Algunos lugares de Buenos Aires son como portales a otras épocas. Ahora estamos en Selquet, en Figueroa Alcorta y Pampa, y es un mediodía de 2012. En cualquiera de las mesas vecinas una pareja “con todos los pactos estropeados” almuerza gnocchi de boniato y se despide para siempre después de treinta años. Una pareja rica a la que saludan todos los mozos; una pareja que se construyó a sí misma. Él es un médico que llegó a la política con el mandato de hacer plata y quedó en medio de un escándalo de corrupción. Ella es Stella, la chica de Montevideo que se enamoró de él en la playa cuando era un estudiante, y la mujer que lo acompañó en ese ascenso al poder entre esta ciudad y Punta del Este; entre restaurantes, amor, sexo, eventos sociales, campañas, dólares –”millones de dólares”–, e infidelidades. En la intimidad de esa última comida compartida, él le dice “mentiras hermosas o verdades horrendas”: la interpretación depende de ella. Dice que le da vergüenza que ya no sean lo que eran. Y tiene razón, nada es lo que era. Ni siquiera los gnocchi: “Eso es batata. Devolvelo a la cocina”, dice ella.
A Ángeles Salvador le llevó cuatro años escribir la historia de Stella Blanco. Es la voz de esa mujer de 50 años la que narra desde su cárcel uruguaya el derrotero de su vida y de su última gran fiesta esteña. Algo salió muy mal y sólo le queda arrepentirse. “Pero, ¿de qué? ¿En qué punto comenzó el equívoco?”. Stella escribe para resolver un crimen y con la intención de ser honesta: quiere entender por qué está presa. En su relato hay un cadáver y hay “declaraciones, pruebas, audios, motivos y conexiones”. Pero el verdadero cuerpo del delito también habita entre estas mesas, en ese almuerzo de despedida del que fue su marido, su socio y su amor por tres décadas. ¿En qué punto dejaron de ser los que eran?
Salvador es una “autora tardía”, igual que el personaje de su novela. Su libro debut, El papel preponderante del oxígeno, sacudió con su prosa precisa y cargada de ironía a la escena literaria en 2017, cuando ya había pasado los 40. Entonces la narradora era Rose, una peluquera de Barrio Norte en los 90. Como Stella, Rose retrataba la sordidez y la decadencia embellecida “con fijador de pelo” de su época. La última fiesta (Lumen/Penguin Random House), su segunda novela –y una de las revelaciones editoriales del año, que terminó de ubicar a la escritora porteña entre las más notables de su generación–, parece retomar la línea temporal justo donde la dejó esa peluquera, para contar la caída final de la clase a la que pertenecían sus clientas. Es a la vez un thriller político y policial sobre la corrupción de esa clase, y la historia de un matrimonio que cayó con ella. Pero aunque elija escribir ficción, la vida de Ángeles Salvador también podría ser la trama de una novela.
Quise entrevistarla porque necesitaba saber quién era la autora de dos de las novelas argentinas que más me conmovieron en los últimos años. Quería conocer a la mujer capaz de darle una voz igual de intensa y potente a dos personajes en apariencia tan distantes como esa peluquera joven entregada, sin saberlo, a la orgía de sexo y consumo del menemismo, y la señora bien de 50 a la que le explota en la cara esa fiesta.
“La verdad personal no existe –dice Stella–. Lo que existe es el detector de mentiras”. Entre lo posible y lo imaginado, aparecen, como mojones de verosimilitud, los escenarios que quedaron en pie después de la caída: Selquet, Pizza Cero, La Brigada, Tomo I, el Hotel NH, el Claridge, el Sheraton, las calles y plazas de la Recoleta. En esos lugares-portales transcurre esta charla en la que Salvador recorrerá también la historia de la que elige escapar cuando escribe: la de su propia vida.
–Te considerás una “autora tardía”. ¿Cómo fue que arrancaste a escribir?
–Fue después de que me separé. Tenía 38 años y tres hijos chiquitos y muy seguidos –Francisca, Catalina y Federico–, porque dos son mellizos, y la más grande recién había cumplido dos. Yo no tenía mucho sostén de cuidado, nadie que me ayudara. Eran tantos, que si no tenés una madre o una suegra que se metan con vos en tu casa –y eso no había–, quedás como tomada por esa situación: la separación, las mudanzas, y salir adelante de vuelta. Yo había quedado afectada en lo económico y también tenía esa necesidad de cuando empezás a estar un poquito mejor, de decir: “Algo quiero hacer yo también, yo existo”. Quería retomar mi interés artístico, lo expresivo. Pero tampoco tenía con quien dejar a los chicos.
