Ese 11 de diciembre de 1811 hubo que ir a la cárcel a buscarlo al negro Bonifacio Calixto, detenido por delitos comunes. No era una persona cualquiera. Era el único verdugo que tenía la ciudad de Buenos Aires, y cuando no había a nadie a quien ejecutar, era el pregonero. Ganaba 150 pesos al año y desde que había asumido la Primera Junta no se cansaba de reclamar un aumento, que nunca llegó. Y entonces, en sus ratos libres, se tentaba a robar.
Ese martes 11 debía participar de la ejecución de 10 condenados, los que habían sido encontrado culpables de lo que la historia conocería como el “Motín de las Trenzas”.
Muchos quisieron ver en la rebelión de un grupo de suboficiales y soldados el rechazo a cortarse las trenzas que lucían, característica distintiva del Regimiento de Patricios. Otros olieron algo más político, en la puja entre morenistas y saavedristas.
La política
El 18 de diciembre del año anterior la Primera Junta aprobó la incorporación de los diputados del interior y fue cuando Mariano Moreno, que se oponía, decidió alejarse. En misión a Inglaterra, falleció en extrañas circunstancias en alta mar el 4 de marzo de 1811.
Ante los rumores de un levantamiento de los morenistas contra la Junta Grande, los saavedristas se adelantaron y armaron una suerte de pueblada en apoyo al gobierno, que tuvo lugar entre el 5 y 6 de abril de 1811. Sin embargo, la oposición no se mantuvo callada y el desastre de Huaqui, en junio, fue el principio del fin del gobierno. Cornelio Saavedra fue enviado al norte y Joaquín Campana, promotor de los hechos de abril, terminó preso.
Cuando fue la convocatoria a un cabildo abierto para elegir diputados al Congreso General, triunfó la oposición. Y el gobierno, en su afán de permanecer y negociar, encontró la fórmula para descomprimir con la creación del Primer Triunvirato. Bernardino Rivadavia, secretario del Triunvirato, otorgó reparaciones a los damnificados por la asonada de abril, destituyó a Saavedra y eliminó la Junta Consultiva. El 1 de diciembre el gobierno dio a conocer el Estatuto Provisional.
Los desplazados saavedristas quisieron vengarse.
El cuartel del Regimiento de Patricios estaba ubicado en la manzana comprendida por las calles Bolívar, Moreno, Perú y Alsina. Había nacido el 6 de septiembre de 1810 a instancias del virrey Santiago de Liniers como “Legión de Patricios Urbanos de Buenos Aires”, una milicia en la que llegaron a anotarse unos cuatro mil hombres.
En mayo de 1810 las unidades existentes se elevaron a regimientos y cuando se unieron los regimientos 1 y 2 pasó a llamarse Patricios. Cuando ocurrió el motín, su jefe era el coronel Manuel Belgrano, que había sido nombrado el 16 de noviembre de ese año.
En la noche del 6 de diciembre, antes de ir a descansar, Belgrano fue al regimiento para chequear que todo estuviese en orden. Entró a las 10 y media por la guardia. El oficial a cargo, Teniente Francisco Pérez, le comentó que cuando pasó lista en la 2ª Compañía de Granaderos, algunos no respondieron y los amenazó con cortarles la trenza. Alguien amparado por la oscuridad murmuró “Prefiero ir al presidio…”.
Llamó la atención que en ocasiones normales los ausentes no bajaban de 20. Esa noche solo 5 no estaban.
Según José Rondeau, el 1 de diciembre Belgrano había ordenado que todos los Patricios debían cortarse la trenza que lucían, ya que era la única unidad militar que la llevaba. Tenían 8 días de plazo para hacerlo. En caso de negarse, los soldados debían ser llevados al Cuartel de Dragones para quitársela.
En su recorrida por el dormitorio de la 2ª Compañía alguien no se levantó a saludar a Belgrano pero se disculpó por no haberlo reconocido. Antes de irse a su casa, el coronel dejó la orden que, ante el menor disturbio, “los acabasen a balazos”.
Aún no se había acostado, cuando el abanderado Borja Anglada lo fue a buscar. Dijo que el regimiento era un hervidero de protestas. Fue recibido a los gritos de “Muera Belgrano”. Se dirigió a dar parte al gobierno.
Los soldados se armaron, obligaron a los oficiales a abandonar el cuartel, abrieron las celdas, liberaron a los detenidos y habían colocado dos cañones en la entrada. A Anglada, que entró al regimiento por los fondos, los cabos artilleros Gregorio Ceballos y Agustín Quiñones le exigieron la cabeza del coronel y del sargento mayor. En lugar de Belgrano querían al capitán Juan Antonio Pereyra y como segundo al capitán Domingo Basabilbaso, dos saavedristas.
Mientras que los cabos José Santos y Carasola comenzaron a garabatear un petitorio, Feliciano Chiclana -miembro del Triunvirato- le ordenó a Anglada que les proponga a los amotinados armar una comisión para poder dialogar. Cerca de la medianoche había enviado al capitán José Pérez, al que dejaron ingresar, pero fue tomado de rehén.
Los rebeldes hicieron llegar al lindero cuartel de Pardos el petitorio: exigían ser tratados como ciudadanos libres y no como tropa de línea; pedían que Pereyra fuese el jefe y Basabilbaso el segundo; que fueran indultados los presos detenidos en el regimiento y que mantendrían a Díaz de rehén hasta que se solucionase el conflicto. No se mencionaba la cuestión de las trenzas.
Chiclana les respondió que cuando retirasen los cañones y dejasen las armas, el gobierno estudiaría los reclamos. En respuesta, los amotinados colocaron cañones en las esquinas del cuartel.
El día 7 el gobierno les envió un ultimátum: les daba un cuarto de hora para deponer las armas. El Triunvirato no quería que un hecho de insubordinación terminase en una revolución. Hubo dudas entre los rebeldes. Sabían que estaban solos. Pero la enérgica intervención del sargento Daniel Alfonso, los obligó a permanecer en sus puestos.
Juan José Castelli, que desde el 4 estaba detenido en una de las celdas por el proceso que se le había abierto por Huaqui, se ofreció a mediar. De pronto se encontró negociando junto a Francisco Javier Igarzábal, que además de ser hombre de confianza de Saavedra, era el que se había casado con su hija Angela, a pesar de su tenaz oposición.
El último recurso fue acudir a la mediación de la iglesia. El obispo de Buenos Aires Benito Lué y Riega junto con el ex obispo de Córdoba Rodrigo de Orellana (que se había salvado del fusilamiento en el que murió Liniers por su condición de cura) parlamentaron con los sediciosos en el patio del cuartel, sin éxito.
A las 10 horas, sorprendió a todos el estruendo de un cañón, disparado desde el cuartel por el artillero inglés Ricardo Nonfres. Mató a un soldado e hirió a seis.
Lo que siguió fue un intenso tiroteo y cañoneo, en pleno centro de la ciudad, que duró catorce minutos. En la vereda opuesta al cuartel vivía Juan José Paso. Tenía como vecino a Luis Tagle y a la barbería de Polimorio Torres, un mulato de 27 años que tenía como clientes a los soldados del cuartel.
El regimiento estaba rodeado por efectivos de distintas unidades. Por la calle Moreno, el general Rondeau, al mando de 300 dragones desmontados y 25 a caballo, se apoderó de un cañón rebelde, lo giró y lo hizo disparar. La bala entró por una ventana del colegio. Rondeau quedó tan cerca del cañón que el estruendo le afectó la audición.
Mientras tanto, el teniente Rufino Falcón, a sable, acometió contra el cuartel por la calle Alsina. Por el lado opuesto, lo hizo el Regimiento América, todo en medio de un tiroteo entre los techos, azoteas y campanario de la iglesia de San Francisco. Se veía cómo muchos de los amotinados intentaban escapar.
Las fuerzas leales tuvieron ocho muertos y 35 heridos. Se rindieron 380 hombres. Todos los sublevados fueron llevados a la Fortaleza. Se defendieron argumentando que lo habían hecho por temor a tener que cortarse las trenzas y por el deseo de separarlo a Belgrano del mando. El sargento Juan Angel Colares fue el que asumió todas las culpas.
El 10 se conoció la sentencia. Degradar, ejecutar y dejar a la expectación pública a los sargentos Juan Angel Colares, Domingo Acosta, Manuel Alfonso y José Enríquez; a los cabos Manuel Pintos, Agustín Cañones y Gregorio Ceballos (prófugo); a los granaderos Agustín Castillo y Juan Herrera y a los artilleros Mariano Carmen y Ricardo Nonfres.
A otros 20, se los condenó de a 2 a 10 años de presidio en la isla Martín García, se degradaron a los sargentos y a los cabos que estuvieron en el cuartel hasta el momento de iniciado el fuego y se disolvieron las Compañías 1 y 2.
Se ofreció un indulto a los que escaparon que decidiesen regresar. El regimiento Patricios perdió su nombre que recobraría luego de la caída del Triunvirato, en octubre de 1812.
Los condenados fueron encerrados por separado. Para ello el gobierno debió adquirir 10 bacinillas de barro a tres reales cada una para que cada uno pudiese hacer sus necesidades. Cuando el escribano de gobierno les leyó la sentencia, les comunicó que en 10 horas serían ejecutados. Todos recibieron auxilios espirituales.
El francés Raymund Aignasse había llegado al país en 1790, y gracias a su buena cocina las familias enviaban a sus esclavos para que aprendiesen a cocinar. Fue el que les preparó la última comida. Cuatro gallinas hervidas y un cocido de garbanzos y arroz. Además mandó yerba y azúcar. Incluido un vaso que se rompió, pasó 14 pesos con 3 reales.
Del Cafe de Marco, que funcionaba en la esquina de Bolívar y Alsina -frente al regimiento de Patricios- se enviaron licores fuertes, vinos, cigarros, bizcochos y chocolate. Costó 22 pesos con 2 reales.
En la plaza del fuerte, el teniente coronel José Gregorio Belgrano, hermano de Manuel, preparó el cadalso. Hizo instalar postes y banquillos. Consiguió cordeles para atarles las manos a los condenados, vendas negras para taparles los ojos y sogas para colgarlos una vez muertos. Adquirir esos elementos insumió 31 pesos y 6 reales.
A las 8 de la mañana del 11 de diciembre, los redobles de tambores indicaron que comenzaba la ejecución. Los condenados salieron en fila de la fortaleza, se les ataron las manos, se cubrieron sus ojos y fueron colocados de espaldas al paredón del Fuerte. Ahí fueron fusilados.
El verdugo Calixto colgó los cuerpos en la horca, para expectación pública. Así quedaron durante varias horas.
Si bien fue un hecho militar, se sospechó de sus motivaciones políticas. Todas las miradas convergieron en el Deán Gregorio Funes, como principal instigador de una conspiración, en la que habría participado diputados del interior.
El cordobés Funes había adherido a la revolución de Mayo, se identificó con Saavedra y fue un ferviente partidario de la incorporación de los diputados del interior. Rivadavia atribuyó a Funes la insurrección, y Monteagudo, desde La Gaceta, pedía medidas ejemplares. Fue encerrado en una habitación del fuerte, en las que clavaron todas las puertas menos una. En mayo del año siguiente, fue dejado en libertad, sin poder dejar la ciudad. Fue el director supremo Gervasio Posadas el que archivó su causa. Habría un sumario que reunió la investigación política que no se pudo hallar.
El 16 de diciembre se invitó a los diputados del interior a que en un plazo de 24 horas vuelvan a sus provincias.
Los cuerpos de los condenados fueron enterrados en San Miguel, conocido como el “cementerio de pobres y ahorcados”. Es en la actual plaza Roberto Arlt, en Rivadavia y Esmeralda, el lugar donde en los tiempos del virreinato y la colonia terminaba el trabajo del negro Calixto, el único verdugo de la ciudad.
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