La noticia entró por la sala de cables del diario intervenido por la dictadura a la tarde temprano del 13 de octubre de 1980 y obligó a una reunión apurada entre el director y el jefe de redacción. El despacho de la agencia española EFE informaba que el parlamento noruego había otorgado el Premio Nobel de la paz a un argentino.
La noticia incluía una breve biografía de ese hombre –pintor y escultor- prácticamente desconocido para la sociedad argentina y utilizaba términos impublicables como “lucha por los derechos humanos”, “desaparecidos” y “dictadura”. También decía que el hombre había estado 14 meses preso sin que se esgrimiera un solo motivo.
-¿Qué hacemos? – le preguntó el jefe de redacción al director del diario intervenido.
-Esperemos el cable de Télam – fue la respuesta.
En casos como ése –porque esta información era excepcional y no podía ocultarse– reproducir, sin cambiarle una coma, el despacho de la agencia oficial de noticias era un reaseguro para no sacar los pies del plato. Es decir, para no correr riesgos que podían costar caros.
El cable de Télam demoró en llegar. Era corto –apenas unos pocos párrafos-, lavado y confuso. Quien lo leyera no sabría bien porqué le habían dado el Nobel a ese hombre y, por supuesto, no leería expresiones como “violaciones de los derechos humanos” o “dictadura”.
-¿Dónde lo publicamos? – preguntó el jefe de redacción.
-Donde van todos los nóbeles (sic), en “Internacionales” – respondió sin dudar el director.
La dictadura cívico militar encabezada por Jorge Rafael Videla llevaba más de cuatro años en el poder y ya enfrentaba gravísimas denuncias internacionales por el plan sistemático de represión ilegal que venía perpetrando para eliminar a toda disidencia política, gremial y social.
Para entonces las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo eran conocidas en todo el mundo y el año anterior el gobierno no había podido evitar la visita de una delegación de Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
Pero lo que anunciaban los cables de noticias de las agencias internacionales era todavía peor –e inocultable- para la desgastada imagen de los dictadores.
El hombre distinguido con el Premio Nobel de la Paz se llamaba Adolfo Pérez Esquivel, tenía 48 años y se lo conocía mucho más en el mundo que en la Argentina censurada por el incansable trabajo en defensa de los derechos humanos que llevaba adelante desde el Servicio de Paz y Justicia.
Hoy cumple 90 años.
Pobreza, arte y educación religiosa
Hijo de un inmigrante español de Combarro, Galicia, y una descendiente de guaraníes, Adolfo Pérez Esquivel nació en Buenos Aires el 26 de noviembre de 1931. La familia, con cuatro hijos y sostenida a duras penas por el padre, Cándido Pérez González, vivía en Humberto Primo y Defensa, en el barrio de San Telmo.
Adolfo era muy chico cuando su padre –agobiado por las penurias y quizás alentado por los vientos de esperanza de la Segunda República Española– regresó a Galicia para trabajar en su oficio original, el de pescador, y así enviar dinero a la Argentina.
La familia se disgregó y Adolfo fue internado como pupilo en el Patronato Español, en el barrio de Colegiales, donde además de recibir la educación formal aprendió a tallar madera en uno de los talleres a los que destinaban a los alumnos.
No terminó allí la primaria, porque se fue a vivir con su abuela materna, Eugenia – que le hablaba en guaraní porque casi no manejaba el español-, y cursó un año en una escuela estatal; después volvió a reunirse con toda la familia en San Telmo y terminó sexito grado en un colegio franciscano.
Estudiaba y trabajaba. “Éramos muy pobres, así que muchas veces me acostaba sin comer. Otras, el boliche nos tenía que fiar un café con leche. Para no acostarme con la panza vacía había que trabajar. Vendí diarios en el tranvía, después fui cadete de oficinas, peón de jardinería, y más tarde, me dediqué a proyectitos de instalación de negocios hasta que pude vender algún cuadrito”, recordará muchos años después.
Con los franciscanos, Pérez Esquivel encontró una religiosidad que lo marcó para siempre, así como las tallas en madera del Patronato Español lo llevaron a encontrar una vocación artística que lo llevó a estudiar –a pesar de las dificultades económicas– en la Escuela Nacional de Bellas Artes Manuel Belgrano.
Allí, cuando tenía 15 años, conoció a Amanda Guerreño, con quién luego se casó, cuando ya estudiaban los dos en la Universidad Nacional de La Plata, donde ella se recibió de profesora superior de piano y composición y él se formó como pintor y escultor.
Las penurias de los otros
Al mismo tiempo que se formaba como artista, Pérez Esquivel descubrió la militancia social. Para él, las dos cosas iban de la mano y las empezó a canalizar llevando arte a los sectores obreros, en los que se reconocía. “Tratábamos de hacer exposiciones, ir a las barriadas, hacer participar a los chicos. Hicimos muestras en fábricas y tratamos de que los obreros comenzaran a expresarse, a hacer sus propias obras”, recordó más de una vez.
El cristianismo de base y los curas del Tercer Mundo le abrieron la posibilidad de amalgamar esos intereses con su religiosidad.
Los comienzos de la década de los ‘70 lo encontraron participando en movimientos de liberación no violentos. En 1973 fundó en Buenos Aires el periódico Paz y Justicia, y un año después, en Medellín, Colombia, lo eligieron coordinador general del Servicio Paz y Justicia para América Latina.
Esa militancia lo llevó a sufrir sus primeras experiencias en la cárcel. En 1975 fue detenido por la dictadura brasileña cuando desembarcó en el aeropuerto de Sao Paulo como parte de una delegación del Movimiento Internacional de la Reconciliación. Liberado y expulsado del país, al año siguiente fue nuevamente encarcelado en Ecuador junto a un grupo de religiosos latinoamericanos y estadounidenses que participaban de una protesta por violaciones a los derechos humanos.
La detención en dictadura
Cuando se produjo el golpe del 24 de marzo de 1976, Pérez Esquivel ya estaba en la mira de los organismos represivos por su participación en la creación del Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos (MEDH) y la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH). Desde allí y desde el Servicio de Paz y Justicia (SERPAJ) colaboró desde un principio con las Madres de Plaza de Mayo, las Abuelas de Plaza de Mayo y Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas.
Lo detuvieron el 4 de abril de 1977, cuando fue a renovar su pasaporte en el Departamento Central de Policía. Allí mismo fue torturado, y después lo trasladaron a la Superintendencia de Seguridad Federal, donde volvieron a golpearlo y picanearlo en una habitación en una de cuyas paredes –según testimoniaría después– había una gran cruz esvástica y la palabra “nacionalismo”.
Le dijeron que lo iban a poner a disposición del Poder Ejecutivo, una fórmula utilizada por la dictadura para mantener a las personas detenidas sin tener que explicar razones, pero antes debió pasar por una experiencia siniestra.
Un vuelo de la muerte y la cárcel
En junio de 2010, cuando declaró en una causa relacionada con las violaciones de derechos humanos cometidas en la Unidad 9 de La Plata, Pérez Esquivel recordaría la experiencia límite a lo que lo sometió la dictadura en mayo de 1977, un mes después de su detención.
“El 5 de mayo de 1977 me ponen las esposas y dicen que me van a trasladar. Me sacan de la Superintendencia y me llevan al aeródromo de San Justo. Me encadenan en un avión que carretea en la pista y vuela hacia el Río de la Plata. Veo las luces de Colonia, de Montevideo, de La Plata, es decir, el avión da vueltas. Pregunto qué va a pasar conmigo, porque sabía que arrojaban los prisioneros de los aviones. Nadie me contesta y, después de mucho tiempo, el piloto llama al oficial y le dice: ‘Tengo orden de llevar al detenido a El Palomar’, la base aérea de Morón”, relató ante el tribunal.
El avión regresó a Morón y desde allí fue trasladado en un celular hasta la Unidad 9, donde un oficial penitenciario lo recibió con estas palabras:
-A usted no lo va a salvar ni el Papa. Somos señores de la vida y de la muerte y a usted ni los obispos lo van a salvar.
Lo llevaron directamente a una de las celdas de castigo que la jerga penitenciaria denomina “chanchos”.
“Ahí pasó de todo desde una presión psicológica muy fuerte, hasta las requisas, en las que la guardia golpeaba las celdas, nos hacía desnudar, poner las manos contra la pared, las piernas abiertas, revolvían las celdas y tiraban todo lo que había”, relató durante su testimonio.
La presión internacional obligó a la dictadura a liberarlo cuando se estaba dispuntando el Mundial del ‘78.
“Había una campaña muy fuerte por mi liberación, yo sabía que me iban a largar pero no sabía cuándo, porque unos días antes ponen en libertad al maestro Alfredo Bravo, que estaba en el mismo penal”, explicó Pérez Esquivel a los jueces.
El Nobel de la Paz
El despacho distribuido por la agencia oficial Télam la tarde del 13 de octubre de 1980 no consignaba ninguno de estos hechos: los noruegos le habían dado el Nobel de la Paz a un escultor argentino y no se sabía bien por qué.
Lo que la dictadura no podía hacer era impedir que fuera a recibirlo. En su discurso ante el parlamento noruego, Pérez Esquivel explicó que no recibía esa distinción a título personal, sino “en nombre de los pueblos de América Latina, y de manera muy particular de mis hermanos los más pobres y pequeños, porque son ellos los más amados por Dios; en nombre de ellos, mis hermanos indígenas, los campesinos, los obreros, los jóvenes, los miles de religiosos y hombres de buena voluntad que renunciando a sus privilegios comparten la vida y camino de los pobres y luchan por construir una nueva sociedad”.
Después de unos días en Noruega, inició una gira por diferentes países europeos para denunciar las atrocidades que cometían las dictaduras instaladas en América Latina.
Luego de recuperada la democracia, se opuso tenazmente a las leyes de impunidad dictadas durante el gobierno de Raúl Alfonsín. Fue también uno de los principales promotores de los juicios que se realizaron, durante la vigencia de esas leyes, en Italia, España y Alemania contra los genocidas argentinos.
Tres décadas después
Desde entonces y hasta ahora, Adolfo Pérez Esquivel continuó con su incansable actividad por la paz y en defensa de los derechos humanos.
En la actualidad, además de ser presidente del Consejo Honorario del Servicio Paz y Justicia Latinoamericano y de la Comisión Provincial por la Memoria, es Presidente de la Liga Internacional para los Derechos Humanos y la Liberación de los pueblos, con base en Milán, Italia, y miembro del Tribunal Permanente de los Pueblos. También miembro del Comité de Honor de la Coordinación internacional para el Decenio de la no violencia y de la paz. Es presidente honorífico de la Fundación Universitat Internacional de la Pau de Sant Cugat del Vallés (Barcelona).
Desde el 2004 forma parte del Jurado Internacional del Premio de Derechos Humanos de Núremberg, que cada dos años otorga un premio a organizaciones o personas que se destacan en la promoción y defensa de los derechos humanos en el mundo, aun con el riesgo de su propia vida.
El año pasado, cuando se cumplieron cuatro décadas del día que le otorgaron el Premio Nobel, escribió una carta pública en la que decía:
“Hoy a 40 años el mundo se encuentra en zozobra, camina entre angustias y esperanzas frente a la Pandemia del Covid 19 que ha cobrado miles de vidas y pone al descubierto las desigualdades sociales, económicas y políticas, el aumento del hambre, el desempleo, la pobreza. El daño que el ser humano ha hecho a la Madre Tierra en su afán mercantilista de aquellos que privilegian el capital financiero sobre la vida y continúan su explotación y daños a nuestra Casa Común”.
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