-¿General Camps, usted puede dormir en paz? – le preguntó el conductor de 60 minutos, José Gómez Fuentes.
-Pude dormir mientras combatí y me siento orgulloso hoy de haber combatido. Y me siento honroso y orgulloso de haber asumido esa representación, la de todos los argentinos. Duermo con la conciencia tranquila porque no hice más que cumplir con mi deber, el deber de argentino que enfrentó en forma abierta y franca a la subversión en el campo armado. Creo que la victoria se va a lograr en forma total el día que consigamos que no presenten otra imagen de la Argentina que la real que nosotros estamos viviendo – respondió Ramón Camps con voz castrense frente a las cámaras de Argentina Televisora Color.
Habían pasado poco más de cinco años de aquella entrevista complaciente grabada en 1981 en los estudios del canal oficial cuando el 2 de diciembre de 1986, en su “alegato final” ante los jueces de la Cámara Federal de Apelaciones en lo Correccional y lo Criminal de Buenos Aires, el ex jefe de la Policía Bonaerense en los primeros años de la dictadura ensayó un discurso parecido.
-Me dirijo Nación toda, convencido de que, más allá de mí mismo, estoy escribiendo páginas cruciales de la Historia Argentina – dijo en el mismo tono castrense.
Si bien las palabras sonaban similares, las circunstancias eran bien diferentes. En lugar de explayarse en un estudio de televisión con respuestas a preguntas previamente pautadas, Camps estaba ahora sentado en el banquillo de los acusados para responder la acusación de ser autor responsable de 214 privaciones ilegales de la libertad calificada, 356 tormentos, 24 robos con armas, una privación ilegal de la libertad agravada por causar lesiones gravísimas, 5 sustracciones de menores, un aborto sin consentimiento, un secuestro extorsivo, un caso de lesiones graves, un homicidio calificado y un tormento seguido de muerte.
Cuando ese 2 de diciembre de 1986 pronunció su “alegato final”, el otrora intocable jefe de la Policía Bonaerense no sólo se sabía condenado por la magnitud de las pruebas presentadas en su contra, sino que también sentía que había perdido una batalla contra el tiempo. Sabía que –presionado por las Fuerzas Armadas– el gobierno Raúl Alfonsín estaba preparando una ley, que se conocería como de “Obediencia Debida”, que quizás podría haberle evitado la condena.
Ese mismo día, hace 35 años, la Cámara Federal lo condenó a 25 años de reclusión e inhabilitación absoluta perpetua.
Junto con él fueron condenados su sucesor en la Bonaerense, el general Ovidio Ricchieri, a 14 años de prisión; el ex director de investigaciones Miguel Etchecolatz, a 23 años; y los policías Jorge Antonio Bergés y Norberto Cozzani a seis y cuatro años.
En el fallo, la Cámara tuvo en cuenta la soberbia y la falta de arrepentimiento que exudaba el “alegato final” de Camps.
“Trátase de autores por convicción; por una convicción no coyuntural, sino política, que descree del valor de la ley, de las instituciones democráticas, que privilegia la fuerza por encima de la razón, que sacraliza los fines y que hoy, desde la marginalidad en que se abroquelan, enjuician el sistema, apostrofan a sus jueces, redoblan su soberbia, y se vanaglorian de una épica que, de otro modo, debieran soterrar con humildad. Todo ello con la sacrílega pretensión de haber actuado siempre bajo inspiración divina”, escribieron los jueces.
El “Circuito Camps”
Desde la jefatura de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, luego del golpe del 24 de marzo de 1976 el entonces coronel Ramón Camps había montado una de las estructuras más extendidas y contundentes del sistema de represión ilegal de la dictadura. Tanto es así que es el único de todo el aparato represivo que fue conocido por el nombre de su jefe, “El Circuito Camps”.
Estaba integrado por una red de 29 Centros Clandestinos de Detención y Tortura (CCDyT), la mayoría de ellos ubicados en dependencias de la propia policía bonaerense, en los que estuvieron detenidas ilegalmente –y en muchos casos nunca más aparecieron– miles de personas.
Por ellos pasaron, entre muchas otras víctimas de la represión ilegal, los estudiantes secuestrados en “La Noche de los Lápices”; el director del diario La Opinión, Jacobo Timerman; los integrantes del Grupo Graiver y el llamado “Grupo de los 7″ a quienes el capellán de la Bonaerense, el cura Christian Von Wernich, pretendió hacer colaborar mediante engaños y promesas de liberación.
Una vez secuestradas por los grupos de tareas, a las víctimas se las trasladaba a los diferentes centros clandestinos –podían pasar por varios de ellos– donde eran torturadas e interrogadas, en ocasiones durante meses. Luego se decidía su destino: unas pocas eran liberadas, otras eran desaparecidas y en muchos casos se las asesinaba y luego se fraguaban las circunstancias de sus muertes, haciéndolas pasar como “abatidas en un enfrentamiento”. Para esto último, los médicos de la Morgue policial firmaban falsos certificados de defunción que permitían sus enterramientos “legales” como NN en el Cementerio de La Plata.
Verdugo y apologista
Ramón Camps no sólo fue una pieza fundamental en el engranaje del plan sistemático de desaparición de personas perpetrado por la dictadura. Hasta que fue detenido y juzgado fue también un apologista de su accionar.
En una entrevista hacia el final de la dictadura llegó a reconocer y justificar la apropiación de hijos de desaparecidos: “Era necesario impedir que esos niños fueran criados en las ideas de subversión de sus padres. Las llamadas madres de desaparecidos son todas subversivas. Lo son todos los que no se preocupan de hacer de sus hijos buenos argentinos”, dijo.
Meses después, ante reclamos del gobierno y la justicia españoles por la desaparición de ciudadanos de ese país a manos a manos de los grupos de tareas en la Argentina, respondió en una entrevista publicada en la revista La Semana. “Nadie murió, si es que murió, por ser español, sino por ser subversivo. Asumo mi responsabilidad y la de los 30.000 hombres que conduje en la lucha. Y no temo sentarme en un banquillo de acusados. Estoy orgulloso de lo que hice”, respondió cuando le preguntaron sobre el tema.
Por la misma época, el periodista español Santiago Aroca, de la revista Tiempo, quedó anonadado cuando Camps le habló frente al grabador encendido de las ventajas aplicar torturas durante los interrogatorios para sacarles información más rápidamente. Y no se quedó ahí: también se jactó de haber eliminado a “periodistas molestos” y haber hecho desaparecer a “cinco mil subversivos”.
Cuando dio esa entrevista, ya había publicado Caso Timerman. Punto final, un opúsculo con pretensiones de libro con el que pretendió contrarrestar Preso sin nombre, celda sin número, donde el director de La Opinión había relatado la historia de su secuestro.
El “libro” de Camps reproducía de manera obscena las desgrabaciones de los interrogatorios bajo tortura a los que había sometido al periodista. El ex jefe de la bonaerense atesoraba esas grabaciones e incluso había hecho escuchar parte de una durante una conferencia de prensa en la que pretendió demostrar el “sionismo” de Timerman.
Los azorados periodistas escucharon el siguiente “diálogo”:
Camps: ¿Admite que es judío?
Timerman: Bueno... sí.
Camps (gritando): ¡Entonces es sionista!
Timerman: Bueno... no lo sé, tal vez.
La detención y la condena
El 19 de enero de 1984 –poco más de un mes después de haber asumido la presidencia– Raúl Alfonsín firmó el decreto 280, que disponía la detención de Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera, Orlando Ramón Agosti, Roberto Eduardo Viola, Armando Lambruschini y otros jefes militares por los crímenes cometidos durante la dictadura. En esa lista también figuraba Ramón Camps.
El ex jefe de la Bonaerense fue interrogado entonces por el juez federal de La Plata, Héctor de la Serna, sobre sus declaraciones sobre torturas, desapariciones y apropiación de niños. Fue la única vez que Camps negó esos hechos. Respondió que no había tenido grupos de tareas bajo su mando y que tampoco había montado centros clandestinos de detención.
El juicio comenzó a mediados de 1986. En la acusación, el fiscal Julio César Strassera y su adjunto, Luis Moreno Ocampo, pidieron prisión perpetua para Camps.
El 2 de diciembre, la Cámara Federal de Apelaciones en lo Correccional y lo Criminal de la Capital Federal lo condenó a 25 años de reclusión e inhabilitación absoluta perpetua.
Cuando en junio de 1987 el Congreso Nacional aprobó la llamada “Ley de Obediencia Debida”, el reo Ramón Camps solicitó que se aplicara a su caso, esgrimiendo que había actuado obedeciendo órdenes de sus superiores. La Justicia consideró que había tenido “alta capacidad decisoria” en los crímenes por los que había sido condenado y le negó el beneficio.
De todos modos, no llegó a cumplir la condena que le habían fijado. El 30 de diciembre de 1990 fue indultado por Carlos Menem junto con los máximos responsables de los crímenes de la dictadura.
Ramón Camps murió en libertad el 22 de agosto de 1994.
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