Nos detenemos poco a pensarlo ahora que retomamos el ritmo de nuestra vida urbana, pero la pandemia nos puso de lleno frente a una realidad: si es verdad que somos lo que comemos, también es cierto que somos lo que habitamos, y “basta con entrar en una casa para saber no solo qué posee, sino qué esconde y qué desea su dueño”. La última cita es del ensayista anglosuizo Alain de Botton, conocido como el filósofo de la vida cotidiana, cuyo bestseller La arquitectura de la felicidad acaba de reeditar en ebook en español Penguin Random House. No dan lo mismo los muebles o la vajilla escandinavos, de sobriedad fabricada en serie y supuestamente al alcance de toda la clase media, que la porcelana de Sèvres y los sillones Luis XVI, recargados, ceremoniosos y clasistas. Y, sin embargo, vale cuestionarse: ¿el sillón de estilo heredado de la abuela es menos democrático que el pagado en euros “baratísimo” en una marca que en algunos países de América Latina ni siquiera existe? Pero de cualquier manera, cuando entramos a una casa decorada con objetos de Ikea percibimos una idea de la satisfacción diferente que si nos dejamos envolver por el interiorismo de Philippe Starck en el Hotel Faena.
Es que, dice De Botton, la arquitectura también nos habla de ciertos estados de ánimo que pretenden fomentar y mantener sus usuarios: nos invita a ser un tipo de persona concreta; a veces, como pasa con los hoteles, sólo por unas noches. No todo el mundo puede o quiere vivir todos los días de su vida en el sueño escarlata del Faena. Por eso, cada vez que un edificio nos parece lindo, hay algo más que mero gusto estético en nuestra calificación; “implica una atracción por el estilo de vida particular que promueve su estructura mediante la cubierta, los picaportes, los marcos de las ventanas, las escaleras y el mobiliario. Sentir la belleza es una señal de que hemos encontrado la expresión material de algunas de nuestras ideas acerca de lo que es una buena vida.”
De la misma manera, sostiene el ensayista, los edificios y los proyectos urbanos pueden parecernos ofensivos, no porque violen una preferencia visual, sino “porque no se avienen con nuestra comprensión del sentido legítimo de la existencia, lo que ayuda a explicar la seriedad y fiereza con que suelen desarrollarse las discusiones acerca de la arquitectura apropiada”.
El valor que le demos al emplazado de un complejo de torres, a un parque público, o a las múltiples variables intermedias, depende, en esencia, como ocurre con todas las obras de diseño, “del tipo de vida que creemos que sería más apropiado llevar con ellos y en torno a ellos”, en suma: de nuestras concepciones sobre las necesidades, la belleza, la democracia y, sobre todo, la felicidad. Lo que buscamos en una obra de arquitectura, escribe De Botton, no está tan alejado de lo que buscamos en un amigo, o en una pareja. “Los objetos que describimos como bellos son versiones de la gente a la que queremos”, dice.
Y, como es lógico, con las casas ocurre lo mismo que con las parejas: a veces, cuando las habitamos, no encontramos en ellas la felicidad que esperábamos; o nos damos cuenta de que tienen todo lo que hace falta, pero con eso no nos alcanza para ser felices, porque no nos conforma lo funcional; o nos gusta admirarlas de lejos o pasearnos por la vereda de enfrente y hasta ir a comer alguna noche a su restaurante, pero sabemos que, en nuestra vida cotidiana, preferimos la belleza tranquila de lo simple o de lo conocido, o de lo que nos recuerda a nuestra historia. Con nuestras limitaciones y privilegios, por supuesto, todos buscamos nuestro hábitat ideal en ese lugar al que nos gusta volver porque entendemos que ahí nos reencontramos con lo mejor de nosotros.
“Miramos nuestros edificios para mantenernos firmes, como en una especie de molde psicológico, en una visión amable de nosotros mismos –escribe De Botton–. Nos rodeamos de formas materiales que nos comunican qué necesitamos por dentro, pero estamos en constante riesgo de olvidarlo. Recurrimos al empapelado, los bancos de madera, la pintura y las calles para detener la desaparición de nuestro verdadero yo. A esos lugares cuyas concepciones se avienen con las nuestras y las legitiman, tendemos a honrarlos otorgándoles el término de ‘hogar’”.
Pero un hogar no tiene por qué ser la casa en la que guardamos toda nuestra ropa o donde vivimos todo el tiempo, sostiene el escritor, sino cualquier edificio en armonía con esa idea que tenemos de nosotros mismos y lo que debería ser, es decir, en armonía con nuestra idea de la felicidad. “Hogar” puede ser un aeropuerto, una biblioteca, un jardín, el bar de un hotel, el perfume de un shopping, o la vista que creemos que debería tener la costanera.
