Fue por culpa del mal tiempo que quedó al descubierto una de las primeras logias masónicas de Buenos Aires de las que se tiene registro. Databa de 1805, se denominaba “San Juan de Jerusalén, de la felicidad de esta parte de la América”, y había sido fundada por el portugués Juan Silva Cordeiro. El tesorero era Manuel Arroyo Pinedo y Juan Angel Vallejos oficiaba de secretario.
Se reunían en una suerte de templo ubicado dos cuadras antes de llegar al monasterio de Catalinas, en una vivienda que pertenecía a Miguel de Azcuénaga. Se dedicaba a la filantropía y, luego de un fino análisis, ayudaban en forma reservadísima a familias que la pasaban mal pero tenían un recto proceder y vivir.
Se los podía ver comer en una mesa redonda en la posada “Los Tres Reyes”, que atendía Juan Bonfiglio y su hija. También se reunían en la casa de Eleuterio Tavares, donde pasaban el tiempo jugando a los naipes, tomando café y comentando publicaciones.
Luego de una semana de mucha lluvia, según se consigna en un documento conservado en el Archivo General de la Nación, varios de los atributos usados en los ritos se habían humedecido por demás. Cuando el tiempo mejoró, Tavares mandó a un criado a colgar de la ventana y del balcón la vestimenta ritual mojada para que se secase. El viento que se levantó hizo que una capa y un mandil, un tipo de delantal, volasen por el barrio. Ambas prendas fueron recogidas por una mujer quien, al no hallar a su dueño, se la entregó a Antonio Rivarola, el capellán de las monjas catalinas, y éste las remitió a Benito Lue y Riega, el obispo de Buenos Aires. Al verlas, el prelado no lo dudó: fue a llevárselas al virrey Rafael Marqués de Sobremonte, quien ordenó al oidor Juan Bazo y Berry abrir un proceso para hallar a los responsables.
En la instrucción del sumario, que era secreto, se llamó a declarar a Gregorio Gómez, miembro de la logia en cuestión. No demoró en confesar, con lujo de detalles, su funcionamiento y dio los nombres de los que la componían. Si bien le hicieron jurar que no hablase con nadie, esa noche fue a la casa del secretario Vallejos y le contó de su declaración. Juntos fueron a verlo a Silva Cordeiro, que se desesperó.
De una cómoda extrajo dos cajas con alhajas con brillantes. Envió a un dependiente al Fuerte con el mandato de hablar con Juana María de Larrazábal y de la Quintana, esposa de Sobremonte. Debía saber que estas alhajas eran un regalo en nombre de Cordeiro para que las pudiese lucir en el día de San Juan Nepomuceno, cumpleaños de la mujer.
Ese día, la esposa del virrey apareció en público con las joyas. Su marido ya había ordenado suspender el proceso y devolver las pruebas incautadas.
El origen
Masón viene del francés “maçon”, que significa albañil o constructor. Se cree que los primeros masones fueron los constructores de grandes palacios y catedrales medievales francesas. Como las obras duraban años, se formaban cofradías entre los albañiles, que compartían entre ellos los secretos de construcción. Luego incorporaron a arquitectos, escultores, herreros, quienes eran admitidos si vivían una vida recta.
Hay una coincidencia en apuntar el origen de las logias en Londres a comienzos del siglo 18 con la conformación de la Gran Logia de Inglaterra.
Según ellos se definen, son individuos unidos con fines éticos, morales y filosóficos, que buscan la sabiduría que les permitan vivir en sociedad, en “amor al prójimo” y buscar la mejor forma de ser útiles a la sociedad. Sostienen los preceptos de libertad del individuo, la igualdad de derechos y la fraternidad humana.
Lo que los identifica es la escuadra y el compás. La primera representa el equilibrio entre la materia y el espíritu, donde el ángulo recto es la rectitud, característica de su forma de vida. El compás es el espíritu, mientras que la letra “G” se refiere a Dios y a la Geometría. El símbolo de los tres puntos, que suele aparecer en la correspondencia entre ellos, se refiere a la ciencia, la justicia y el trabajo.
La masonería argentina, como se la conoce ahora, tuvo como partida de nacimiento la constitución de la Gran Logia, el 11 de diciembre de 1857, cuando sellaron el pacto de unión las logias Unión del Plata, Confraternidad Argentina, Consuelo del Infortunio, Tolerancia, Regeneración, Lealtad y Constancia. Eligieron como gran maestre al doctor José Roque Pérez quien, junto a otro masón, el doctor Manuel Gregorio Argerich—, murieron socorriendo a los enfermos durante la epidemia de fiebre amarilla. Un cuadro de Juan Manuel Blanes inmortalizó uno de los tantos dramáticos momentos que entonces se vivieron.
San Martín y Belgrano
José de San Martín fue un activo protagonista masónico. Junto a sus compañeros fue iniciado en el quinto último grado del sistema francés, en la “Gran Logia Regional Americana”. Cuando arribó a Buenos Aires el 9 de marzo de 1812, creó la Logia Lautaro, que llegó a funcionar como una suerte de consejo secreto de gobierno. Se reunían en una vieja casona de la calle de la Barraca (hoy Balcarce) casi esquina Venezuela, pasando el convento de Santo Domingo, un lugar que de noche se recomendaba no transitar.
De todas maneras, proliferaron distintas logias que no eran masónicas, sino que surgían con el mandato de lograr la independencia de América. Esto no quitaba que varios de sus miembros sí lo fueran.
Durante la lucha por la independencia, en la correspondencia entre ellos, se referían a la logia como “Academia de Matemáticas” y cuando se anunciaba la incorporación de un nuevo miembro, se decía que “se ha dedicado al estudio de las matemáticas”.
En la Primera Junta de Gobierno, hasta el cura Manuel Alberti era masón y algunos estudios mencionan algunas logias que no se sabe a ciencia cierta si existieron.
Cuando José de San Martín se alejó de la campaña libertadora luego de las entrevistas que mantuvo con Simón Bolívar en Guayaquil, publicaciones masónicas sostienen que se fue “como obrero que considera terminado su trabajo y se siente satisfecho”.
A lo largo de la historia, tuvieron una activa participación en la vida argentina. Vicente López y Planes, autor de la letra del himno, era masón. Cuando Manuel Belgrano derrotó a los españoles en la batalla de Salta, el 20 de febrero de 1813, tuvo un comportamiento condescendiente con el general español, Pío Tristán. Ambos habían sido compañeros de estudio de leyes en Salamanca, tiempo en que se habían iniciado en la masonería. Belgrano le rechazó la espada que le ofreció luego de la derrota y el creador de la bandera liberó a los prisioneros –su oficialidad recomendaba fusilarlos- con la promesa de no volver a tomar las armas contra los patriotas. Los soldados serían liberados de ese juramento por un obispo, pero Tristán, fiel a su palabra entre hermanos masones, no volvió a combatir contra Belgrano.
Los masones participaron en la lucha contra la epidemia de la fiebre amarilla, y en otros conflictos, como en la federalización de Buenos Aires, en 1880. Debido a los enfrentamientos, fue la masonería quien organizó el cuerpo “Protección a los Heridos”, para atender a hombres de ambos bandos.
La promulgación de la ley 1420 de educación común, laica, gratuita y obligatoria es un hecho celebrado año a año por la masonería, que exalta la influencia del Gran Maestre Domingo Sarmiento en la concepción de esta norma.
Estuvieron presentes el 19 de junio de 1904 en Plaza Italia cuando se inauguró el monumento a Giuseppe Garibaldi, otro masón. En el palco junto al presidente y Mitre estaba el Gran Maestre de la masonería local, el diputado nacional Emilio Gouchón, que había participado de la fundación de la UCR y artífice de la aplicación del sistema de huellas dactilares para la identificación de las personas.
Cuando La Recoleta dejó de ser santa
El cementerio de la Recoleta perdió su condición de camposanto por un conflicto con los masones. El 8 de enero de 1863 falleció el doctor Blas Agüero, y en sus últimos momentos, rechazó la confesión. Por consiguiente, la iglesia determinó que fuese enterrado afuera de los límites del cementerio de la Recoleta. Su sobrino, Narciso Martínez de Hoz, denunció esta situación y el presidente Mitre instruyó a su ministro de Culto y Justicia Eduardo Costa, a corregir el asunto.
Luego de un fuerte intercambio epistolar con el obispo Mariano Escalada, quien dijo que era un deber rechazar los cuerpos que la religión católica repudiaba, el ministro elaboró un decreto, firmado el 9 de junio de ese año, donde se habilitaba tanto a los restos de Agüero como a los que falleciesen de ahí en más a ser enterrados sin distinciones. En contrapartida, la iglesia quitó al cementerio su condición de camposanto.
La relación con la iglesia no está exenta de conflictos, como el que estalló en el barrio de La Boca por 1873, con la logia Alianza. El padre Santiago Costamagna, un salesiano que acompañaría al general Julio A. Roca en su campaña al desierto, denunció que los masones pretendieron incendiar un galpón de madera donde los salesianos daban de comer a un centenar de niños.
El 29 de septiembre de 1868, a menos de quince días de asumir Domingo F. Sarmiento como presidente, hubo una “tenida” -que es como llaman a las reuniones- en el templo de la actual calle Perón al 1200, de la que participó el mandatario saliente, Bartolomé Mitre, quien en el curso de un banquete con doscientos comensales, se preguntó “¿Quién es Sarmiento? Un pobre hombre como yo, un instrumento como éste –levantando un compás- que la Providencia toma en sus manos para producir el bien”. Por su parte, el sanjuanino anunció que, mientras fuera presidente, abandonaba las prácticas masónicas.
Se supone que fue Gervasio Antonio Posadas, antiguo funcionario del virreinato, al que se le ocurrió el regalo a la esposa del virrey y que las luciese el día de su cumpleaños, y así tapar el entuerto de un pobre criado quien, al colgar una capa y un delantal mojado, dejó al descubierto el secreto mejor guardado. El que desde entonces dejaría de ser tal y que conocería toda la ciudad.
SEGUIR LEYENDO: