Era la rutina de los domingos, aún ese 1 de diciembre de 1974, de mucho calor en San Miguel de Tucumán. Desayuno en familia, asistir a misa y al mediodía almorzar en la casa de los abuelos, en Ayacucho 233, a cinco cuadras de la histórica Casa de Tucumán. Hacia allí fueron en un Ami 8 el capitán Humberto Antonio Viola, su esposa María Cristina Picón, embarazada de cinco meses de su hija Luciana, y sus pequeñas hijas María Cristina, de 3 y María Fernanda, de 5.
Viola había nacido el 15 de febrero de 1943 en Tucumán y estaba destinado en el Destacamento de Inteligencia de esa provincia. Los terroristas lo tenían marcado. Ante el clima de violencia que se vivía, una semana antes trató de tranquilizar a su esposa: “Todos corremos peligro. Esto es una guerra, pero no te preocupes, con las familias no se meten”, decía.
Para llevar a cabo su cometido, los terroristas se habían propuesto conseguir una casa para cinco personas, y como demoraron en ubicar una, cuando les mandaron las armas debieron esconderlas de apuro en una pensión donde se alojaba un guerrillero. Al frente del grupo estaba el santiagueño Hugo Irurzun, conocido como “el capitán Santiago”. Lo secundaban Francisco Antonio Carrizo, José Martín Paz, Rubén Jesús Emperador, Fermín Ángel Nuñez, Miguel Norberto Vivanco y el sueco-chileno Svante Grände.
Los ocupantes de los tres autos que participarían de la emboscada vieron llegar a la familia a la una y cuarto. Habían hecho inteligencia y conocían los movimientos de Viola. Los que llevarían a cargo el ataque eran miembros de la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez, del Ejército Revolucionario del Pueblo, que evocaba a un dirigente del PRT muerto tiempo atrás.
Los terroristas se sorprendieron al ver que el militar no cumplía la rutina. Viola no bajó a abrir el portón del garaje, sino que lo hizo su esposa. El matrimonio no se percató que en la esquina un auto de los atacantes había sido cruzado para cortar el tránsito. En uno de los autos viajaban los asesinos mientras que el otro quedó de apoyo.
Cuando el vehículo se puso a la par del de Viola, adelantándose solo un poco, se le efectuó un disparo de escopeta Itaka, y algunos perdigones impactaron en el parante de la puerta y otros fueron a dar a las niñas que viajaban en el asiento trasero. “Los balines dan de rebote a la pibita de tres años que estaba atrás…”, se describió en el parte de los terroristas.
María Cristina, a quien el estruendo de la Itaka sorprendió mientras abría el portón, gritaba que no disparasen sobre el auto, que estaban sus hijas.
Otro, armado con una ametralladora, ingresándola por la ventanilla, disparó una ráfaga corta de cuatro tiros, que dieron en el cuerpo de Viola. Aún herido, abrió la puerta del acompañante. Pretendió alejarse del auto para que no concentraran el fuego en sus hijas. Le dispararon un escopetazo que pasó por arriba de su cabeza. Corrió hacia la calle San Lorenzo. El que llevaba la ametralladora, le efectuó un disparo con su pistola que erró, pero un segundo tiro lo hizo desplomar.
Ya exánime, lo remataron con un tiro en la cabeza. El que llevaba la escopeta le disparó a quemarropa y luego, otro tiro de gracia. Habían llevado además cinco granadas, pero no tenían los detonantes.
Luego, los asesinos escaparon.
Además de Viola, había fallecido su hija María Cristina, de solo tres años. “Un exceso injustificable”, admitió el ERP. Su hermana, María Fernanda, de 5, estaba gravemente herida con un disparo en la cabeza. Debieron someterla a ocho operaciones y le quedaron secuelas.
La justicia condenó por los homicidios del capitán Viola y de María Cristina, y de la tentativa de homicidio contra María Fernanda a reclusión perpetua a Paz, Emperador, Nuñez y Vivanco en 1976 y a Carrizo en 1982.
Hasta febrero de 1983, Núñez, Carrizo, Emperador y Paz estuvieron a disposición del Poder Ejecutivo. En 1987 Núñez fue liberado por un juez tucumano por buena conducta, ya que barría todos los días su celda y leía la Biblia, como se justificó ante la viuda. Entre 1988 y 1989, todos estaban bajo libertad condicional. El resto habían caído en distintos enfrentamientos. Irurzun, el jefe del grupo, desapareció luego de haber atentado, en Paraguay, en el que asesinaron a Anastasio Somoza.
El impacto que causó las muertes de Viola y de su pequeña hija fue uno de los detonantes de la aplicación del decreto 261/75 para combatir a la guerrilla, apuntado a combatir el accionar del ERP. Nacía el Operativo Independencia.
Con el tiempo, María Cristina “Maby” Picón rehizo su vida y tuvo otra hija, Agustina. Vivía en Yerba Buena, en Tucumán. “Cargo en mis espaldas la mochila del dolor, y enfrenté desde muy joven el duro camino de vivir”, había dicho en uno de los actos en el que se homenajeó a su marido. Durante mucho tiempo trabajó en el Colegio Nacional de Tucumán. “Para mi familia nunca hubo derechos humanos”, denunciaba. Es que en el 2008 la justicia rechazó una reapertura de la causa, argumentando que no había sido un delito de lesa humanidad. En 2016, ella, había recurrido a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, con el mismo propósito.
Las familias de Francisco Carrizo, Rubén Emperador, Fermín Núñez y José Paz cobraron las respectivas indemnizaciones, acorde a la ley 24.043, que contemplaba beneficios a las personas que hayan estado a disposición del Poder Ejecutivo durante la vigencia del estado de sitio o que, siendo civiles, hubiesen sufrido detención en virtud de actos emanados de tribunales militares.
En junio de este año, María Cristina falleció de un ataque fulminante al corazón. Tenía 73 años. Hacía poco tiempo que también había muerto el marido de su hija María Fernanda. Murió habiendo perdonado a los asesinos de su esposo y de su hija, pero también dejó este mundo esperando una justicia que nunca llegó.
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