Se lo dijo un bioquímico en un box de extracción de sangre. Tenía un sobre con resultados de un laboratorio en la mano y poca sensibilidad para informar diagnósticos. No le dijo mucho. No le pidió que se sentara. Le dio la noticia y le recomendó ver a un infectólogo. Era el miércoles 12 de mayo de 2021. No eran más de las dos de la tarde. Había ido a la ciudad de Buenos Aires a hacerse una resonancia magnética por un problema en los intestinos. Él presentía algo raro: su cuerpo le manifestaba una sensación de debilidad. Habían pasado solo cinco meses del negativo que le habían dado en Catamarca.
“Tomá, tenés VIH. Andá buscando un infectólogo”, le escupió el jefe de laboratorio. Federico Segura Rosello tenía treinta años y una infección crónica sin cura cuando salió de la clínica con los resultados en la mano. Cargaba el sobre como si llevara algo pesado y delicado. Se desorientó. Perdió la noción del tiempo. No sabía para dónde ir. Se sentó en la plaza. Miraba el cielo y miraba la nada. Miró, en ese revoleo de ojos desvariados, el magnífico edificio que crecía a la derecha custodiado por vallas: era el Congreso de la Nación. Ordenó su mapa mental: la clínica estaba por allá y el hotel por acá cerca.
Preguntaba al cielo por qué a él. Su primera reacción fue de incredulidad. Estaba suspendido en una sensación de aturdimiento. No lloró. No se lamentó. Pensó que los que estaban mal eran los otros: “Lo miraba una y otra vez. Lo miré tantas veces preguntándome si era verdad, si no se habían equivocado. Empecé a cuestionar si los médicos se habían equivocado de muestra, de sangre, de paciente. No lo podía creer”.
Había superado ese año tres intervenciones quirúrgicas. Se había curtido del estigma, de la mirada ajena, del qué dirán. Un día su propia madre le preguntó qué le había hecho y por qué lo castigaba así. Había atravesado realidades hostiles. Pero ese miércoles, ese mediodía templado de mayo, sintió que su mundo se había acabado: “Tenía una visión catastrófica, me daba la sensación de que era el final de todo. En ese momento yo no le tenía miedo al VIH, al tratamiento o a cómo iba a ser mi vida, le tenía miedo a lo que vayan a decir de mí en mi provincia: mi mamá, mis amigos, mis hermanos, la comunidad gay de Catamarca”.
Tenía pánico de que lo señalaran como el “embichado”, el desagradable término que los portadores de VIH reciben en su provincia. Tenía pavor de la reacción de su madre. Tenía culpa de haberse contagiado. Y tenía todavía en su mano el sobre con los resultados del laboratorio. En la habitación del hotel así como en el banco de la plaza Congreso, seguía mirándolo, estudiándolo. Había perdido también registro de los que debía hacer ese miércoles. Su plan era retirar un análisis y someterse a un estudio invasivo por su problema en los intestinos. No esperaba ese día enterarse que portaba el virus del sida.
Micaela, una de sus tres hermanos, también estaba en Buenos Aires. Él le mandó un mensaje para advertirle la dimensión del tema: “Mica, te tengo que contar algo pero no quiero que se lo cuentes a la mami ni a nadie”. Ella, preocupada, lo llamó. “Mirá, tengo HIV. Me dio positivo”, dijo él. Todavía recuerda la calidez de la respuesta de su hermana: “Fue la única persona que no me preguntó cómo lo contraje. Escuchó lo que yo quería decir: le conté que tenía VIH, no sabía qué hacer, que no sabía cómo lo iba a contar. Y ella me dijo que me quedara tranquilo, que no estaba solo, que buscara información”.
No tenía pensado decírselo a nadie más ese día. Pero Joel, su mejor amigo, le mandó un mensaje desinteresado. Lo sensibilizó rememorar la vez en la que él lo acompañó a hacerse su primera prueba de VIH. Había atravesado una situación de riesgo hace cuatro años. Deseaba desprenderse de la duda. Él sentía miedo y vergüenza de hacerse el test en las plazas públicas de Catamarca, de exponerse ante los vecinos de su ciudad. La respuesta de Joel fue la misma que la de Micaela: insistió en el acompañamiento, en la serenidad y en el asesoramiento.
Buscó el asesoramiento donde no debía. Cometió un pecado: googlear un diagnóstico médico. Federico, que hasta ayer tenía miedo de compartir un mate con un portador de VIH, escribió en el buscador: vivir con VIH, ¿cuánto tiempo vive una persona con VIH?, ¿qué riesgo tiene el retroviral?, ¿cuáles son las secuelas del retroviral en el cuerpo? “Leía y leía y leía. No me curó el miedo, me lo duplicó. Trataba de leer páginas oficiales, pero al no entender bien la terminología más me confundía. ‘¡Pará! ¿Me voy a morir mañana?’, pensaba”. No lo volvería a hacer ni lo recomienda. Valida la angustia y la desconexión. “Es entendible sentir que todo se da vuelta -asume-. Pero si recibiste el diagnóstico de VIH lo mejor es contactarse con alguna asociación, con alguna persona que ya lo tiene o con un familiar que te pueda contener”.