–Sos (o eras) actriz, ¿cuándo te diste cuenta de que ese interés por lo expresivo podía estar en lo literario?
–Yo estudié con Ricardo Bartís muchos años, su escuela era una especie de semillero muy fuerte en los 90, del que salieron Soledad Villamil, Luis Machín, Rafael Spregelburg, Alejandro Catalán... Había hecho obras en el off y giras internacionales, con Spregelburg y Omar Fantini (que es el padre de mis hijos y es director de teatro). Pero todo eso había quedado atrás. Me fui a vivir con mi ex, tuve a los chicos, y cuando me separé y empecé a sentir que necesitaba hacer algo, no tenía forma de organizarme para volver a vincularme con ese mundo. No me alcanzaba para pagar todas las noches una niñera, no había abuelas, y tampoco quería dejarlos solos. Mi ex también tenía funciones y eso era prioritario, porque era su trabajo. Entonces, busqué mi salida: leí que empezaba un taller con Esteban Schmidt, y conseguí a alguien que se quedara con los chicos esas dos horas en que yo me iba a ir. Escribir era algo que podía hacer desde mi casa. Creo que una de las cosas que me llevó a ver que podía fue interactuar en Internet, porque todavía no era tan masivo Twitter, pero yo participaba en foros y chats, y me daba cuenta de que cuando armaba bien lo que quería decir, parecía que a la gente le gustaba la manera en que expresaba las ideas.
–Es interesante, porque es lo contrario de lo que suponían muchos: que la gente iba a dejar de leer y de escribir por culpa de las redes.
–Sí, es algo que nunca digo, pero para mí era al revés: yo de esa manera confirmaba que eso que había tipeado en la pantalla tenía una ocurrencia, una redacción o una sintaxis que les podía interesar a los otros. Y el taller me permitía ir una vez a la semana, llevarme una consigna a casa y, de paso, conocer gente nueva, volver a tener una vida social. Ni siquiera de pareja, porque eso me pasó mucho después. Era la comodidad de poder hacerlo y la intuición de que podía escribir bien. Todavía no sabía qué, no es que decía “voy a escribir un libro o una novela”.
–En un momento en el que florece la “Literatura del Yo”, vos elegiste hacer ficción.
–En el taller pasaba que, con las consignas que nos daban, todos llevaban historias personales: “El día que me separé”, “Lo que siento por mi abuela muerta”... Y a mí como que me tiraba más la ficción, y si no eran historias ficcionales, hacía algo totalmente exagerado. Yo no quería narrarme; todavía me queda como una parte miedosa, no quiero nombrar a los demás, no me gusta esa exposición, no sé. Y narrarme a mí, aunque tenés mil formas de hacerlo sin narrar a los demás, evidentemente no me funcionaba: hasta por mi manera de escribir tengo que pasar por los personajes y por las situaciones. Hice algunas consignas desiderativas, alguna vez hablé un poco de la muerte de mi madre cuando yo era chica, pero todo muy tocado desde la forma, desde el lenguaje. Muy poco realista, en un punto, aunque hubiera verdad en la situación.
–Pero después el yo aparece en otros lugares, como cuando contás a una niña que pierde a su hermano y lo que le puede pasar por la cabeza cuando va a su entierro, la manera de reírse con una prima en medio de esa tristeza infantil… Imagino que hay algo de evocación donde también está la actriz, la memoria emotiva.
–Tal cual. Tal vez es una mezcla de cosas que uno vivió y que vio y lo conmovieron. Son como Frankensteins. En la escuela de teatro trabajamos mucho la improvisación, y la idea de que el actor es el que crea, y de que ese actor en escena era más importante que el texto dramático.
–No sabías qué ibas a escribir, y de pronto te encontraste escribiendo una novela, ¿esa decisión cómo llega?
–Yo veía que era la única salida que tenía para la situación en que había quedado. Había decidido separarme después de once años, con mis hijos tan chicos, y económicamente quebrada, con mucho riesgo y mucha pérdida en lo material, pero pensando que era la única manera de volver a construir algo para mí y también para mis hijos. Con el tiempo, con mi ex descubrimos que somos mucho mejores como padres que como pareja. Lo fuimos llevando. También se asustó mucho cuando yo me enfermé.
–¿Lo de tu enfermedad cuando fue?
–En el 2013, hacía cuatro años que me había separado. Y empecé a agarrar distintos trabajos, de lo que fuera. De cualquier cosa, hasta de conserje en un hotel en Once, frente a la plaza. Era una cosa delirante, venían grupos de cumbia que tocaban en un boliche que está cerca, gente que venía de comprar en La Salada. Tengo escrito un cuento que se publicó (Hotel Star, en la antología Felices Juntos, editada por Julieta Mortati en 2014). Fue lo primero que hice, y mi familia, mi padre, se quería morir, pero a mí no me importaba nada, porque, en un punto era la felicidad de volver a trabajar y a ser independiente.
En nuestro recorrido, paramos en un hotel de otro perfil, el NH. Ahí es donde funciona el búnker del partido de Guillermo, el marido de Stella, en su primera postulación a diputado. No sabemos de qué partido se trata, pero podría ser cualquiera. “Es el momento que tanto estaban esperando: el del triunfo que los va a llevar al éxito político que tanto ambicionaba la pareja –dice Salvador–. Ella llega acá dispuesta a acompañarlo, a ver con él los resultados, y pasar al día siguiente el desayuno con la prensa. Pero hay un malentendido con el número de habitación, y cuando trata de ir, va sola en el ascensor, y en un ida y vuelta como de un ascensorista fantasmal, se abren y se cierran puertas que la hacen ver algo inesperado, una traición”. En la suite discuten, tienen una crisis. Pero también es una excusa para que Stella mire otra vez todos los objetos de su marido, y descubra en cada uno “a la vida en común y la convivencia cotidiana que tuvieron”, dice. “Eran sus cosas en esa habitación doble deluxe, las mismas cosas que estaban en nuestra habitación en casa, las que dejaba en nuestro baño y yo le pedía que sacara y dejara en su mesa de luz, o que él me pedía que buscara en su mochila, mientras se bañaba muy temprano cada día, y que se las dejara en la mesa del comedor diario. Siempre lo mismo”, escribe en un párrafo en el que la descripción de Stella seguirá in crescendo hasta lo más hilarante, esa parte que no suele contarse de las escenas de un matrimonio.
–Hay algo de la liberación que sentiste con aquel primer trabajo de conserje, de esa necesidad de independencia, que también se ve en ese momento en Stella.
–Está eso que le pasa a Stella de “¿qué hago acá?”, una sensación como de cárcel personal. Después conseguí un trabajo de administrativa; ya me había hecho un grupo de amigos del taller, había cambiado la onda, ya tenía la idea de escribir la novela, y conocí a mi pareja.
–O sea que el taller no sólo te dio el encuentro con la vocación, sino un lugar de pertenencia desde donde volver a empezar. ¿Y a tu novio cómo lo conociste?
–Lo conocí en una Navidad que armaba en su casa Esteban (Schmidt) para ‘los sueltos’ y los que no tenían familia en Buenos Aires. Siempre lo pongo cuando promociona sus talleres: a mí me dio todo. Es una persona que siempre quiere que a sus alumnos les vaya bien. Cuando me enfermé, tenía que hacer tres veces por semana diálisis, y cuando se me terminó la licencia, tuve que renunciar al trabajo administrativo part-time que tenía, y empecé a gastarme los ahorros. Entonces, él me consigue un lugar para que escriba discursos y participe del equipo de comunicación en una campaña política. Ahí está también todo ese mundo de ghostwriters y asesores que un poco aparece en la trama de la novela.
–Te habías logrado independizar, habías encontrado tu espacio, y de pronto te dicen que tenés un problema grave de salud. No podías terminar de sacar nunca la cabeza del agua.
–Fue desesperante. El miedo era total. Era un miedo tremendo porque mis hijos eran muy chicos y mi mamá murió de lupus cuando yo tenía 13 años. Entonces, ¿por qué no me iba a morir yo, si las madres se mueren? En mi historia, las madres se mueren aunque tengan chicos, aunque le hagas promesas a Dios y a María Santísima, aunque prometas que vas a ir de rodillas a donde sea; se mueren igual. Y yo decía: “No puedo ser tan hija de puta, ¡estoy repitiendo la historia de mi mamá!
–¿Tus hijos cuántos años tenían?
