La anécdota se repite en las reuniones sociales más exclusivas del mundo del arte y la cultura. Son personalidades respetadas las que aseguran haber participado de las míticas veladas de los sábados en las que Federico Klemm bajaba la imponente escalera de mármol de su casa vestido con uno de los espectaculares trajes de su colección, y se sentaba a cantar arias frente al piano de cola, como un Liberace nacional. Pero el tranquilo petit hotel de French 2825 en el que el artista, coleccionista y mecenas vivía con su madre no tenía una escalera de mármol ni un piano de cola: sólo son ciertas la teatralidad de una figura que siempre vestía como el protagonista de una ópera, y las ganas de haber sido invitados a sus fiestas de muchos de los miembros del establishment que en vida lo menospreciaron y hasta se rieron de él.
Es que, a 19 años de su prematura muerte –a los 60, el 27 de noviembre de 2002–, Klemm no sólo logró la trascendencia que suele obsesionar a todos los coleccionistas, sino que se transformó en una leyenda. Quizá la mayor leyenda del arte argentino contemporáneo. Si el latiguillo de la época en la que alcanzó su máxima popularidad con el programa televisivo El banquete telemático lo nombraba como el extravagante, el excéntrico, el delirante, el freak, y una de las representaciones más acabadas del kitsch del menemismo, hoy se lo resignifica como un performer visionario que anticipó y mediatizó el queer, y un filántropo incomparable que creó una colección única y legó una fundación artística –que aún funciona de acuerdo a los principios que instruyó y de la mano de sus mismos directores– para promover artistas jóvenes y difundir su patrimonio en forma gratuita a toda la comunidad.
“Las tendencias de los relatos contemporáneos ponen a Federico como emblema de muchas circunstancias. Nunca en su vida hizo una declaración pública acerca de su sexualidad, porque la sexualidad no era un tema para él. El vivía la vida y pagaba las consecuencias a un precio demasiado caro: la sociedad fue muy hostil con él”, dice Fernando Ezpeleta, su amigo de toda la vida – o “su hijo, su padre y su hermano; todo menos su pareja”, como se define él– y director de Patrimonio y Acción Cultural de la Fundación Federico Jorge Klemm junto a Valeria Fiterman.
Precisamente, otra anécdota que circula en las redes y que ninguno de sus cercanos recuerda, cuenta que una vez le preguntaron: “¿Usted es heterosexual?”, y Klemm respondió que no. “¿Homosexual?”, insistieron. “Tampoco”. “Entonces, ¿qué es?”. “Nada”, dijo él. Suena posible, claro: para la mirada pacata de los 90, aquel hombre de peluca platinada y bronceado perenne, que usaba como ropa de entrecasa camisolas, chalecos y pantalones de Versace, Kenzo o Gaultier –o ayunaba durante días para entrar en los trajes de su ídolo, Rudolph Nureyev, y en los de su alter ego alemán, Joseph Beuys–, era inclasificable –y fue soslayado– casi por las mismas razones que las relecturas actuales lo ponen en valor. La vanguardia es así, canta Charly.
“Federico siempre fue un disparador. Activaba y activa en la gente situaciones proyectuales –dice Ezpeleta, que lo conoció a principios de los 70, cuando tenía 15 años y Klemm 30, en la icónica disquería El agujerito de la Galería del Este, en esa misma “manzana loca” de los swinging sixties porteños en la que hoy funciona la Fundación Klemm–. La gente pone, suma, saca. Es parte de la leyenda alrededor de un tipo que fue muy libre y que por eso también fue tan golpeado, porque hay una gran intolerancia a los que viven con tanta libertad y no te venden nada”.
Klemm había nacido en la actual República Checa el 25 de marzo de 1942 y se mudó con su familia a Buenos Aires a los 6 años, después del Golpe de Praga, cuando el comunismo tomó el poder. De origen alemán (y se dice que también nazi), su padre, Federico Jorge, había heredado del suyo una modesta fortuna que hizo crecer con habilidad en la Argentina de la posguerra, donde Perón le habría abierto la puerta para que se convirtiera en uno de los principales importadores de productos químicos. De Rosita Merecek, su madre, a la que adoraba –”de una manera más que platónica”, señalan algunos–, heredó a su vez la pasión por las artes escénicas, la ópera y la pintura propias de la educación de una joven checa de buena familia. Ella misma había sido una discreta coleccionista y fue quien introdujo a Federico en el mundo del teatro y las exposiciones. Convivió con Rosita hasta su muerte, apenas dos años y medio antes que la de él, en 2000, cuando, en último acto de apego, se retrató junto a su cadáver.
Para ese chico tan libre y tan distinto a los demás, que había mamado literalmente el arte en todas sus expresiones desde tan temprano, los años de la dictadura no fueron fáciles. Parte de las performances y Happenings del Di Tella –donde se hizo amigo de Marta Minujin, Mildred Burton, Dalila Puzzovio, Edgardo Giménez, y Oscar Massotta, que lo invitó a su Meat Joy–, sufrió la violencia de las brigadas de moralidad. Jamás lo contó en público, pero las versiones que se suman a la leyenda tienen la carga de una crueldad que lo marcó para siempre. Fueron más de uno los operativos en los que le arrancaron casi por completo el cuero cabelludo. Su característica peluca rubia era, en parte, coquetería, pero, también, una voluntad prusiana para sobreponerse a la tragedia personal que significaba esa alopecía precoz para un hombre que amaba la belleza y, sobre todo, una prueba cotidiana de su reticencia absoluta a la victimización.
“Federico tuvo mil vidas –dice Alejandro María Correa, su primer productor en el ciclo que tuvo por cable desde 1994–. Hace poco leí que en 1969, La Razón publicó una nota que decía que lo habían llevado preso por ladrón de autos. En la película El Ángel, de Luis Ortega (2018), hay un personaje que se llama Federica, que en realidad es Klemm. Él salió con (Carlos) Robledo Puch y, si no me equivoco, en la historia, Robledo mata a alguien en el auto de Federico”. El dato también figura en La historia de la homosexualidad en la Argentina (Marea, 2006), a partir de testimonios recogidos en off por el periodista Osvaldo Bazán. “Federico conoció la cárcel muchas veces. No le importaba nada. Había desafiado todas las expectativas que se depositaron en él. Sería libre –escribe Bazán–. Carlos conocería la cárcel de una vez y para siempre. Ya nunca sería libre. Todo ocurriría muy rápido… Federico se cruzó con Carlos. Se miraron discretamente, si iba a caer preso, Federico quería al menos primero disfrutar del sexo que esa mirada azul prometía… Se encontraron varias veces. Fueron rápidamente amantes”. Rodolfo Palacios, tal vez el periodista que más sabe sobre el raid criminal del ángel negro, y autor del libro homónimo en el que se basó el film de Ortega, escribe que, cuando investigaba el caso, la policía interrogó “a un joven checoslovaco que hacía fiestas con Robledo y (con su cómplice, Jorge) Ibáñez”, y cita una nota del diario Crónica en la que se lee: “Un sujeto de conductas sospechosas, apodado ‘Federica’, habría alojado a Robledo e Ibáñez en su casa. Además les prestaba el auto y ellos alardeaban de sus fechorías. Este extraño ser estaba al tanto del dinero obtenido por sus protegidos en el campo de la dolce vita”.
Según Palacios, ‘Federica’ no era otro que Klemm. “En su declaración, que figura en el expediente –escribe el periodista de Infobae–, negó conocer a Robledo. Sólo reconoció que se vio dos veces con Ibáñez. ‘Nos encontramos en el café La Biela, en Recoleta. Hablamos de los problemas del país y de su vocación, porque él quería ser artista de teatro y modelo. Era musculoso y vestía buenas ropas. Pero no sé nada de él. Nunca lo vi armado ni tengo nada que ver con lo que hizo’”. Hay quienes dicen también que, en realidad, la relación de Klemm era con Ibáñez, o con ambos, o incluso, que fue un tercero en discordia entre ellos. Como todo, ya es parte del mito.
Ante ese clima irrespirable, por esos años el artista cerró su pied-à-terre de la calle Gutiérrez, cerca de la Biblioteca Nacional –”que fue célebre porque lo decoró con piezas que Edgardo Giménez diseñó especialmente y hoy son parte del acervo de la colección”, dice Ezpeleta–, y compró un piso en la avenida Atlántica de Río de Janeiro al que llevó todo el mobiliario. Necesitaba aire fresco.
