¿Una escultura representando a Lucifer, es decir, al mismo Demonio, en algún sitio de Buenos Aires a finales del siglo XIX o comienzos del siglo XX? Pues, suena extravagante. Sólo la imaginería religiosa podía jactarse de poseer tales figuras en algunos templos porteños, como aquella talla policromada que existe en la basílica de La Piedad, en el altar retablo de la Coronación de la Virgen: allí está Satanás, aplastado bajo el pie justiciero de un San Miguel Arcángel revestido con armadura.
En general así aparece siempre el ángel caído, derrotado por el capitán y heraldo del Altísimo. O, menos figurativamente, también puede detectarse su presencia al pie de las imágenes de la Inmaculada, acechando el calcañar de la Virgen bajo la forma de una serpiente.
Pero un Lucifer o un Satanás o un Diablo de cuerpo entero, con alas en las espaldas y una insinuante desnudez que delate su condición asexuada, es cosa rara de ver en los “simulacros” (que es un modo antiguo de decir “imágenes”) religiosos o en el repertorio artístico disponible en la Gran Aldea.
Y sin embargo, aquella estatua -y no era sólo una, sino dos- existió. Vale la pena contar lo poco que sabemos de su historia.
Una escultura inquietante y el deseo de su retorno a Milán
El nombre del escultor milanés Constantino Corti no es, seguramente, de los más conocidos entre nosotros. Había nacido en 1823 o 1824 y murió en 1873. Su capolavoro fue, sin duda, la estatua de Lucifer, el ángel caído que, según la tradición bíblica, pretendió arrebatar la soberanía de Dios y reinar en el Cielo a la cabeza de una legión de revoltosos. La pieza le había sido encargada por el conde d´Aquila, Luis de Borbón de las Dos Sicilias, hermano del ex rey de Nápoles.
El comitente era un aristócrata de ideas liberales, artista y naturalista, que sentía una notoria inclinación por los experimentos con la electricidad, la cual vino a ser entonces el epítome del progreso humano y de la conquista de las potencias ocultas en el mundo físico.
Ya antes, Frankenstein, o “el nuevo Prometeo” imaginado por Mary Shelley, había sido vivificado en lo alto de la torre del castillo, al fragor de las descargas de los relámpagos atraídos por barriletes. Un recurso literario que asociaba las fuerzas del cosmos a la creación de la vida. Esa “chispa divina” que Miguel Ángel representó en la bóveda de la Capilla Sixtina, en el contacto de los dedos índices de Yavé y de Adán, ya no tenía por qué ser atribuida a la omnipotencia de un Creador sentado en un trono celestial. Para algunos, la energía eléctrica desentrañada por la ciencia y capturada por la tecnología, daba fundamento a una especie de manifiesto laicista que desafiaba al discurso eclesiástico basado en las Sagradas Escrituras.
Por su parte, la narrativa “satanista” o “luciferina” paralela al constructo del “progreso” adquiría carta de aceptación en los imaginarios revolucionarios : “Satán es la ciencia que experimenta”, había escrito Giousé Carducci, el autor del “Himno a Satanás”, escrito en 1863 y reeditado en Bolonia en 1869, el mismo día en que abría sus sesiones el Concilio Vaticano Iº que sancionó como dogma la infalibilidad pontificia. La tensión era evidente.
La obra de Corti fue exhibida en Milán, en Florencia y en la Exposición de París (1867), y causó un enorme impacto en su época, tan plagada de ese espíritu de rebelión, antimonarquismo y anticlericalismo que encarnaban las logias masónicas italianas. Quizá el “Paraíso perdido” de John Milton había contribuido, desde su escabel poético, a esta exaltación luciferina, confundida también con el ideal satánico, como aspectos duales de una misma entidad preternatural, portadora de la oriflama de la desobediencia ante cualquier forma de poder político o religioso tradicional. Lo mismo, más cerca en el tiempo, la mencionada oda de Carducci.
La androginia de la figura es notoria y se hace mucho más patente aún en el grabado que realizó Corti, donde el ángel aparece privado de órganos genitales o, incluso, insinuando casi una genitalidad femenina. Quizá podría descubrirse hasta una privación absoluta de todo género, en coincidencia con la naturaleza asexuada que la teología atribuye a los ángeles, sean o no caídos.
A comienzos del siglo XX, la Municipalidad de Milán se interesó por el destino de aquella obra, vaciada en yeso por el autor en 1859, y que, tras obtener algunos galardones, había pasado por las manos de varios propietarios, desde la primera encomienda. Un tal Barrett de quien se carece de mayores noticias señaló que tanto el molde en yeso como su versión definitiva en mármol ¡se hallaba en Buenos Aires!, en poder del señor Enrique Ignacio Fynn, un anglo-uruguayo que usaba unas enormes patillas y unos tupidos bigotes, según la fotografía donde aparece retratado en la edad de madurez.
¿Quién era Fynn?
La pista de la escultura de Lucifer conduce el relato a una figura anglorrioplatense virtualmente desconocida en nuestro país, pero de particular relevancia para la historia del saneamiento y el agua en el Uruguay.
Según los registros genealógicos de la historiadora Maxine Manon, nuestro personaje era hijo de John Fynn Paterson y la gaditana María Bardier. Había nacido en Montevideo en 1835, siendo ya Uruguay un país independiente, y contrajo matrimonio con Isidora Berdún, de quien enviudó en 1891 y con quien tuvo siete hijas mujeres y un hijo varón, todos uruguayos.
Murió en Buenos Aires en 1924, aunque no fue sepultado en el Cementerio Británico, por ser bautizado en la fe católica, que era el rito de su madre.
En 1867, había obtenido junto a dos socios argentinos de solvencia y renombre la concesión para el suministro de agua potable por medio de tuberías en la capital uruguaya. A partir de 1886 la población obrera afectada a esos trabajos se estableció en Villa Aguas Corrientes, donde funcionaba la primera usina de bombeo. La concesión fue cedida en 1879 a la compañía británica “The Montevideo Waterworks Co”.
La maqueta de la estatua parte hacia Italia
Todo indica que el ayuntamiento milanés puso prontamente a sus personeros en contacto con el poseedor de la obra y le ofreció comprar, si no ambas versiones, al menos una de ellas. Pero Fynn, queriendo pasar a la posteridad como un caballero generoso, decidió desprenderse gratuitamente de la maqueta en yeso, que previsiblemente era menos valiosa que la pieza de mármol. En 1904, la revista “Caras y Caretas” dio a conocer el curioso episodio, junto a una fotografía de la escultura.
¿Por qué tenía Fynn esas estatuas en su poder? ¿Era coleccionista? No lo sabemos. ¿Era simpatizante de la épica luciferina o estaba afiliado a alguna sociedad de esa orientación? Tampoco lo sabemos.
El yeso partió con rumbo a Milán, pero el mármol ¿habrá permanecido en nuestra capital?
Ciertamente, su destino ha quedado envuelto en un enigma, de momento tan inquietante como la llegada a manos de su dueño, en esa Buenos Aires que, todavía a comienzos del siglo XX, seguía siendo misteriosa.
[Una primera versión de este artículo fue publicada originalmente en gacetamercantil.com]
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