–Estaban en cuarto y primer grado. Y todo era un delirio, la idea de ir a diálisis... Ahí me ayudaron mucho mi hermana (Florencia, a quien le dedicó su último libro. El anterior es para su padre, Alejandro –”mi Salvador, por darme y donarme la vida”–, que fue el donante vivo de riñón, cuando la única opción fue el trasplante) y Esteban. Yo había conocido en su casa a mi novio (un reconocido periodista y maestro de periodistas al que prefiere no mencionar por su nombre, como para probar su temor a la exposición de los otros) en una de esas navidades que organizaba, y enseguida empezaron todos a decir que teníamos que salir, pero yo ni bola. Después él me llamó para invitarme a tomar un café el 1° de enero: “¿Querés que nos veamos, que yo después me voy de viaje con mis hijos?” Y yo no venía saliendo con nadie, estaba de acá para allá con los chicos, y le digo: “Bueno”. Y me pasa a buscar y me lleva a Selquet, porque sabía que era el único lugar que iba a estar abierto en Año Nuevo (se ríe). Cuando vuelve, me invita a cenar, ya en una cita más romántica, muy cerca de acá, a Croque Madame del Decorativo.
Acá es Pizza Cero, y ahora almorzamos una Margherita mientras tal vez en otras mesas se cierran negocios y alianzas. Acá también es donde Stella “ya está como a la deriva, y tiene una inmensa depresión”, y sale a buscar, “como echada de su casa por alguna causa misteriosa, sus lugares de comodidad en la ciudad, en lo que puede ser su selva, que es la Recoleta, y toda esta zona de Libertador –dice Salvador–. Ella sale a descansar, a fumar un cigarrillo, aunque hacía años que no fumaba; y sale tras el rastro de Guillermo, de qué es lo que les está pasando, de qué es lo que le pasa. Si está en problemas, sabe que lo va a encontrar en Pizza Cero. Y no sólo lo encuentra a él, sino a un montón de personajes de la política que podrían traicionarlo, pero que al final no son tan traicioneros, porque el secreto de la rosca es ése: todos están en todas. También descubre a un personaje extraño que es un auto, el auto que está siempre adentro del local –ahora también–, y que a ella le sirve como último refugio. Esa noche, después de encontrar a Guillermo acá, empieza a cocinar ella su propia traición”.
–¿Tuviste alguna vez esa sensación de estar a la deriva, como Stella? ¿En qué momento notaste que algo no estaba bien en tu salud?
–A los tres meses de ese enero en que me puse de novia, en marzo, me enfermo. Yo tenía ese trabajo en la administración de un campo donde la pasaba muy mal. Era un matrimonio medio maltratador, creo que también hay un poco de ellos en Estela y Guillermo. Una pareja de mucha guita, con muchos campos, que estaba muy posicionada en el ambiente agropecuario, y tenían ese trato del dueño con el peón. El hotel era peor, sí, pero yo estaba harta y quería renunciar. Y hacía lo que hacemos todas, guardarme las faltas para cuando se enfermaban los chicos. Me venía sintiendo mal, tenía muchos dolores, síntomas que después me enteré que eran de insuficiencia renal –pero que en ese momento era imposible atar a eso, para mí y para cualquiera– provocada por una hipertensión no controlada en mi embarazo gemelar. Nunca había sentido nada, los mellizos ya tenían seis años, y empecé con unos dolores de nuca terribles, que pensaba que eran por una contractura. Tenía muchos moretones en las piernas, calambres, y unos dolores de cabeza tremendos. Y decido renunciar, porque eran muchas horas, y quería ver si podía hacer otra cosa. Y cuando les digo, ella se enoja, y en todos esos días yo me sentía muy mal. Estaba tirada en la cama y no me podía ni levantar, y tenía que ir a mandar el telegrama y no iba –¡gracias a Dios!–. Pensaba que era por los nervios.
–¿Y cuándo tuviste el diagnóstico?