El regreso de la democracia lo encontró trabajando de lleno en el video-retrato de personajes de su entorno. Como Andy Warhol, o Robert Mapplethorpe, a quienes admiraba, y de quienes también adquirió obra, ese entorno estaba con frecuencia compuesto por sus amantes ocasionales –sus chongos, dicen en verdad–, siempre rodeados de elementos religiosos y mitológicos. Ya le interesaba el medio televisivo, aunque faltaba una década para que le diera forma en ese banquete de arte para el gran público que se volvió de culto.
Es en los 90, después de la muerte de su padre, que le dejó un capital que algunos estiman en 30 millones de dólares, que “el Andy Warhol argentino” –como comenzaron a presentarlo en sus cada vez más asiduas apariciones en los programas que lideraban el rating, como el show de Antonio Gasalla, o PNP, el ciclo pionero de archivos de TV de Raúl y Gastón Portal– pudo exponer en muestras individuales y colectivas junto a artistas reconocidos en salas destacadas de Buenos Aires, Roma, Milán y París.
Pero cuando lo comparaban con Warhol, él se reía, igual que se reía de todo. “No, la Andy Warhol es Charlie Grilli”, cuenta Correa que decía –en referencia a su amigo, uno de los diseñadores estrella de los 80– cada vez que a alguien se le ocurría llamarlo como al genio del pop art. Klemm se había acercado a la consultora de comunicación que tenía Correa para que promoviera una de sus muestras de arte: “Quedé encantado con el personaje desde el principio, y también supe desde el principio que era muy resistido por los medios, que no lo decodificaban. Producía escozor por su extravagancia, me decían que era muy risqué, no se animaban a publicarlo ni en las páginas de Sociales”.
Y, sin embargo, él se animó a ofrecerle un espacio en el incipiente Canal Arte (luego, Canal á). Incluso pese a que hasta sus más cercanos le rogaban por lo bajo: “No lo hagas hacer ese papelón a Federico”. En colaboración con el crítico Carlos Espartaco, los 232 programas de El banquete telemático (muchos disponibles en youtube), donde en media hora se emocionaba hasta las lágrimas o hacía chistes con doble sentido mientras hablaba de la historia universal del arte, de filosofía o de feminismo, fueron su obra cumbre.
Hubo un día concreto en que Klemm se dio cuenta de que había traspasado el umbral de lo masivo. Había hecho una reunión en su casa, y un galerista, para snobearlo, le dijo: “Federico, te felicito por el programa. Yo no lo vi nunca, la que lo ve es mi mucama en la villa, y le encanta”. Para un hijo de la generación pop, formado en el concepto de la reproducción en serie de la sociedad de consumo, eso era la dimensión del mensaje que podía transmitir y, aunque no lo mercantilizara, porque él no ganaba plata, sino que pagaba por su espacio en el cable, fue el momento en el que decidió volcarse por completo a su gran banquete.
Pero para buena parte del ambiente en el que se movía, nunca estaba a la altura. Era un nuevo rico que había decidido comprar su lugar en el mundo de la cultura. O mejor, la cristalización cultural de una época: un producto del menemismo. Correa cuenta que Carlos Menem era fanático del programa de Klemm. Tanto, que el día que se conocieron, el coleccionista se acercó para presentarse y el ex presidente le dijo: “Pero Federico, ¿no viste que te saludé desde la escalera?”
Asociarlo al menemismo, dice Ezpeleta, “es otro balde de mierda que le tiran siempre a Federico. En total debe haber hablado tres veces con Menem. Dicen que era menemista, que se dormía hablando por teléfono con Amalita (Fortabat), ¡y cero! Federico con el menemismo lo único que hizo fue gastar plata, traer obras de arte. Nunca ganó un centavo. Ni siquiera era tan rico; era rico, pero en la liga de los ricos, era un pinche. Se movía en un Taunus, el último auto que tuvo fue un Ford Sierra, había cosas que no le importaban”. La única ideología que profesaba era el anticomunismo, asegura. “Pero eso era lógico: a él le arrebataron su idioma, su patria y su infancia”.
Cuando inauguró su galería en 1992, alguien le sugirió que debía dejar un espacio libre para poner un bar. “¿Qué? ¿Cerraron el Florida Garden?”, preguntó Klemm. Algunas imposiciones del mercado no le interesaban, hasta podría decirse que, em cierto sentido, era austero. Podía gastar millones en remates de Christie’s o Sotheby’s para comprar obras de Magritte, Chagall, Man Ray, Lichtenstein o el propio Warhol (las primeras obras de su colección fueron suyas y de Rómulo Macció), pero almorzaba todos los días lo mismo: fideos con salsa blanca y dos hamburguesas.
