El cuerpo del juez Jaime Far Suau estaba sobre una de las frías mesadas de la morgue del hospital. Seguía vestido con su camisa de mangas cortas a rayas verticales verde, blanca, beige y marrón, pantalón gris, mocasines marrones y medias amarillas. Impresionaba ver su cabeza rota y ensangrentada, desencajada de la columna; sus ojos grandes y marrones abiertos, vidriosos. Bajo el pelo negro, entrecano, se podían percibir las heridas mortales. De la nariz y los oídos todavía salía sangre con restos de masa encefálica; la oreja izquierda estaba cortada en varias partes y era fácil comprobar las múltiples fracturas en la mandíbula, la espalda y la columna. Tenía rotas las costillas, la clavícula izquierda y ambos brazos. Estaba partido en mil pedazos después del inesperado vuelco de su auto en la ruta 3, cuando volvía a Buenos Aires. Los análisis aseguraron que tanto él como su acompañante, Susana Guaita, también fallecida, no tenían restos de alcohol ni drogas en sangre. Se había salvado Maximiliano, el hijo de 5 años de Guaita, que viajaba en el asiento trasero.
Después de casi diecisiete meses de trabajar en la causa por el robo de las manos de Perón, el juez se sentía exhausto, estaba mal anímicamente por la falta de apoyo político para su investigación, las traiciones permanentes, los juicios políticos que intentaban sacarlo del juzgado, las pistas falsas sembradas, las resistencias y obstáculos permanentes en su tarea. Se lo notaba muy sensible, con las defensas bajas, a tal punto que en una última reunión con su abogado Juan Carlos Iglesias no aguantó más, se quebró y lloró. Las presiones eran demasiadas. Lo último que terminó de desarmarlo fue la presión del entonces ministro del Interior, Enrique Nosiglia, para que cerrara la causa y sin responsabilidades políticas vinculadas a los hechos. El juez se negó. Las relaciones quedaron rotas.
Far Suau murió en un momento clave de la investigación judicial. Empezaba a cruzar la información conseguida en esos difíciles y largos diecisiete meses, los testimonios recogidos y las pruebas relevadas que hacían a los trece cuerpos de la causa. En aquellos días de noviembre de 1988 había decidido hacer un paréntesis y visitar a su hijo Santiago radicado en Bariloche. El viaje lo haría en auto, manejar era una de sus pasiones. A la ida, todo fue sin inconvenientes. Pero al regreso debió hacer una parada en Bahía Blanca, donde pasó la noche. En la tarde de ese fatídico martes 22 de noviembre, el magistrado encaró el último tramo de 700 kilómetros después de haber vivido unos días inolvidables en familia y con amigos. No había mucho tránsito en la ruta. Estaba cayendo el sol, conducía su Ford Sierra Ghia blanco, en impecable estado, con dos rompenieblas debajo del paragolpes delantero. Todo sucedió en instantes. Eran las siete menos diez de la tarde cuando el horror se anunció con un estruendo seguido de una nube de polvo interminable. El fuego se transformó en una bola gigante y el humo negro tapó el metal de la carrocería. El auto dio varias vueltas sobre sí mismo a lo largo de cincuenta metros y quedó tumbado con las ruedas apuntando al cielo, perpendicular a la ruta, envuelto en llamas, las cuatro puertas cerradas y el techo arrancado de cuajo. Más de treinta vehículos pararon para contemplar la pavorosa escena. Los bomberos de Coronel Dorrego llegaron con rapidez y atacaron el fuego que ya devoraba los pastos secos de la banquina. Los cuerpos habían salido despedidos y quedaron esparcidos en un radio de treinta metros sin ser alcanzados por las llamas. El juez estaba boca abajo con el cráneo aplastado. Susana Guaita sufrió tantos golpes que nunca salió de su inconciencia: murió una hora después en el hospital del pueblo. Su hijo sobrevivió milagrosamente y fue trasladado al Hospital Leonidas Lucero de Bahía Blanca. Las patentes celeste y blanca de juez con el número 2679 fueron encontradas en el suelo entre los restos del auto. También aparecieron una pistola Browning calibre 6.35 con cargador y cinco cartuchos, y un revólver Smith & Wesson, ambas armas con la documentación de portación.
El auto calcinado quedó en la banquina izquierda, como mudo testigo del fin de la historia de las muertes vinculadas a la profanación. La primera, Luis Paulino Lavagno, el sereno de la noche de la violación de la bóveda de la familia Perón en Chacarita. La segunda víctima, Carmencita Melo, una simpatizante peronista que todos los días llevaba flores a Perón y Evita y conocía secretos de la vida interna del cementerio. Ambos murieron como consecuencia de brutales palizas.