–Un día empecé a tener mucha tos y tuve una expectoración con sangre. Recién ahí, cuando me asusté, fui al médico. Porque, hasta ese momento, decía “tengo que ir por los dolores y los moretones”, pero no iba. Fui a una guardia, me hicieron una placa, y estaba todo bien: en los pulmones no había nada. Me dicen: “Habrás tosido muy fuerte y te lastimaste”. Pero llegan los análisis, y dicen: “Vamos a repetir el laboratorio porque acá hubo un error. No puede estar tan alta la urea”. Lo repiten, y me acuerdo que yo estaba en un pasillo cuando me lo confirman: “Tenés una insuficiencia renal grave, te dan altísimas la urea y la creatinina. Buscá ya un nefrólogo y empezá a ver qué hacés”. Ese mismo viernes me internan, porque no me podían bajar la presión, que también tenía altísima. Yo les había dado el antecedente del lupus de mi mamá, que tenía cierta relación, y querían tratar de revertirlo con una transfusión, que a veces funciona en insuficiencias renales. Pero no, la mía era crónica. Así que me dieron un montón de corticoides, y no pasó nada. Me dicen: “Lamentablemente tenés el 14% de la función renal, hay que empezar diálisis ya, y la salida que tenés es un trasplante”. En ese mismo momento, mi papá dice: “Bueno, yo te lo voy a donar. Vamos a hacer todos los estudios de compatibilidad, y si dan bien, yo te lo dono”. Ahí empezó un camino que yo pensé que iba a durar un año, y terminó llevando tres, hasta que, gracias a la Obra Social de Actores, me pudieron hacer el trasplante en la Fundación Favaloro, en 2016.
–En La última fiesta, ellos tienen un centro de diálisis en Trenque Lauquen, y también es con máquinas de diálisis que hacen parte de sus maniobras de corrupción.
–Bueno, claro, ahí tenés la referencia: en la novela, la corrupción pasa por traer máquinas de diálisis, algo que debe ser real, pero no sé si existe, no es que lo vi por mi experiencia. Pero me gustaba que pasara por ahí, porque siempre la corrupción ligada a la salud es como la más evidente.
–También es una manera de procesar lo que te pasó.
–Sí, si pensamos desde dónde uno escribe, tal vez desde la autoficción podés hacer mil cosas con una persona que se encuentra con que hay una máquina que te filtra la sangre porque, si no, te morís. Hasta eso está lleno de metáforas. Pero capaz que la manera que yo tengo de procesarlo en la escritura es meterlo en una historia, y hacer dos o tres frases y que eso sea todo, porque ya medio me harté a mí misma de contármelo. Pero, claro, igual obviamente aparece. Cuando digo que me canso a veces de escribir de mi misma, es en relación a lo que sentí, pero todo aparece de algún modo en la historia.
–Igual pensaba en todos los médicos que hay alrededor de Stella: su marido, primero, y después, todos los que ve por su tratamiento de fertilidad, donde también aparece la fragilidad ante la invasión terapeútica. Y pensaba en tu historia y en que las protagonistas de tus novelas son muy distintas, pero tienen en común que ninguna es madre. La maternidad es como una sombra que las sobrevuela. A lo mejor por eso de que las madres se mueren.
–Sí, no me animo todavía a hacer el personaje de una madre, y eso que tuve tres hijos, y voy de acá para allá con los chicos. Podría hacer la vida cotidiana de una mamá perfectamente, pero no sé si estoy lista para indagar en el tema. Hay algo de escaparle a la autoficción, porque abordar la maternidad cuando tenés tres hijos no te permite correrte de vos. Y a la vez, sí, es una ausencia.
–¿Tu hermana y vos se quedaron viviendo con tu papá después de que murió tu mamá?
–Sí, ellos estaban separados hacía poquito, dos años. Así que en la vida de un chico, la mía y la de mi hermana, que tiene un año menos que yo, todo iba de mal en peor. Había sido tremendo que se separaran, porque no se llevaban mal, entonces era algo que yo no entendía. Y después, ella se muere y nos vamos a vivir con mi papá, que también fue duro, porque nos separamos de mi abuela. La de ella es una historia muy linda, pero que me costaría mucho escribir, porque es muy triste, de mucho abandono y soledad. Mi abuela era mucama, se vino de Corrientes, quedó embarazada de mi mamá y fue madre soltera. Estaba sola, porque a la vez su madre había muerto en el parto, y se enamoró de un director de orquesta paraguayo, lleno de hijos, que le dio el apellido a mi mamá y se borró. Entonces, mi abuela vivía con mi mamá en la casa de los patrones, unos médicos, justamente, que fueron los padrinos de mi madre y los que hicieron que ella fuera a la escuela. Ahí mi mamá hace un ascenso social enorme, porque esta familia la manda al colegio y a la universidad, estudió Publicidad en El Salvador. Y conoce a mi papá, que no venía de una familia tradicional ni mucho menos, pero como los padres tenían una carpintería en la que les iba muy bien, estudió en la Argentina Modelo y en la UCA, y todo su entorno era de ese nivel socioeconómico mucho más alto. Apenas mi mamá se casa con él, muy jovencita, le dice a mi abuela que no trabaje más y vaya a vivir con ellos. Lo tremendo es que a mí mamá le diagnostican lupus a los 21 años, y mi abuela, que no tenía nada ni a nadie más que a ella y a nosotras, sus dos nietas, ve morir a su única hija a los 36 años. Mamá nos había contado que durante mucho tiempo mi abuela fue alcohólica, pero no es que se iba por ahí, ni que salía, ni nada: tomaba a la noche en la casa y después se levantaba a limpiar. Para mí sigue siendo muy triste pensar que con esa soledad, sin otros hijos, sin marido, sin nadie, de pronto se le muere esa hija y pierde todo.
–Es fuerte, y a lo mejor es lo que te permite hacer ficción y no exponerte, porque vos siempre sos como una observadora: me contás el dolor de esa pobre abuela que perdió a su hija, y la pobre hija que perdió a su madre desaparece.
–Es así, tal cual. Siempre me pasó eso. Cuando nació mi primera hija, Francisca, que yo súper deseaba, tuvo que ir a neonatología y eso me quebró: me agarró una depresión postparto tremenda. Me preguntaba por qué había querido hacer eso, ser madre, y tenía unas fantasías espantosas. Y estaba tan asustada, que llamé a una psicóloga, una especialista que venía a tu casa porque entendía que no podías dejar al bebé para ir a terapia. Y mi abuela en ese momento estaba muy mal, sin causa aparente. Estaba muy viejita y no quería más; con mi hermana la llevábamos a los médicos y no le encontraban nada clínico, pero ella estaba cada vez peor. Y viene esta psicóloga y yo le hablaba de mi abuela: “Porque mi abuela, porque si le pasa algo a mi abuela…”, y le conté toda la historia. Y me dice: “Vos tenés una historia maternal muy fuerte de muerte, pero tu abuela ya vivió su vida. Ahora lo que tenés ahí es una bebita y lo que te tiene que importar es que ella no se muera”. Yo sentía que era como una traición que le pasara algo a ella con todo lo que había sufrido; recién ahí pude empezar a conectar. Creo que por eso tampoco me animo todavía a hacer un personaje atravesado por la maternidad.
–Por otro lado, pudiste mostrar a dos mujeres, dos personajes tan ricos, que no se realizan ni se definen a través de ese rol. Les pasan otras cosas, ser madres no es lo único que les ocurre a las mujeres.
–Claro, no sé cómo quedaría, pero me gustaría hacer el experimento de un personaje femenino que tenga hijos y nunca hable de lo que hace con ellos. Que es algo que también nos pasa a veces a las mujeres fuera de la ficción, tener que invisibilizar nuestra maternidad para poder hacer otras cosas.
–Bueno, vos después de todo eso pudiste hacer otras cosas, casi que diste un volantazo. ¿Esperabas el éxito de El papel preponderante del oxígeno?
–Yo esperaba que gustara, por los comentarios que había tenido mientras lo hacía, porque la fui escribiendo en el taller. Pero no esperaba la repercusión que tuvo, lo que esperaba era el fetiche de tener el libro en las manos con mi nombre, porque ahí se aleja de uno para que lo vean los demás. En eso, el segundo libro es tal vez más importante.
–Porque te ubica en un lugar distinto respecto de vos. Es decir: “Bueno, ahora soy escritora”.
–Claro, te da una nueva identidad, algo que poner cuando hacés el check-in en un hotel. Y para mí eso realmente se mezcla con lo del trasplante, porque fue una situación en la estuvo en riesgo mi vida, y ahí se juega la idea de la trascendencia. Yo sentía que no tenía nada para dejarles a los chicos, entonces aunque sea dejarles eso, un libro escrito, también era importante para mí. Desde un lugar quizá narcisista, porque quería ser la mejor madre posible para mis hijos, también me fui a trabajar a Once al peor trabajo del mundo, y pasé por esa soledad tan grande.
–Ahí eras un poco más Rose, la peluquera, si querés.
–Sí, es que es eso. Yo ahora lo veía acá, ese cambio de ambiente que también me dio mi nueva pareja –que tampoco tiene un mango, pero, como es periodista, tiene acceso a otro mundo, a otra gente, y a otros lugares–, fue lo que me permitió construir a Stella. Porque por lo menos el decorado de mi vida había cambiado.
