Para José de San Martín, la noche sin luna del jueves 19 de marzo de 1818 fue fatídica. En una llanura de tres kilómetros cuadrados, llamada Cancha Rayada, el ejército español decidió atacarlo por sorpresa. San Martín había intuido el peligro, sus espías se lo habían advertido, pero fue tarde cuando decidió mover su ejército. Los patriotas tuvieron alrededor de 120 muertos y varios prisioneros.
Lo que había provocado desazón y desánimo en el jefe del Ejército de los Andes no fue tanto la actitud de Miguel Brayer, el militar francés que alarmó a todo Santiago de Chile diciendo que tanto él como Bernardo O’Higgins habían muerto en el combate, que los soldados se habían desbandado y que la revolución había fracasado. San Martín, vivito y coleando, estaba preocupado por la pérdida de 26 cañones, de todo el parque, las municiones y muchas armas. Solo le quedaron cinco piezas inutilizadas.
La incógnita era cómo continuar la campaña.
En la tarde del 25 San Martín entró a Santiago, una ciudad aterrada esperando de un momento al otro la llegada de los realistas. Acompañado por una pequeña escolta, llamó a una junta de guerra y se sorprendió al escuchar un informe por demás optimista de que los depósitos del ejército estaban atestados de municiones. El que lo aseguró fue Fray Luis Beltrán, que mentía. En su fuero íntimo, aún no sabía cómo, se había propuesto compensar, en tiempo límite, el importante faltante en armas y en municiones para poder seguir luchando contra el español.
Era un dominico cuyo apellido era de origen francés, Bertrand, pero que el cura que lo bautizó trastocó en Beltrán. Había nacido como José Luis Marcelo el 7 septiembre de 1784 en San Juan, aunque todos lo tenían por mendocino.
De joven, había estado en el convento de San Francisco, en Mendoza y comenzó a tener interés en las ciencias. Cuando fue trasladado a Santiago de Chile, alternaba sus funciones de vicario del coro con sus primeros experimentos en la técnica de fundición de metales, conocimientos que adquirió leyendo y observando. Cuando estalló allí la revolución, siguió a los hermanos Carrera como capellán. Luego del combate de Hierbas Buenas se encargó en reparar con éxito la artillería dañada.
Cierto día, de puro curioso, visitó los talleres de maestranza de Bernardo O’Higgins, y fue contratado luego de haber impresionado a los ingenieros chilenos.
Al retomar el poder los españoles con la derrota en Rancagua, juntó sus herramientas y se fue como tantos otros a Mendoza. Allí O’Higgins se lo presentó a San Martín y éste lo puso, el 1 de marzo de 1815, al frente de maestranza de un ejército en plena formación. Si bien San Martín recibió de Buenos Aires armas, municiones y vestuario, era poco para emprender semejante campaña, y siempre necesitaba más.
Beltrán era un sacerdote con amplios conocimientos científicos “… se hizo matemático, físico y químico, artillero, relojero, pirotécnico, dibujante, herrero, carpintero”, describió Bartolomé Mitre. Fue tal su influencia que el día de su nacimiento se conmemora el día del metalúrgico.
Casi quedó fuera del ejército cuando el inspector general José Gascón se había opuesto a su nombramiento porque la milicia era considerada anticatólica. Pero la medida no prosperó.
En el campamento de El Plumerillo, armó un taller en el que llegaron a trabajar 700 personas, entre obreros, artesanos y herreros. Debió fabricar herramientas, de las que carecía. Las fraguas trabajaban las 24 horas, donde se fundían proyectiles, cañones y balas. Se armaban cartuchos de a miles, aparejos para los animales de carga, monturas y herraduras que se forjaban siguiendo las indicaciones de los arrieros que sabían de sobra lo que era transitar la montaña. Se confeccionaron uniformes, calzados y hasta la tinta para teñir la ropa.
Nadie pudo negar que Beltrán hizo descolgar las campanas de San Francisco para fundir cañones. Con su gente salió por la provincia a buscar hierro. Desde rejas hasta ollas todo servía para transformarlos en armamento. Reservado y taciturno, las constantes órdenes que daba a viva voz le provocaron una ronquera que le duró toda la vida. Colaboró con el tucumano José Antonio Alvarez de Condarco en la fabricación de pólvora, ya que este oficial estaba a cargo de los laboratorios de salitre.
En las charlas a solas que tenía con San Martín, éste se preocupaba por cómo transportar la artillería. “¿Quiere que los cañones lleven alas para volar? ¡Las tendrán!”, le aseguró. Adaptó una serie de carros angostos, similares a las zorras, con ruedas bajas, aparatos muy toscos pero sólidos, tirados por bueyes o mulas, que reemplazaron a los montajes de los cañones. Con un sistema de perchas, con las zorras y los cañones colgados, sortearon desfiladeros y precipicios. Estas innovaciones técnicas lo hicieron tener un lugar en el universo de inventores argentinos.
En noviembre de 1816 fue ascendido a teniente primero artillero y con un sueldo de 25 pesos mensuales. Entonces colgó los hábitos que cambió por el uniforme de artillero.
Para el cruce de los Andes llevó una compañía de un centenar de obreros con sus útiles y 120 trabajadores con las herramientas para hacer transitables los difíciles pasos de la montaña. Gracias a su labor, cada cañón llevaba 120 disparos, 900 mil cartuchos de fusil y 180 cargas de armas de repuesto, como describe Miller en sus memorias.
Beltrán cruzó la cordillera el 19 de enero de 1817 al frente de la maestranza y de los pertrechos de guerra. Una vez en Chile, se encargó de preparar el armamento y las municiones para la batalla de Chacabuco. Personalmente condujo siete cañones de a 4 de batalla y dos obuses de 6 pulgadas, con las zorras que había ideado. En ese combate peleó valerosamente y se ganó una medalla de plata.
Con su mentira luego de Cancha Rayada, le hizo decir a San Martín, que “…la patria existe y triunfará, y yo empeño mi palabra de honor de dar en breve un día de gloria a la América del Sur”.
Para lo que sería el enfrentamiento en Maipú, a partir de su mentira, echó mano a una apresurada leva de trabajadores. Fueron reclutados hombres, mujeres y niños, cuyas edades iban de los 14 a los 18 años. Imprimió un ritmo de trabajo tal que se llegaron a producir miles de proyectiles diarios y montó 22 cañones. Todo en 17 días.
“Este individuo -dijo San Martín de Beltrán- acreedor por tantos títulos a la más alta consideración y gratitud, ha sido el muelle real que ha dado actividad y movimiento, en medio de una casi absoluta carencia de operarios inteligentes, a las complicadas máquinas del parque, laboratorio de mixtos, armería y maestranza. A su indefectible constancia se debe, en la mayor parte, el planteo y estado ventajoso de aquellos establecimientos”.
Cuando Chile quedó liberado de españoles, tuvo que preparar, por orden de San Martín, los fuegos artificiales para festejar semejante acontecimiento.
El 20 de agosto de 1820 se embarcó en Valparaíso luego de haber embalado todos los pertrechos que salieron de sus fraguas. Cuando llegó a Lima, fundió otras 24 piezas de montaña, de las que el ejército carecía.
Como director de Maestranza y Parque, proveyó de municiones y pertrechos a varias expediciones: la de 1821 que marchó sobre Pío Tristán; la segunda, en 1822 que estuvo encabezó el general Rudecindo Alvarado; la tercera, en 1823, al mando de Andrés Santa Cruz.
Al retirarse el Libertador luego de la famosa entrevista en Guayaquil con Bolívar, siguió a cargo de la maestranza en Trujillo, y su producción ayudó a los triunfos en Junín y Ayacucho.
Se alejó del ejército disgustado con Simón Bolívar, cuando lo descalificó injustamente en público. Le había ordenado tener listo, en un máximo de tres días, un complejo embalaje de armas de fuego y blancas, muchas de ellas que debían ser reparadas. Cuando se cumplió el plazo, restaban acomodar algunas de ellas y Bolívar exageró con fusilarlo. Con tendencia a la depresión, se encerró en una habitación, e intentó quitarse la vida asfixiándose con un producto químico que echó a un brasero, pero pudieron salvarlo.
Quedó mentalmente desequilibrado y en Huanchaco, el pueblo costero donde vivía, lo conocían como el “cura loco”. Tenía el pelo blanco, larga barba, las mejillas hundidas, vestía como un harapiento. Caminaba desquiciado por las calles, en medio de las burlas de la gente, advirtiendo que Bolívar mandaría a alguien a asesinarlo. Iba con una caja colgada de su cuello, imaginando que vendía vaya a saber qué.
Cuando se recuperó en la casa de una familia amiga, volvió a Buenos Aires en 1825. Reclamó el pago de sueldos atrasados ya que se alimentaba gracias a la caridad. Al aprobarse su incorporación a la maestranza del ejército que luchaba contra el Brasil, lo hizo con el grado de sargento mayor.
Trabajó con el mismo celo y dedicación en el alistamiento de armamento tanto para las tropas de tierra como para la escuadra del almirante Guillermo Brown, quien siempre debió batirse en inferioridad de condiciones, y los cañones fallaban con tanto uso.
Peleó en Ituzaingó pero ya tenía su salud deteriorada, y regresó a la ciudad. Se recluyó en un convento donde, alejado de la milicia, vivió una vida de penitencia junto a sus pares dominicos. Olvidado por el gobierno y en la más extrema pobreza, falleció el 8 de diciembre de 1827. Fue enterrado, con el hábito de su orden religiosa, en el cementerio de la Recoleta, acompañado por un reducidísimo cortejo. Su sepultura no pudo ser ubicada.
Así murió el fraile Beltrán, el fanático de las ciencias y la mecánica, que había sido el autor de una mentira que, estando en juego la libertad, bien la valió.
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