Los colaboradores más cercanos a Napoleón tuvieron en 1804 una tarea extra a las exigencias de su jefe. Debieron rastrear viejos pergaminos y manuscritos de la época en que Francia era gobernada por reyes. El emperador sería coronado como tal y nadie tenía muy en claro cómo era una ceremonia de esas características. Lo que sí Bonaparte tenía en claro es que debía ser con toda la pompa posible.
Si bien el corso describía al trono como un pedazo de madera revestido de terciopelo, sabía que con él dominaría a los hombres.
Fue el tribuno Jean Francois Curée, todos suponen que a instancias del propio Primer Cónsul, el que propuso que fuera ungido emperador. “Todo cuanto pueda contribuir al bien de la patria está esencialmente unido a mi felicidad, y así acepto el título que creéis útil a la nación”, respondió con disimulado desinterés.
En realidad, buscaba construir su propia dinastía y una nueva nobleza. Lo habían convencido de crear un imperio hereditario, que le garantizaría un sucesor que continuaría con el mismo régimen después de su muerte. Es que había gente que conspiraba y se descubrieron varios planes para asesinarlo. El quiso dar una señal ejemplificadora cuando el 20 de marzo de 1804 ejecutó al duque de Enghien, sospechado de estar implicado en un complot realista que buscaba matarlo.
Elevarlo a la categoría de emperador fue un mero trámite. Con el voto mayoritario de tribunos y senadores –los mismos que tiempo atrás habían votado con fervoroso entusiasmo la supresión de la realeza- el 18 de mayo de 1804 se transformó en el emperador. Siempre puso el énfasis en que gobernaba sobre el pueblo francés y no sobre Francia. Sus hermanos José y Luis fueron nombrados príncipes imperiales.
Estrenó la nueva dignidad en julio en las celebraciones de la toma de la Bastilla. Esos días hubo un despliegue de viejas tradiciones imperiales, donde él fue el centro.
Fue un cambio de vida para su familia y su entorno de confianza. Para su esposa Josefina, supuso una época de desenfrenado derroche, en los que llegó a acumular 700 vestidos, 250 sombreros, además de alhajas y piedras preciosas.
Napoleón dio cargos imperiales a cuatro de sus hermanos y a su cuñado Joachim Murat, que terminaría fusilado luego de Waterloo. Las que se quejaron fueron sus hermanas, decían que “no eran nada”, a comparación de los varones, los que ostentaban el tratamiento de “altezas imperiales”.
Catorce de sus generales, que muchos de ellos en el pasado habían sido mozos de café, encargados de caballerizas, grumetes o vagabundos, fueron nombrados mariscales, y de pronto se encontraron en sus nuevos roles de cortesanos. Vestían ropas con encaje y zapatos con hebillas. Sus esposas debieron familiarizarse con las reglas básicas de la etiqueta real, que ponían en práctica en las visitas al palacio.
Cuando le llevaron bocetos del símbolo del imperio, le propusieron adoptar la figura de un gallo. Lo desechó y eligió el águila, con sus alas desplegadas.
La única que no quería saber nada con el nuevo imperio fue María Leticia, su madre. Tenía malos presentimientos y temía que algún fanático republicano asesinase a su hijo. Además fue una manera de mostrar su descontento por el distanciamiento de su hijo con su hermano Luciano.
Solo faltaba organizar la ceremonia de coronación, que sería presidida por el Papa Pío VII. No fue fácil convencerlo, ya que nunca un Sumo Pontífice se había trasladado fuera de Roma para una ceremonia semejante. Lo convencieron al recordarle que Napoleón le había dado el Concordato, por el que se mejoró la situación de la iglesia católica francesa, que arrastraba serios problemas luego de la Revolución Francesa.
Napoleón necesitaba del Pontífice para conferirle un carácter religioso a la ceremonia de consagración y coronación, aunque tenía sus propias ideas. El Papa viajó convencido de que se haría según la liturgia pontificia romana. Napoleón accedió pero lo persuadió de incluir elementos propios franceses.
Como un gesto de gentileza, lo fue a recibir a las puertas de la ciudad de París, pero no le besó el anillo y se inclinó.
La que estaba a gusto con el Papa era Josefina, quien le confesó que no estaban casados por iglesia. Pío VII exigió casarlos para poder hacer la coronación. La ceremonia se llevó a cabo dos días antes en la capilla del palacio, en soledad, sin testigos.
El domingo 2 de diciembre fue el día elegido. El emperador se levantó a las 8. Se vistió con un chaleco de terciopelo blanco, con bordados en oro y botones de diamantes. Se colocó la corona de laurel de oro y a las 9 subió al carruaje tirado por ocho caballos. Así partió desde las Tullerías junto a su esposa y recorrió el trayecto hasta la catedral en medio de miles de curiosos que no querían perderse detalle.
Notre-Dame, estaba decorada más como un salón de fiestas que como una catedral. Dos orquestas, cuatro coros y bandas militares se hacían sentir. Todo fue debidamente planificado. Días antes se había repasado el desarrollo de la ceremonia con marionetas.
Bonaparte, luciendo un manto imperial a la vieja usanza, entró del brazo de su esposa. En el altar mayor, donde estaba la corona, lo aguardaba sentado el Papa rodeado de sus cardenales.
Su madre estuvo ausente y cuando al fin debió ceder a la insistencia de su hijo, retrasó tanto el viaje que llegó después de la fiesta.
Cuando todos aguardaban el momento en que Napoleón debía arrodillarse ante el Papa, tomó la corona, le dio la espalda a Pío VII y, de cara al público, se coronó a si mismo. Se dice que al Pontífice le avisaron a último momento lo que haría y que habría estado de acuerdo. Luego coronó a Josefina, arrodillada frente a él. Interpretaron que ese era el modo de decir que gobernaría para el pueblo.
Pío VII proclamó: “Que Dios te confirme en esta tierra y que Cristo te de para gobernar con él en su reino eterno. Que el emperador viva para siempre”. Luego se retiró a la sacristía ya que Bonaparte haría el juramento civil, con el que sí no estaba de acuerdo.
En la recepción se sentó en un trono que tenía grabado en el respaldo una “N” gigantesca. Tenía una copia del cetro que solía usar Carlomagno. Le murmuró a su hermano José: “Si nos viera nuestro padre”. Era el abogado Carlo Buonaparte, representante de Córcega en la corte del rey Luis XVI y que había fallecido 19 años atrás.
Entre 1805 y 1808 le encargó a Jacques-Louis David, su pintor oficial, un cuadro que representase la coronación. Resultó una obra de 9,79 metros por 6,29, donde figura la madre del emperador, aunque no haya estado.
Tiempo después se referiría a su corona: “Dios me la dio; ay de quien la toque”.
El mundo fue testigo de esa advertencia.
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