Al día siguiente lo contuvo Sergio, otro amigo, y la auditora de la obra social, su primera psicóloga y quien la orientó en el proceso administrativo de su infección. Al tercer día, tocó el turno de contárselo a Andrea, su mamá. Aprovechó una visita a la casa de su hermana. Estuvo tres días pensando cómo se lo iba a decir. Tres días sin concebir una idea definitiva. Le mandó primero un mensaje y después se embarcó a una videollamada. “Te quiero contar algo y no quiero que me preguntes nada: me acaban de decir que soy portador de VIH”, anunció. Lo que Federico temía se cristalizó pronto. Su madre enmudeció. Él no sabía si seguir hablando. Un silencio incómodo sostuvo el diálogo. “En ese momento sentí cómo se congeló todo alrededor. Hasta que mi mamá empezó con los cuestionamientos: ‘¿No se habrán equivocado los médicos?, ¿estás seguro?, ¿repetiste el estudio?’. Después me dijo que lo presentía: ‘Te dije que te cuidaras’. Al final bajó un poco y me preguntó: ‘bueno, ya está, ¿cómo seguimos ahora?’. Me dijo que me amaba, que no estaba solo”. Luego, por el grupo de Whatsapp de la familia, les tocó el turno de enterarse a sus otros dos hermanos: Gastón y Sofía.
Ese día tampoco lloró. No lo hizo hasta el 11 de agosto. Habían pasado 91 días desde su diagnóstico. Apeló a una metáfora para graficar el proceso que vivió hasta sucumbir en el desconsuelo, en el llanto desgarrado: “¿Viste cuando estás en un velorio en calma, podés ver el cuerpo del familiar querido en el cajón y no lo llorás? ¿Cuándo te cae la ficha de que no vas a ver nunca más a esa persona? Cuando cierran el ataúd. Ahí se te derrumba todo”.
El último 11 de agosto también fue miércoles. Era el cumpleaños de su mamá. Ese día por la mañana lo llamaron de la farmacia para avisarle que podía retirar la medicación para comenzar su tratamiento. “No hacía frío, no hacía calor, la farmacia no estaba lejos. Estaba nervioso como si me fuera a ver con alguien muy importante. Tenía ansiedad, me comía las uñas, no podía caminar. Estaba cerca pero igual tuve que tomarme el colectivo. Cuando estaba en la farmacia, tiritaba. Tenía miedo. Me hicieron firmar un papel y estaba bloqueado. No sabía si firmar con mi nombre o no. Estaba perseguido. Pensaba en las personas que estaban ahí, si sabían que venía a retirar una medicación por HIV. No miraba a los ojos a la persona que me atendía por vergüenza. Pensaba que me estaban mirando todos como una especie de fenómeno”, retrata.
Se fue. Cargaba la bolsa con los remedios como si llevara algo pesado y delicado. La miraba. De nuevo eligió una plaza para detenerse a pensar. Se sentó en un banco de la plaza Primero de Mayo, en el barrio de Balvanera, un punto equidistante entre la farmacia y el hotel donde se hospedaba. “Me puse a llorar con la medicación en la mano -dice-. Me di cuenta de que ya no había marcha atrás. Volví llorando caminando por Hipólito Yrigoyen, entré llorando al hotel, fui llorando a mi habitación. Miraba la medicación y lloraba. No sabía si tomarla ahora, a la tarde o al día siguiente. Tenía miedo de tomarla porque eso significaba que no había marcha atrás. Era la confirmación de que sí, de que no se habían equivocado, de que yo era portador de VIH”.
Federico toma desde hace 112 días una única pastilla diaria. Tenía que elegir la hora de un tratamiento sin fin. Pensó hacerlo por la noche, le recomendaron que no. Tenía el tarro de medicamentos enfrente suyo -sus ojos denunciaban la huella del desahogo, las horas de congoja-. Dudaba hasta que recobró valentía. Tomó una pastilla, la digirió, se fijó la hora en el teléfono: las dos de la tarde en punto. Desde ahora en más, la hora del retroviral. Un mes después su carga viral calificó como indetectable o intransmisible. De la felicidad, cruzó al supermercado, se compró una gaseosa y brindó por lo bueno, también por lo malo, “pero principalmente por la vida” escribió en su cuenta de Facebook.
El viernes 15 de octubre decidió contárselo al mundo. Escribió una carta de 756 palabras sin títulos y con tres hashtags: #HablemosDeHIV, #NoMasDiscriminación, #VisibilizarAyudaAPrevenir. “Estuve una semana escribiendo el texto. Lo corregía, lo volvía a corregir”, apunta. Su mensaje está destinado a dos clases de personas. Interpela, asimismo, a su propio yo: al Federico que estigmatizaba antes de ser portador y al Federico que sentía culpa por haberse contagiado. “Yo hoy vivo con VIH y opté contarlo porque sé que hay muchas personas que están recibiendo el diagnóstico o están con miedo de iniciar el tratamiento. A ellos les quiero decir que todo va a estar bien, que no estás sola, solo. Y también te quiero hablar a vos que por creerte más o por falta de información discriminás, estigmatizás o te burlás. Antes de hablar pensá que tu forma de expresar puede lastimar a alguien de tu familia o de tus amigos que aún guardan el secreto”.
En agosto, habría dicho que el VIH es una mierda. Hoy dice que el diagnóstico positivo decretó un antes y después en su vida: “Trajo un montón de cambios positivos que fueron necesarios para que yo creciera como persona. Hace dos meses atrás decidí hacerlo público en las redes sociales. Tenía que enfrentarme al miedo que había creado en mi cabeza. Hubo estigma, claro. Me criticaron, me dijeron que cómo lo iba a decir, que eso era algo personal, que ahora no iba a conseguir pareja. Y yo apuntaba justamente a conocer gente de mi provincia que estaba pasando por lo mismo o que no se animaba a hablar. Hacerme visible como portador de VIH es demostrar que se puede, y a los que no les guste que miren para otro lado”.
Visibilizar su positivo del virus de inmunodeficiencia humana tiene una reminiscencia a su pasado. Escribió: “Ser gay me enseñó a ser fuerte y a sacar una valentía que no sabía que tenía. Ser positivo me enseñó a valorar la vida. Ambos tuvieron el mismo lado negativo: sentirme encerrado, enjaulado hasta salir del clóset”. Tenía catorce años cuando le gritó al mundo que era homosexual. Quería dejar de vivir aparentando masculinidad, de cumplir con los cánones de virilidad establecidos: le recriminaban su forma de caminar, le exigían que engrosara la voz y si se depilaba las piernas, lo castigaban. Somatizaba la contrariedad de vivir siendo otro. Atravesaba una etapa de trastornos alimenticios y cumplía visitas periódicas a la psicóloga. Ella fue quien tramó su liberación. Le aseveró: “Sos gay, asumilo y decíselo a tus papás”. Él se negó a hacerlo. Ella los citó a una reunión para contárselo. Ese ultimátum lo forzó a admitirlo en familia.
“Me dio tanto miedo que fui yo y se lo dije a todos -cuenta-. Estábamos merendando y le tiré a mi mamá: ‘me gustan los hombres’, no le dije ‘soy gay’. Mi mamá se largó a llorar, me preguntó por qué la castigaba así si ella me había dado todo su amor. Fue una etapa bastante turbulenta. Me decía que quería llamar la atención, que todo un efecto del trastorno alimenticio”. Sus hermanos presenciaron la confesión. No así su papá Javier. Él no lo iba a enfrentar: acordaron que se lo iba a contar su mamá.
“El día que mi papá se iba a enterar yo no quería estar en casa y me fui a lo de mi abuela. Si sabía que mi papá iba a ir para casa, yo me iba a la casa de otra abuela. Estaba escondiéndome de la situación. Le costó años aceptarlo y tolerarlo. Me dijo: ‘Vos de tu vida podés hacer lo que quieras mientras a mí no me cuentes nada’. Fue clarito. No lo tomó tan mal como yo esperaba. Pero hubo una marcada distancia hasta que de grande nos pusimos a hablar y él se mostró más receptivo’, relata.
Confesar que era gay significaba una catástrofe para su familia. No la pasó bien escondiendo su inclinación sexual ni luego de reconocer que le gustaban los hombres. Pero el tiempo curó y acomodó la naturaleza humana y sus padres fueron aceptando su sexualidad de a poco. Proyectó los resultados de ese trance sofocante cuando se enfrentó al diagnóstico: “El sentimiento de sentirse culpable por pensar que no vas a ser aceptado. Pensar que ser gay está mal y ser portador de VIH también está mal. Los fantasmas, qué van a decir, cómo lo van a tomar. La ansiedad, tener que dar explicaciones. De las preguntas sobre mi homosexualidad (¿cómo te diste cuenta, ¿ya estuviste con alguien?) a las preguntas sobre el VIH (¿cómo te lo contagiaste?, ¿sabés quién te lo transmitió?). Que te pongan en el banquillo del acusado, sentirse observado, señalado. Ya no quería eso para mí”.
Federico no tiene pareja. Vive feliz y en paz en Catamarca. Disfruta del amor de su familia y de sus amigos. Ya nadie lo castiga si se depila las piernas. Usa tacos, se maquilla. Celebra abiertamente la diversidad. Aprendió a no andar lamentándose tanto, se convenció de no ser lo que esperan que sea. Tiene VIH y dice que es como convivir con un hijo: “Él necesita de mis cuidados y yo necesito que él se porte bien para poder seguir adelante. Nos necesitamos mutuamente. Necesitamos que los dos estemos bien”.
SEGUIR LEYENDO: