A pesar del aire acondicionado que funcionaba a todo trapo, el despacho de Domingo Felipe Cavallo en el Ministerio de Economía parecía la caldera del diablo. La temperatura había subido al compás del tono de un diálogo que ya terminaba a los gritos.
-Decime una cosa, ¿vos sabés usar la tarjeta de débito? Porque la mayoría de la gente ni siquiera sabe qué es – preguntó el viceministro de Economía, Daniel Marx, parado frente al escritorio con la mirada clavada en Cavallo.
A un costado, el presidente del Banco Central de la República Argentina, Roque Maccarone, miraba atónito la escena. Casi nadie fuera de esa oficina sabía qué se estaba discutiendo.
-No, no… pero cualquiera puede hacerlo – respondió dubitativo el ministro. Hombre de reacciones habitualmente explosivas, parecía extrañamente calmo.
-Bueno, está bien, ¿y cómo se hace? – lo apretó Marx, sin bajar el tono.
-No sé, pero no debe ser tan difícil de aprender – respondió Cavallo, ahora levantando temperatura.
El propio ministro de Economía, autor del decreto que poco después los argentinos conocerían como “El Corralito”, no sabía utilizar la tarjeta para otra cosa que no fuera sacar plata de un cajero.
Corrían los últimos días de noviembre de 2001 y el texto que Cavallo había puesto delante de las narices del presidente Fernando De la Rúa para que lo firmara era un intento desesperado de frenar la fuga de capitales.
La convertibilidad, el famoso 1 peso = 1 dólar, ya no se sostenía.
En los primeros once meses del año habían salido unos 15.000 millones de dólares del país, pero el ritmo de la fuga era cada vez más alarmante: en la última semana habían literalmente “volado” de los bancos depósitos por 3.600 millones. En total, era un 20% del Producto Bruto Interno.
“El Corralito”
El decreto redactado por Cavallo sin consultar a sus colaboradores más cercanos imponía una serie de restricciones a los bancos, pero el golpe más fuerte lo daban dos artículos que afectaban a millones de argentinos.
Uno de ellos apuntaba a una minoría importante que había buscado dolarizar sus ahorros y sacarlos del país. Disponía la prohibición de las transferencias al exterior, con excepción de las que correspondieran a operaciones de comercio exterior, al pago de gastos o retiros que se realizaran fuera del país a través de tarjetas de crédito o débito, o a la cancelación de operaciones financieras o por otros conceptos, en este último caso, sujetos a una autorización del Banco Central.
El otro les haría la vida imposible a todos, ya que prohibía los retiros en efectivo que superaran los 250 pesos o 250 dólares estadounidenses por semana a los titulares de cuentas bancarias. En un primer momento, Cavallo había fijado en 1.000 pesos el tope, pero antes de que De la Rúa estampara la firma en el decreto lo redujo a la cuarta parte a pedido de dos importantes bancos -uno estatal y otro privado- cuyos directivos le aseguraron que con el tope de 1.000 pesos semanales no aguantarían ni un mes.
Pero el impacto que produciría el tope semanal de 250 pesos en los retiros bancarios en la vida cotidiana de los argentinos se potenciaría todavía más por una realidad que el ministro no había tenido en cuenta al redactar texto.
Eso era lo que había desatado la furia de Daniel Marx.
Si bien en 2001 el uso de las tarjetas de débito para retirar dinero de los cajeros ya era de uso generalizada, sólo una pequeña minoría de ciudadanos utilizaba ese plástico para otro tipo de operaciones cotidianas, tan simples como hacer una compra. A eso había que sumarle que muchos comercios minoristas -almacenes, supermercados de barrio, kioscos, farmacias, etc.- no tenían siquiera el postnet para realizar las operaciones.
El secreto que no fue
Domingo Felipe Cavallo había preparado el decreto en el más riguroso de los secretos. Sabía que si se conocía con anticipación lo que se proponía se desataría una corrida bancaria imposible de contener.
Creía que lo lograría, pero algo falló y la información –aunque sin mayores precisiones– se filtró el viernes 30 de noviembre y llegó a algunos periodistas.
La noticia decía que el presidente Fernando De la Rúa tenía para la firma un decreto que restringiría a partir de lunes siguiente, 3 de diciembre, la libre disposición de dinero en efectivo de los plazos fijos, las cuentas corrientes y las cajas de ahorros, poniendo un tope todavía no especificado para la extracción de dinero en los cajeros automáticos y las ventanillas de los bancos.
Entre los sorprendidos hubo incluso funcionarios de rango medio o alto del Ministerio de Economía a los que hasta entonces Cavallo había consultado cuando preparaban alguna medida. Algunos venían olfateando que se cocinaba algo, pero no sabían qué.
“No avisaron, pero las actitudes se contagian de arriba hacia abajo. Si ves que tu jefe saca la plata del banco, vos hacés lo mismo. Las tasas de interés que se ofrecían eran ridículas. Como dice el refrán, ‘cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía’. Entre eso y lo que había escuchado, saqué la plata del banco 30 días antes, si renovaba el plazo fijo 30 días más, me agarraba”, recordaría años después Alejandro Ocaranza, que por entonces era uno de los encargados de las proyecciones macroeconómicas en el equipo de Cavallo.
Por más de un puñado de dólares
La información filtrada el viernes 30 explotó cuando el resto de los medios la “levantó” y fue anticipada también por los noticieros de las radios y los canales de televisión.
Los móviles se instalaron en las puertas de los bancos para mostrar el aluvión de personas que buscaba sacar sus ahorros o simplemente su sueldo. Algunos tuvieron suerte, otros no, porque muchos bancos anunciaron a quienes hacían cola que ya no tenían billetes. Los cajeros se quedaron sin dinero en pocas horas y ya no hubo reposición.
Fue el final de una semana negra, donde muy pocos ganaron y casi todos perdieron. Porque cuando se filtró la noticia la escalada del retiro de depósitos bancarios ya venía siendo más que alarmante. Unos pocos empresarios y ahorristas tenían información privilegiada gracias a sus contactos; otros habían actuado por simple “olfato financiero”.
El martes 27 los retiros de los bancos habían llegado a los 220 millones de pesos-dólares, cantidad que fue creciendo en el transcurso del miércoles y el jueves. El viernes, apenas la noticia llegó al público, la cifra superó los 700 millones, hasta que se cerró la canilla.
Aunque la fuga de esa semana fue importante, los ganadores fueron muy pocos, más si se los compara con la totalidad de ahorristas. “Una pequeña minoría de alto poder adquisitivo y buenos contactos, en total 627 personas, logran que los bancos, financieras, casas de cambio transfieran su dinero el exterior. El promedio roza los 99.000 dólares. A ellos se suman 230 empresas, cada una de las cuales saca del país 352.000 dólares”, resume el periodista económico Lucio Di Matteo en su investigación sobre el corralito.
En cambio, los perdedores se contaron de a millones. Según la misma investigación: “La contracara son los millones de ‘acorralados’. Los que tienen ahorros en plazos fijos no pueden sacar su dinero, pero tampoco los que usan las cuentas corrientes o cajas de ahorro para sus movimientos diarios. En total, casi 19.000 millones de pesos y cerca de 47.000 millones de dólares quedarán sujetos a las restricciones”.
Reacción en cadena
El lunes 3 de diciembre entró en vigor el decreto elaborado por Cavallo y firmado por el presidente De la Rúa. A los pocos días se comprobó que la medida no sólo había perjudicado a los pequeños ahorristas sino que afectaba a todos los argentinos.
Sus efectos se podían comparar con una reacción en cadena.
En la primera semana las ventas de alimentos se redujeron un 10% y los comercios de artículos que no eran de primera necesidad en algunos casos llegaron a reducir sus operaciones a la mitad.
La falta de efectivo también dio un golpe mortal a los trabajos informales. Nadie tenía un billete para pagarle al jardinero, al albañil, a cualquier trabajador para que hiciera la changa que diariamente le permitía parar la olla.
“El corralito afectó fundamentalmente a los trabajadores, al pueblo pobre y en gran parte a las clases medias. No sólo porque en Argentina las operaciones con cheques seguían habilitadas mientras la gente ‘común’ sólo podía extraer 250 pesos semanales, sino porque los grandes capitales, la mayor parte de las veces, vinculados a los bancos por uno y mil lazos, conocían los movimientos con antelación y tuvieron la posibilidad de cubrirse antes del desencadenamiento de los hechos”, resume el economista Horacio Rovelli.
De decreto a certificado de defunción
El daño al común de la gente ya estaba hecho, pero los resultados buscados por Cavallo con el decreto nunca llegaron. Si pretendía dar una imagen de solvencia ante los organismos financieros internacionales, no lo logró.
“Todo se estaba desintegrando a pasos agigantados. La terminación de toda una época había llegado. Así, luego de instaurarse el corralito, los mercados tendrían que abrirse del 1 a 1 el lunes 3 de diciembre. El miércoles 5, The Financial Times publicó un artículo donde sostenía que la convertibilidad argentina ya estaba muerta y la cesación de pagos era una realidad inminente. A eso se sumó la calificadora de riesgo Moody’s, desde Nueva York, cuando dijo que el default era un hecho. Pero el verdadero tiro de gracia lo dio el FMI ese mismo día, cuando anunció públicamente que no le enviaría al gobierno los fondos comprometidos. Según el organismo, la Argentina no había logrado cumplir con ninguna de las metas trazadas. El déficit público no se había logrado reducir tal como se había pactado. Al día siguiente, el jueves 6, fueron el Banco Mundial y el BID los encargados de sepultar las esperanzas del gobierno: ambos organismos internacionales suspendieron todas las líneas de crédito para la Argentina”, reconstruye la secuencia el economista Julián Zicari.
Cavallo viajó a Nueva York para tratar de conseguir destrabar el desembolso. La respuesta que recibió fue contundente: no habría más ayudas para la Argentina hasta que no cumpliera con las metas fiscales y no presentara un plan económico sustentable.
Fue el propio representante argentino ante el FMI quien le dijo a Cavallo:
-Argentina ya gastó demasiado. Es necesario darle un escarmiento.
Ya no había nada qué hacer.
El gobierno de Fernando De la Rúa sobrevivió apenas 17 días a la firma del decreto del corralito. En el medio quedaron casi cuarenta muertos en la represión desatada contra las protestas en las calles.
En los meses siguientes la Argentina cayó en default, la moneda se devaluó un tercio, los ahorros fueron pesificados a menos de su valor en dólares, casi dos tercios de la población cayó dentro del segmento de pobreza o pobreza extrema, el desempleo se disparó por encima de 20% y la economía se contrajo un 10%.
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