En esos remates adquirió también varias de las 57 piezas de vestir que hoy conserva el Museo del Traje. Su directora, Vicky Salías, apunta: “Klemm era un coleccionista arte, pero también de indumentaria, sobre todo de piezas usadas por personajes públicos como María Callas o Nureyev, que era su amor platónico, aunque se dice que tuvieron algo en los 80, cuando el bailarín vino por última vez a la Argentina. Tenemos un jean súper interesante de Versace trabajado con cristales Swarovski que forman búlgaros. Y el highlight de nuestra colección es el traje de luces de Nureyev que según nos dijeron, usaba para cantar arias en su casa. Creo que todo lo histriónico y expresivo que era con su gestualidad, también estaba puesto en su indumentaria, componía un personaje que iba más allá de lo que se veía en la televisión: era siempre así”.
Tenía una muletilla: “Hay gente que es bella treinta años, yo sólo fui bello durante seis meses”. Era el tiempo en el que se había sentido verdaderamente lindo y joven. Lo cubrió con una idea del ornamento con la que construyó a su personaje. Dicen que una vez, en arteBA, alguien criticó su look: “Ay, Federico, no me gusta cómo te queda esa camisa”. Klemm respondió: “Mirá, yo siempre estoy lo mejor que puedo”.
En 1995 creó su fundación. Tenía 53 años, pero ya le preocupaba la posteridad. “Y tenía una consciencia clara de que la riqueza sin responsabilidad, es banal”, dice Ezpeleta. “Federico dejó a la ciudad, al país, una fundación con una colección sumamente importante, con entrada libre y gratuita –suma Fiterman–. Se lo ve como un personaje excéntrico, pero organizó todo por medio de la Academia Nacional de Bellas Artes de una manera bastante conservadora: porque murió hace 19 años y yo sigo trabajando como cuando estaba vivo, sigo recibiendo dinero para cumplir con todo lo que tenemos que hacer, y el premio que creó hoy cumple 25 años”.
Dicen que Menem quiso conocer a Klemm cuando supo que estaba armando su fundación. “Imaginate ese encuentro, lo exótico de los dos, El Turco usaba ese medio bisoñé, pulsera, prendedor, anillos de oro, pochette… ¡En una reunión de 50 personas, eran todos blanco y negro, y los únicos en color eran ellos! Y cuando se entera de que el fin último de la colección iba a ser el Estado Nacional, quiso darle un reconocimiento a las Artes. Entonces todos los diarios y todo el mundo se agacharon a buscar una piedra para tirársela a Federico en la cara. ‘No se lo merece’, decían de una mención que antes le habían dado hasta a los Tucu-Tucu”, recuerda su íntimo amigo.
También todo el mundo quería estar en sus fiestas de cumpleaños, que celebraba cada 24 de marzo, para festejar a la medianoche, cuando arrancaba el 25. Y todo el mundo hablaba de sus supuestas fiestas sexuales. Y muchos en ese mundo que lo criticaba se decían sus amigos, aunque él tenía muy pocos. Era muy querido por sus colaboradores –porque así como era libre, les daba también total libertad a ellos–, pero Fiterman y Correa, por ejemplo, se cuidan de decir que aunque trabajaron con él y le tenían un profundo cariño, no eran parte de su corte ni de su intimidad.
¿Quién era realmente Klemm? “Un ariano, una serpiente. El encantamiento y la furia”, se emociona Ezpeleta. Un hombrecito vestido con un traje de luces de su ídolo que le quedaba dos talles más chico, el mismo que manchaba los papeles del trabajo con el maquillaje pancake que siempre le quedaba en las manos. Un tipo que se reía de todo, incluso de sí mismo. Y a la vez, una persona genuinamente teatral. “El decía que tenía alto impacto visual. Cuando entraba en un lugar, así fuera en el Hotel Inglaterra de Roma, en París o en Nueva York, se hacía un silencio de misa. Su gran proyecto era vivir su vida, había puesto su talento en la obra y la genialidad en su vida, a la manera de Oscar Wilde –dice Ezpeleta–. Cuando le decían: ‘Ay, vos sos una obra de arte’, contestaba: ‘¡Andá a cagar!’. Teníamos esas salidas que terminaban en grandes borracheras y excesos, y a Federico lo único que lo podía bajar de esas enormes borracheras cuando ya no le entraba un rivotril más era escuchar a María Callas, que era una voz sagrada para él. O lo elevaba, porque con eso entraba en otra dimensión.”
Hizo su testamento cuando creó la fundación, pero lloró durante cuatro días mientras lo definía. Más que nada por cábala. Era supersticioso hasta el extremo. No se sentaba en la fila 13 del teatro; no compraba un cuadro que midiera un metro trece. No era extravagante, era extraordinario. Y se anticipó también en otras cosas a su tiempo: en esas noches interminables en las que redactaba su testamento, su gran amigo le propuso que le dejara su casa a uno de sus novios –había tenido muchas parejas ocasionales, y fue muy feliz con el que lo acompañó en los últimos años–, pero Klemm se negó. “Fernando, ya basta con esa idea del amor romántico. Yo creo en el amor a la humanidad; no pienso en uno, pienso en el colectivo”, le dijo.
Es ese mismo colectivo el que hoy lo reivindica. Son jóvenes que no lo conocieron. El año que viene se cumplirá un doble aniversario: ochenta años de su nacimiento, y veinte de su muerte. Mientras la Fundación Klemm prepara un extenso homenaje, por el que llamará a su programación 80/20, e incluirá tres muestras rescate diferentes de marzo a noviembre e intervenciones con sus obras en la colección permanente, curadas por Santiago Villanueva, Federica Baeza y Guadalupe Chirotarrab; el periodista Rodrigo Duarte avanza en una biografía que editará Random House.
“Veía su nombre en las crónicas gays de la época, y hablando con mucha gente confirmé que fue testigo y actor de grandes cambios en la sociedad argentina, y me parecía muy sorprendente que, si bien en los últimos años han aparecido algunos ensayos sobre su obra, no hubiera ninguna biografía de Klemm –dice Duarte–. Y creo que tiene que ver con esa lectura que lo asoció al menemismo y a la exhibición de la riqueza, algo no sólo cuestionable, porque no está claro que haya integrado ese grupo, sino injusto con el personaje, porque lo reduce a esa única mirada, cuando es un tipo mucho más interesante”. ¿Por qué revalorizarlo? “Porque era patentemente homosexual en un momento en que no se vivía con las libertades de hoy; porque se dedicó a gastar o a invertir su dinero en traer obra, muestras, difundir artistas, y hacer todo eso sin cobrar entrada. Siempre hablaba de ese servicio público. Porque iba a la televisión abierta a las tres de la tarde y hablaba de la estética leather, y él mismo era un exponente del pop o del pop trash. Todo eso para mi generación es muy distinto si se considera lo chatos que son los medios y los personajes mediáticos ahora”, concluye el periodista. Algo parecido le pasa a Villanueva: “La figura de Federico me interesa hace muchos años, trabajé su obra en diferentes instancias, y escribí sobre eso. Y siento que lo conocí mucho por toda la investigación y también porque es alguien repleto de anécdotas”.
Algunas son parte de la leyenda. Como esta última que emociona a ese amigo, hijo, padre y hermano que estuvo con él hasta el último segundo. Klemm murió de neumonía en el Hospital Alemán el 27 de noviembre de 2002, y esa noche fue velado en su Fundación antes de ser trasladado al Cementerio Alemán, donde hoy descansa junto a su padre, su madre y su perro, Olaf –que perdió la vida en un devastador incendio en su casa, un año antes–. “En un momento veo que los empleados de la cochería empezaban a llevarse las flores, y les digo que no toquen nada, pero me doy cuenta de que no quedaba casi nadie. Era el final, un momento de sinsalida. Entonces, me retiro hacia el privado, donde había un sistema de parlantes donde a veces Federico pasaba óperas o cantaba para los íntimos. Y atiné a poner play y suena la Callas, con Casta Diva, que era su aria predilecta. Así salió Federico de su casa-proyecto que fue la fundación, con los parlantes explotando Casta Diva, acompañado de su música sagrada”.
VIDEO: “EL BANQUETE TELEMÁTICO”, EL PROGRAMA DE FEDERICO KLEMM
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