La investigación del accidente de Far Suau se basó en las pocas pruebas recogidas, en presunciones e hipótesis, en deducciones con escasos fundamentos. La reconstrucción de los hechos realizada por la Policía Bonaerense y la justicia de Bahía Blanca sólo produjo conclusiones parciales cuando no falsas: el auto se habría pasado de mano, probablemente por haber mordido con la cubierta delantera derecha la banquina, se cruzó hacia el otro lado, chocó y volcó contra una gran piedra que sobresalía para incendiarse unos metros más adelante, después de varios tumbos. Pero no hubo marcas en la ruta que pudieran demostrar esa hipótesis, aunque sí se vieron las huellas que dejó en su paso descontrolado por la tierra y el pasto. Este relato fue repetido por los pocos testimonios recogidos por los periódicos locales, aunque esos testigos nunca fueron ubicados y menos aún citados por la justicia.
En la investigación judicial del accidente de Far Suau hubo muchas incógnitas e imprecisiones que dieron sustento a las sospechas sobre los motivos de su muerte. No se hicieron las pericias necesarias en el lugar del accidente; lo lógico hubiera sido que el análisis técnico del auto se hubiese hecho sobre la totalidad del vehículo y no con algunas de sus partes o piezas. Los interrogantes se multiplicaron. ¿Dónde estuvo estacionado el automóvil en las noches previas al accidente? ¿Hicieron escalas en el regreso? ¿Cómo se explica que el tanque apareciera lejos e intacto, mientras que el vehículo sufrió una quemadura de altísimo grado? El hecho de que la pintura y el motor tuvieran quemaduras que parecían de soplete no es normal en incendios por derrame de nafta. Otro dato sospechoso fue que apareció rastro alguno de los neumáticos en el pavimento o en el lugar donde quedó volcado el vehículo. Sus cuatro cubiertas fueron totalmente destruidas en el siniestro. Sólo quedaron las llantas calcinadas.
Los restos del auto fueron retirados de inmediato del lugar y entregados al día siguiente a la familia. El sistema funcionó negando procedimientos y exámenes, no se investigó a fondo, se borró evidencia y se desechó a testigos. Al poco tiempo la causa fue cerrada con la justificación de que había sido un simple accidente de ruta. Sin embargo, se trataba de un juez de la Nación amenazado, que llevaba adelante la causa judicial más importante y delicada del país. Esto sólo hubiera justificado una investigación más profunda, contemplando la hipótesis de un atentado, y no un simple trámite procesal plagado de conjeturas sin sustento, opiniones superficiales y subjetivas, con escasos elementos documentales de prueba.
A pesar de este punto final, la opinión pública y muchas de las personas allegadas al magistrado siempre sospecharon de que Far Suau había sido asesinado para frenar su tarea judicial. Muerto el juez, fin de la investigación. Además, los antecedentes de muertes sospechosas y atentados relacionados con la causa, las amenazas recibidas por él y su familia, aportaban más evidencias de que podía no tratarse de un accidente más. La idea del atentado seguido de muerte no era, en todo caso, una suposición alocada, si se tiene en cuenta la historia de violencia política que, por décadas y hasta entrados los años ochenta, había caracterizado la vida pública del país.
En el libro que escribí en coautoría con Juan Carlos Iglesias, La Profanación. El robo de las manos de Perón, se cuenta que, poco tiempo después, los colaboradores de Far Suau recibieron la información que confirmaba las sospechas. Fue de boca del entonces juez Luis Enrique Velazco quien los reunió para decirles que, de acuerdo a datos brindados por los servicios de informaciones del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea, al auto de Far Suau le habían puesto una bomba plástica cuando hizo su parada en Bahía Blanca. Muchos años después, en 2013, el diario Perfil localizó a Maximiliano Guaita, aquel niño que había sobrevivido, y pudo obtener su versión: “Me acuerdo de que veníamos por la ruta. Yo iba atrás. Adelante iban Jaime y mi mamá. Ella me estaba cantando para que me durmiera. Y al instante en que me dormí se puso todo negro. Escuché una explosión”, es el recuerdo que aún lo persigue. De grande, quiso saber qué había sucedido realmente con su madre y el juez. Pero aparecieron otra vez las amenazas para disuadirlo.
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