–Esa es una de las cosas más impresionantes para los que seguimos tu obra, la manera en la que construís a estas dos mujeres, que tienen en común una cierta época, pero desde posiciones y registros totalmente distintos.
–Yo sabía que no quería volver a hacer una historia de tanta soledad, no quería otra vez a un personaje al que todo le saliera tan mal. Por lo menos, quería que tuviera resuelto el tema económico. Fue como decir: “No quiero hacer más la serie Marginales, ahora voy a hacer, no sé, House of Cards o una comedia romántica”. Es fácil escribir desde ese resentimiento, como cuando Rose se va mezclando socialmente y se compara con los otros, porque es algo que nos pasó a mí y a toda mi familia. Un poco por esto de que mi papá venía de una posición social medio cheta, más acomodada, donde incluso ahora todos sus amigos son los típicos que están con sus camisas Polo aunque no tengan un peso; y mi mamá, en cambio, era la hija de una mucama. Y, también, porque después yo me fui con un director de teatro, y mis hijos tuvieron un pasar muy distinto al que yo tuve de chica, mucho más hippie. Y aceptar eso, que yo había tenido una oportunidad de ascenso que desperdicié, también fue muy duro.
–Bueno, somos la generación en la que se rompió la ilusión de la movilidad social, donde ya no alcanza con estudiar.
–Por eso es también que el libro para mí era la posibilidad de dejarles algo a los chicos. Lo escribí por mí, pero también por ellos, porque no les podía dejar algo material. Fue como la revancha de una historia que pensaba que no tenía salida: primero, poder escribir, y, después, publicarlo y que fuera bien.
–Y ahora que ya lograste eso, ¿cómo sigue?
–Tengo la idea de un spin-off de La última fiesta, con uno de los personajes de la novela, y hay un proyecto audiovisual también. Ser escritora me da una idea de futuro, de saber qué quiero hacer: ir a fondo con la técnica, por ejemplo, o –¿por qué no?– crear una obra. Ni hablar de si puedo vivir de eso, aunque acá es bastante complicado salvo que seas un mega bestseller. Y yo lo que tengo latente es el miedo a enfermarme, porque el riñón tampoco dura tanto: mi papá tenía 70 años cuando me lo donó, así que lo que se estima es que puede durar unos quince. Y parece que no, pero ya pasaron cinco años desde el trasplante. Entonces, a lo mejor yo a los 60 tengo que volver a diálisis. Por eso sigo haciendo mil cosas y nunca quiero largar nada: por las dudas. Creo que hoy lo que más quiero es poder escribir mejor, mejores novelas, con mejores estructuras. O hacer un libro de cuentos, o de poesía. A veces hace bien probar la versatilidad.
–¿Sentís que La última fiesta es mejor novela que El papel preponderante del oxígeno?
–En un punto sí. Es más arriesgada en la búsqueda de cerrar una trama, en la elección de la clase social de los personajes, que podrían no ser tan queribles.
–Tu primera novela se publicó justo después de tu trasplante: realmente era una vida nueva en todo sentido. ¿A la segunda, a esa fiesta y a Stella, cuándo las empezaste a imaginar?
–Sabía que quería volver a escribir en primera persona y que la narradora iba a ser mujer. Y que iba a tener mucha plata, porque no quería que sufriera por la guita. Tenía la idea de la fiesta de cumpleaños, de los trillizos, de Luz, esa invitada que iba a ser como la extravagancia.
–Ahí es interesante el contrapunto con Luz, porque es el lugar en donde también Stella, que había sido una mujer tan sexy, toma consciencia de que está perdiendo su atractivo.
–Luz es eso: lo que queda de lo que fue Stella. Una es la luz, y la otra es la estela de lo que alguna vez brilló. Y ella, Luz, está ahí, siendo hermosa.
–El tema de la edad es importante, y algo de lo que recién ahora se habla un poco más en la literatura y en el cine. Stella es una mujer que pasó la menopausia y disfruta del sexo, pero al mismo tiempo se da cuenta de que está envejeciendo.
–Sí, es algo que se ve en el espejo, en la salud, cuando ves venir a las generaciones nuevas o cuando te comparás a vos misma con una foto vieja. Y eso nos pasa a hombres y mujeres, más allá de que mi ex y mi actual pareja me llevan 16 años, y está esa legitimación del sex appeal de las canas, del hombre maduro. Pero ellos también lo sufren. No hay forma de no advertirlo: te lo ves en la cara, que se te empieza a caer; al margen de, en mi caso, el peso, porque engordé muchísimo después del trasplante, y eso me mortifica. Está esa cosa de que, o te convertís en una MILF buenísima, o decís: “Me retiro”; como que hay que entrar en una categoría de seducción para ver si vas a estar en el mercado.
–Aunque la edad también te permite crear un personaje más complejo, más cínico, con el humor de quien ya vivió.
–Claro, hay algo compensatorio que tiene la edad: uno es más inteligente, sabe más. Casi siempre se descolla más después de cierta edad, también en el amor, en lo uno que creó y en cómo resolvió su vida. Pero al mismo tiempo está la pérdida de atracción en alguien que estaba acostumbrado a estar en la vidriera, y que para mí es un lugar transitado, porque yo era linda de joven. Tampoco era una modelo, pero me sentía linda, y hablo desde ahí tal vez. Capaz a los 30 te sorprendés porque de repente un mozo te dice “señora”, pero a los 50 ya sos una señora, y lo ves en la devolución de la mirada del otro. Todo eso me parecía lindo para el personaje, que un poco delega, es como que contrata un alter ego para que lo haga por ella.
–Hay un momento muy cruel en el que ella se da cuenta de que esas tácticas de seducción que antes usaba con su marido, ahora tampoco funcionan más.
–También pasa que él trata de seducirla, no se sabe si por culpa o por mujeriego. Desprecia a la otra mujer que eligió, le dice que nada es como era con ella; pero claro, eligió otra cosa. Lo que yo más quería contar era la historia de ese matrimonio, desde que se enamoran, con la ilusión, el sexo, la pasión, el humor y lo cotidiano, hasta esa complicidad que construyen, y que es lo que más desamparada va a dejar a Stella cuando la pierdan.
–Bueno, en esa construcción que hacen en pareja, la separación también la va a dejar sin nada, ni siquiera identidad, porque ella era la mujer del diputado, pero el diputado es él. Supongo que ser “la mujer del director” debe haber sido parecido.
–Sí, totalmente. Pensá que yo conocí a mi ex siendo la asistente de dirección. Cuando me separé, tenía una terapeuta que me repetía: “No sos más la asistente del director”.
–También contás algo que en general no se lee en las novelas, ni en ningún lado. Stella se hace pis, Guillermo tiene mal aliento.
–Sí, en realidad empecé poniéndole a él cosas escatológicas, como un costado de lo sucio que se esconde, lo del aliento o los hongos en la espalda. Y entonces me parecía que ella también tenía que tener algo, no podía ser inmaculada.
–En La última fiesta todo el tiempo se habla de política, pero no sabemos de qué partido es candidato Guillermo, ¿hay un intento deliberado por zanjar la grieta?
–Yo había puesto más referencias al principio, pero Maga (Etchebarne, su editora), con más inteligencia, me dijo: “Saquémoslo”, más que nada para que fuera más global. Y al final, en este contexto, vale también para la Argentina, porque además esa pareja podría pertenecer a cualquier partido, es irrelevante cuál es para la historia de su matrimonio.
–Stella termina presa –no es spoiler porque lo sabemos desde el principio–, ¿se la castiga por la corrupción o por su libertad sexual?
–Ver caer desde la cima a estos personajes tan arquetípicos es parte de la idea de esa fiesta que terminó tan mal y que es también la del país. Yo creo que como pasa en estos escándalos, ella termina en la cárcel por el hecho de ser mujer, por ser el eslabón más débil. Pensá que María Julia Alsogaray fue la imagen de la corrupción de los 90, la que más tiempo estuvo presa.
–Omitiste las referencias partidarias, pero te quedaste con las del arte y la gastronomía de la época, y de estos lugares típicos de la selva de Stella que recorrimos hoy, y que también son una forma de contar la relación entre ellos dos.
–Me parece que lo fui poniendo porque pensaba que ella tenía que hacer alguna cosa, que tampoco fuera tan hueca. Si sos la esposa de un político, lo más probable es que tengas calle o salón, entonces yo quería acentuar eso. No quería hacer una esposa trofeo, como antes no quise marcar el estereotipo de la peluquera bruta. Porque tampoco esos personajes te sirven después como protagonistas, o para sostener la trama. Y como me encanta el tema de la comida y los restaurantes, me gustaba mucho hacer esos apartados que son puro diálogo de un matrimonio que come. Como esos dos que están ahí, ¿los ves? Capaz que ellos dos podrían ser Stella y Guillermo, ¿no?
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