Así es desde tiempos inmemoriales, y De Botton lo prueba en un recorrido por los edificios que marcaron la historia de la arquitectura, desde la Villa Rotonda de Palladio hasta las casas funcionales de Le Corbusier y los rascacielos de Jean Nouvel.
Si la belleza, como sostuvo Stendhal, es “una promesa de felicidad”, no es menos cierto que cada cual tiene una idea acerca de lo que es bello que se corresponde con su época y sus circunstancias. “Lo que fue hermoso un tiempo, no puede reproducirse tal cual sin que nos parezca inadecuado”, dice De Botton, para quien, la fe en la importancia de la arquitectura se basa, precisamente, en que somos personas diferentes, en lugares, tiempos y situaciones diferentes, y también en la convicción de que la arquitectura es capaz de “hacer visible lo que podríamos ser”.
Surge, por supuesto, también otra pregunta: si nuestra felicidad o nuestros sentimientos dependen en cierto modo del color de las paredes o de la forma de una puerta, “¿qué nos pasará en la mayoría de los lugares que estamos obligados a contemplar o a habitar? ¿qué podríamos experimentar en una casa que –con suerte– tiene las ventanas como las de una cárcel, y la alfombra y las cortinas sucias?”.
Para prevenir esa angustia permanente, dice el autor, es que cerramos los ojos a la mayor parte de lo que nos rodea. Y es que nunca estamos lejos de las manchas de humedad, de los techos agrietados, y de las ciudades contaminadas y caóticas. “No podemos mantenernos sensibles de forma permanente en entornos cuya mejora no está a nuestro alcance, ni desplegar a fondo nuestra percepción de lo que nos disgusta”, escribe.
La decadencia siempre acecha. Cualquiera que haya vivido en una casa sabe que rápido se abrirán las rajaduras en las paredes, o se teñirá de ocre la pintura blanca. Un elemento frecuente del encanto de la belleza, dice De Botton, radica en su apariencia despreocupada: “Sólo cuando intentamos meternos en el mundo de la construcción comienzan los tormentos para lograr que los materiales y las personas cooperen para hacer realidad nuestros diseños”. De nuevo, cualquiera que haya estado en obra, sabe que está en lo cierto.
¿Cómo puede alguien decidir qué estilo es mejor o defender una preferencia particular frente a los gustos contradictorios de los demás? Para el filósofo, la creación de belleza, que en más de mil años de historia de Occidente fue la tarea principal de la arquitectura, y era sinónimo de edificios clásicos –columnas decoradas, proporciones repetidas, fachadas simétricas–, se redujo en un punto “a un confuso imperativo privado”. El cambio comenzó, primero, por cuestiones de costos, cuando cobraron fuerte identidad las arquitecturas locales: las casas se construían de un modo uniforme con materiales autóctonos particulares. Después, a fines de 1700, la incorporación del gótico al entorno doméstico, abre un abanico de opciones que, hacia principios del Siglo XIX dan lugar al eclecticismo. Pero todas esas posibilidades también son fuente de caos y terminan con la creencia en un canon universal de belleza. De pronto, ningún estilo era inmune a la crítica.
La Revolución Industrial posterga el debate sobre la belleza, y los ingenieros, con sus técnicas incuestionables para trabajar el hierro, el acero y el hormigón, despiertan admiración por sus puentes, acueductos y dársenas. “Más novedoso aún que sus habilidades era quizá el hecho de que parecían llevar a cabo estos proyectos sin siquiera plantearse qué estilo era mejor adoptar”, escribe De Botton. Los arquitectos podían, ante ese panorama, quedar reducidos al deber de “convertir lo útil, práctico y funcional en algo bello”, como planteaba el urbanista prusiano Karl Friedrich Schinkel, o tomar una clave de esos profesionales aparentemente infalibles: su seguridad.
Si la nueva medida del valor era la funcionalidad, era posible repasar toda la historia de la arquitectura y reevaluar sus obras más significativas “según su grado relativo de veracidad o falsedad”. Así, los romanos eran falaces por haber añadido columnas al Coliseo, ya que las piezas de piedra esculpida sólo aparentaban sostener los pisos de arriba, cuando, en realidad, toda la estructura se apoyaba sobre los arcos.
