueces consideraron que no había pruebas suficientes en el resto de los casos.
SEGUIR LEYENDO: