Es noviembre de 2021 y 18 de sus exalumnos están reunidos alrededor de un tablón largo cubierto por un mantel azul. La mesa está servida: hay empanadas de carne cortada a cuchillo regadas con vino tinto mientras se termina el asado. En el centro está ella: Elisa Fraguglia (84), más conocida como ‘la Seño’.
“Tienen casi 60 años, pero son mi niños y siempre lo serán”, dice conmovida la maestra jubilada de la Escuela Carlos Norberto Vergara, de la capital de Mendoza. A pesar de los 53 años transcurridos, nada cambió. “Me abrazan, juegan y se pelean como lo hacían de chicos. Estar con ellos es una bendición”, cuenta.
Los niños hoy son ingenieros, contadores, incluso hay docentes. Egresaron en 1974. Se conocieron a los cinco años y compartieron seis años juntos. Como algo excepcional, durante la primaria tuvieron a una sola maestra. “La escuela fue elegida para implementar una prueba piloto de enseñanza, es por eso que fuimos pasando de grados juntos. Lo que ocurrió fue inédito”, explica.
Si bien Elisa dictaba clases de todas las materias (lengua, historia, y geografía) su fuerte son las matemáticas. “Mi padre era profesor de Ciencias Económicas, y mi madre maestra, al igual que mi abuela. Nací, y crecí con esa vocación marcada. Ese era el camino natural”, admite.
Estudió y se formó como docente en el Normal Tomás Godoy Cruz. A los 19 empezó a enseñar. Primero en Tunuyán, luego en Gutiérrez y finalmente terminó ejerciendo en la escuelita.
Más allá de la experiencia poco habitual de conservar el mismo grupo, la “seño”, dicen sus alumnos, tenía un modo especial de trasmitir los conceptos. “En el aula todo era un juego didáctico. Tenía un metodología moderna para la época, aprendimos a hacer cuentas en modo de ágil a través de colores. También nos tiraba el borrador del pizarrón y nos preguntaban cuanto era 2 x 4, si respondías bien se lo podías pasar a otro compañero. Todos queríamos recibir el borrador”, relata Roberto Haart, hoy ingeniero industrial y profesor de Robótica en la Universidad de Cuyo.
Y sigue con todo lo que aprendió: “Me jacto de la buena ortografía por las pruebas de redacción de palabras. Nos hacía estudiar todo el diccionario de la A a la Z. Y nadie se oponía”.
El vínculo lo supo forjar dentro y fuera del recinto. “Todo era motivo de estudio. Cuando teníamos alguna materia floja nos invitaba a la casa a tomar el té, jugábamos y de paso fortalecíamos lo que no habíamos entendido. Ese es el nivel de compromiso y dedicación que tenía. Una docente que sirvió como guía y modelo a seguir... le debo mucho”, agradece Roberto.
También era exigente. “Nos retaba pero con una sonrisa. O nos daba penitencias de esas que te invitan a reflexionar. Una vez hice algo fuera de lugar, y me pidió escribir cien veces en el cuaderno ‘no volveré a portarme mal’, y con el trabajo que me tomó hacerlo, me desalentó a mandarme macanas”, agrega.
Durante varios años, los sábados organizaba paseos o tour guiados por la ciudad. “Los sacaba a pasear por las plazas, iglesias, y museos. Ellos estaban fascinados, además no dejaban de aprender”, admite Elisa. “Tenía mucha iniciativa”.
Cuando se egresaron, Elisa fue la encargada de planear un viaje a modo de despedida. Llamó a los padres y se fueron 10 días en Cañón del Atuel, en San Rafael, Mendoza. “Fue inolvidable”. Como recuerdo, armó un álbum de fotos a modo de bitácora relatando cada aventura. Aun lo conserva en el escritorio de su casa, ese mismo que tenía en la escuela.
No solo atesora eso, recuerda las fechas de cumpleaños de cada uno y no se le pasa ninguno. “Siempre nos llama para desearnos felicidades”, dice Roberto.
Dejarlos ir al secundario no fue tarea sencilla. Tan grande fue el shock que en 1975 Elisa tuvo que pedir una licencia psiquiátrica. “No tenerlos más en el aula fue un golpe duro”, recuerda. “El primer día de clases, cuando vi las nuevas caras, me desvanecí. Estuve internada, y me diagnosticaron depresión. Tuve que elaborar el duelo”, dice. Ese fue el único tiempo que estuvo sin dar clases.
Un premio a la vocación
Hace 10 años el grupo, que se separó en la secundaria, retomó el vínculo a través de Whatsapp bajo el nombre Escuela Vergara. “Hay bastante participación, y desde entonces los encuentros son más seguidos, aunque varios van a visitarla a la casa”, explica Roberto.
El del pasado 20 fue especial. Una especie de premio. Un homenaje. Los alumnos están por cumplir seis décadas. Elisa, cerca de los 85. “No hay palabras para expresar tanta emoción. No hice mucho en esta vida, pero lo que pude lograr creo que lo hice muy bien”, dice la maestra.
Plena, orgullosa y con ánimos de revalorizar la relación entre maestros y alumnos, asegura que no tuvo “preferidos, porque cada uno es único”. De hecho, recuerda a los que ya no están, como el parapentista Francisco Vargas, o Roberto Berro. Los menciona y se le caen las lágrimas.
Hoy se dedica a acompañar a otros desde la espiritualidad. Está alejada de la docencia. Tiene un único deseo: “Ojalá que muchos docentes tengan la misma alegría que yo tuve y tengo con mis niños”.
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