“Nuestros ingenieros gozan de buena salud, son viriles, activos, útiles, equilibrados, y están contentos con su trabajo”, escribió Le Corbusier en 1923 en Hacia una nueva arquitectura. Por el contrario, se lamentaba: “Nuestros arquitectos están desilusionados y desocupados, son fanfarrones o están de mal humor. Esto ocurre porque pronto no tendrán nada más que hacer. Ya no tenemos dinero para erigir souvenirs históricos. Al mismo tiempo, ¡todo el mundo necesita lavar! Nuestros ingenieros nos proporcionan lo necesario para hacerlo y por lo tanto serán nuestros constructores”.
Pionero de lo que conocemos como arquitectura moderna, el célebre arquitecto francosuizo creía que las casas del futuro debían ser austeras y sencillas, casi parcas. Cuenta De Botton que su odio hacia la decoración era tal, que hasta sentía compasión por la familia real inglesa y por la carroza dorada en que se desplazaban. Llegó incluso a proponer que tiraran esa monstruosidad por los acantilados de Dover.
Hasta se burló de Roma, el destino tradicional para la educación de los arquitectos, y la rebautizó como “la ciudad de los horrores”, “la maldición de los semicultos” y “el cáncer de la arquitectura francesa”. Para él, ese festival de detalles barrocos y pintura mural violaba todos los principios de funcionalidad. Creía que la verdadera y gran arquitectura —es decir, la motivada por la búsqueda de eficacia— era más fácil de encontrar en una turbina eléctrica o en un ventilador.
Categórico, definió tres funciones básicas de una casa: “1. Proporcionar refugio contra el calor, la lluvia, los ladrones y los entrometidos. 2. Ser un receptáculo para la luz y el sol. 3. Tener cierto número de espacios adecuados para cocinar, trabajar y para la vida personal”.
Un ejemplo de una casa regida por esos principios puede verse en la que diseñó en 1928 en Poissy, al oeste de París, para Pierre y Emilie Savoye. Se trata de una una caja blanca y rectangular, con una hilera de ventanas a los lados, que se levanta sobre una serie de pilares increíblemente delgados. En el techo de Villa Savoye hay una estructura que parece un tanque de agua, pero es en verdad una terraza protegida por un muro semicircular. La puerta principal, de acero, se abre a un recibidor limpio y despejado como un quirófano, que tiene en el centro un lavamanos para que los huéspedes puedan deshacerse de las impurezas del mundo exterior.
Una larga rampa que lleva a las dependencias principales domina la sala. La cocina es amplia, y las ventanas enmarcadas en acero dejan entrar la luz natural en los cuartos principales. Las tuberías, igual que en los baños, están a la vista. Ni siquiera en los espacios íntimos hay objetos irrelevantes o decorativos. Los ángulos son rectos y el lenguaje visual es exclusivamente industrial: hasta las lámparas son de fábrica. Hay pocos muebles, dice De Botton, porque Le Corbusier recomendó a sus clientes reducir sus pertenencias al mínimo, y se sintió ofendido y sobresaltado cuando la señora Savoye expresó su deseo de poner un sillón y dos sofás en el salón. “La vida hogareña se está obstaculizando con la deplorable idea de que hay que tener muebles —habría protestado el arquitecto—. Esta idea debería erradicarse y sustituirse por la de equipamiento”.
El movimiento moderno se atribuyó el haber proporcionado una respuesta definitiva a la cuestión de la belleza en la arquitectura: lo importante de una casa no era que fuera bella sino que funcionara bien. Aunque más bien era una manera de sortear con un discurso tan incuestionable como el de los ingenieros el temor a la crítica. Porque, como señala De Botton, era innegable que también había una concepción sobre lo bello en las delicadas paredes que se levantaban con el carísimo hormigón importado de Suiza, y que la blanca austeridad de sus diseños estaba tan consagrada a despertar emociones como el más recargado de los carruajes palaciegos.
Para muestra de lo anterior, el autor recoge una anécdota de la obra de Villa Savoye. Según De Botton, Le Corbusier insistió, basándose únicamente en motivos técnicos y económicos, en que un techo plano era preferible a uno a dos aguas. Sería, según aseguró a sus clientes, más barato de construir, más fácil de mantener y más fresco en verano. Aunque, sólo una semana después de que la familia se mudó, apareció una gotera en uno de los cuartos. Fue sólo el principio. Para 1937, Emilie Savoye conminó por escrito al arquitecto a volver “habitable” la villa que había proyectado ocho años antes, bajo amenaza de iniciarle acciones legales. Sólo el estallido de la II Guerra Mundial lo salvó de tener que responder ante un tribunal por la construcción de esa casa inhabitable y, sin embargo, extraordinariamente bella.
Los edificios hablan, dice De Botton. “La torre de telecomunicaciones de Montjuïc, en Barcelona, por ejemplo, podría haber tomado innumerables formas siempre y cuando consiguiera transmitir adecuadamente las señales. La antena podría haberse conformado para que pareciera una pera en lugar de una jabalina; la base podría haberse hecho parecida a una bota de montar en lugar de a la proa de una nave espacial”. Desde lo mecánico, las posibilidades eran infinitas. Pero, para el arquitecto Santiago Calatrava sólo había un diseño capaz de transmitir las promesas de modernidad al pueblo barcelonés.
¿Qué es lo más importante cuando se trata de poner de relieve la identidad local, si existe? La coherencia, dice De Botton. La arquitectura de un pueblo “no puede mentir, tiene que encarnar un ideal factible”. Cita entonces a otra figura clave en el desarrollo de la arquitectura moderna, Oscar Niemeyer, que deseaba que sus obras compartieran la actitud de los brasileños más ilustrados de su época: que valorasen las cargas y privilegios de su pasado colonial sin sentirse abrumados por ellos; que se interesaran por la tecnología, sin perder su sensualidad ni su espíritu lúdico; y, sobre todo, que mostraran su gusto por “las playas blancas, los morros… y las curvas de sus hermosas mujeres morenas”.
También es cierto que, aunque la arquitectura puede contener mensajes morales, carece de poder para imponerlos. Ofrece sugerencias, pero no dicta leyes. “Las casas pueden invitarnos a ser partícipes de un estado de ánimo que somos incapaces de alcanzar –dice De Botton–. Y a veces, la arquitectura más noble puede hacer menos por nosotros que una siesta o una aspirina. Deberíamos ser lo suficientemente comprensivos para no culpar a los edificios de nuestro fracaso a la hora de seguir consejos que sólo pueden insinuarnos sutilmente”. A eso, hay que sumarle el factor humano: “Nuestra conducta está llena de excentricidades que frustran los intentos de predicción”. En vez de sentarnos en un sofá cómodo del living, somos capaces de decidir que estamos más a gusto tirados en el piso; en vez de escribir en el escritorio, nos tiramos con la notebook sobre la cama.
Nuestros diseños fallan, concluye este filósofo de lo cotidiano, “porque nuestros sentimientos de satisfacción están tejidos con hebras finas e inesperadas”. No basta con que las sillas sean cómodas, además nos tienen que hacer sentir que tenemos la espalda cubierta, como si con eso “conjuráramos miedos ancestrales a ser atacados por un depredador”. Valoramos más las puertas de entrada con un pequeño umbral adelante, aunque sea una alfombra que nos ayude a marcar la transición entre el espacio público y el privado, porque con eso aplacamos “la ansiedad al entrar o salir de una casa”.
El fracaso de los arquitectos a la hora de crear entornos agradables, no hace más que reflejar nuestra incapacidad para encontrar la felicidad en otras áreas de la vida. La mala arquitectura es, en última instancia, también un fracaso de la psicología. “Es un ejemplo, expresado a través de materiales, de la misma tendencia que en otros ámbitos nos llevará a casarnos con la persona equivocada, elegir trabajos inapropiados y reservar vacaciones fallidas: la tendencia a no comprender quiénes somos y qué nos satisface”. Como en tantas otras cosas, nos enfurecemos cuando deberíamos darnos cuenta de que estamos tristes, y demolemos en vez de iluminar mejor o nos aferramos a construcciones obsoletas porque no logramos comprender los orígenes de nuestra insatisfacción.
Dice De Botton: “Hay pocas condenas más duras contra la arquitectura que la tristeza que sentimos cuando llegan las excavadoras, ya que, en casi todos los casos, lo que alimenta nuestra pena es el disgusto por lo que se construirá más que la aversión a la idea de desarrollo en sí”. Le Corbusier también dejó una máxima sobre eso: “Siempre debemos recordar que los destinos de las ciudades se deciden en el ayuntamiento”.
En todo caso, los lugares que consideramos bellos son obra de esos excepcionales arquitectos que, como él, lograron traducir sus ideas sobre la felicidad en proyectos que ––igual que los buenos amores–– “satisfacen necesidades que ni siquiera éramos conscientes de tener”.
De hecho, tal vez la mejor manera de saber si alguien que queremos nos conviene, sea salir a dar un paseo y, cómo quién no quiere a la cosa, preguntarle qué opina de los edificios que tiene enfrente.
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