Podría ser un testarudo o un obstinado. Aunque a Carlos Alfredo Bienati lo suelen definir en un lenguaje más coloquial: es un cabeza dura. Él considera que su motor inspiracional es “hacer cosas alocadas”, cosas que la gente tal vez no haría, cosas que no están en la grilla de recomendaciones médicas. Carlos tiene partes del cuerpo que son suyas pero ya no tanto. Su sensibilidad termina: de la cintura para abajo su cuerpo es inerte, un anexo autónomo, independiente. A Rodrigo Rognoni, su amigo y entrenador, no le importó. “¿Te la bancás o no?”, le preguntó. Lo estaba invitando a correr la Killer Race, doce kilómetros de carrera minados de obstáculos naturales y artificiales. No es una competencia adaptada a sus condiciones. “¿Dónde y cuándo?”, respondió él.
Lo hizo una, dos, tres veces. Aunque después de la primera, prometió no repetirla. No pudo cumplirlo. “Nos pusimos a entrenar en base a los videos que mirábamos en las redes de carreras anteriores. Llegamos con miedo e incertidumbre de lo que podía ser. Nos dimos cuenta de que era peor de lo que habíamos pensado: los obstáculos eran casi imposibles de hacerlos en silla de ruedas. A pesar de la ayuda de los competidores, en la mayor parte de la carrera éramos él y yo. Fue tan dura la primera que dijimos ‘primera y la última’”.
La última fue la tercera, el 7 de noviembre. Las otras dos habían sido en 2019: el 7 de abril y el 10 de noviembre. Las últimas dos las hizo también con Eloy, su “hermano de la vida”. Rodrigo, su “hermano de armas”, ya trabajaba con personas con discapacidad cuando lo conoció. Fue el que lo desafió a correr la Killer Race. “Es una bomba de emociones, de coraje, de locura. Es seguir adelante, superar obstáculos, es la vida misma. Y la jugamos. No sabíamos cómo íbamos a hacer. Fuimos, nos miramos, nos reímos. Dejamos todo ahí, nos divertimos, somos felices. Cumplimos nuestros sueños. No vemos las barreras que están impuestas. No transgredimos las reglas, buscamos la forma de progresar. Cartu te lleva, es alguien que atrae”. Las momentos que retrató el fotógrafo Jonas Papier dan cuenta de ese espíritu.
A Rodrigo no le gusta decir que su amigo es un caso de inspiración. “Todos inspiramos. Yo lo veo como un hermano, como alguien que respeto. Tiene su grado de locura, su grado de convicción. En él veo mucho de mí: las ganas de ir para delante”. Los dos saben que regresarán a competir. También saben que va a ser difícil, que se van a tener que preparar para afrontar una nueva edición. Pero lo volverán a hacer. Detrás quedaron las veces en las que Carlos canalizó su impotencia en su silla de ruedas: se enojó, la golpeó, la arrojó, hasta que aprendió que sin ella no iba a ir a ningún lado. Hoy es su complemento, hoy la ve como un miembro más. Pero no le fue fácil aceptarla.
Tiene 29 años, vive en Polvorines y es policía por vocación y herencia. Tenía diez años cuando a su tío -también su padrino- lo mataron delincuentes en el marco del robo de un vehículo. Su papá es personal policial, su otro tío también lo es. “Ya lo considero como una pasión, un estilo de vida, es mi labor”, asegura. El temor nunca fue un componente que lo frene, sino que lo estimula. Eligió la profesión a sabiendas del riesgo: “El miedo siempre está. La cuestión es saber manejarlo. Desde muy chico anhelaba ser policía, brindar esa ayuda a aquel ciudadano que lo necesita, y de ser necesario perder mi vida por esa persona que no conozco. He tenido varios sucesos en donde tuve miedo y sentí que podía morir, pero es ahí donde directamente no pensás en nada y te focalizás en el objetivo, que es salvar tu vida y la del tercero. Nadie quiere morir, pero es lo que uno eligió, elijo y voy a seguir eligiendo hasta que mi cuerpo y la institución me lo permita”.
Su cuerpo y la institución se lo permitieron: se reincorporó a la fuerza en calidad de administrativo. Tuvo que dejar la calle en 2016. Una tarde de sol se encontraba de servicio patrullando en moto cuando colisionó con el lateral izquierdo de un camión: cayó e impactó contra el guardarrail de la General Paz sentido al Riachuelo a la altura de Villa Maipú. “Nunca perdí el conocimiento, sí sentí que mi cuerpo se partía en dos literalmente, no sintiendo desde ese momento las piernas. Sentía también la falta de oxígeno debido a que ambos pulmones fueron colapsados de sangre por el impacto, impidiendo la entrada de aire produciéndome un neumotórax”, cuenta.
Su primera reacción fue pedirle al conductor del camión que le acercara la pistola que por el choque se encontraba en uno de los carriles centrales de la General Paz. Se la puso en el pecho: “Al policía lo primero que le interesa es el armamento debido a que es un elemento asignado por el Estado y la pérdida o sustracción del mismo es una falta grave. Ahí te das cuenta lo que valoramos el trabajo: aún muriéndome pensaba en recuperar mi arma”.
El primer policía que arribó, de apellido Juárez, resultó ser un amigo de su papá. Lo llamó, le puso el teléfono a Carlos, quien antes de que arribaran el helicóptero de la Policía Federal Argentina y antes de que lo derivaraban al Hospital Churruca Visca, le confió: “Pa, te amo, me estoy muriendo”. Tenía las dos clavículas y cuatro costillas quebradas. Le pusieron una barra estabilizadora en la columna vertebral con veinte tornillos. Superó la primera intervención quirúrgica, a pesar de los pronósticos. Estuvo veinte días en coma farmacológico, intubado. No podía hablar, se comunicaba con señas y sabía que ya no podría volver a caminar. “La sensación es indescriptible: es como si mi cuerpo terminase en la cintura. Pese a que el ánimo de mi familia y amigos era siempre positivo y me decían que todo iba a estar bien, que pronto iba a salir y caminar como antes, sabía que mi vida se había derrumbado”.
A los dos meses de internación le siguió una visita periódica al centro de rehabilitación Santa Catalina en el barrio de Once. “Allí es donde tomo aún más conciencia de que las cosas seguían empeorando. Por suerte conocí profesionales fantásticos, desde camilleros, enfermeros, kinesiólogos y médicos, siendo la primera barrera en hacerme saber que podía vivir plenamente pese a estar en silla de ruedas”. Asumió, en esas sesiones, que ya no volvería a caminar. Pasó noches llorando. Pasó horas preguntándose si podría volver a trabajar, si podría volver a manejar una moto. Se aferró a metas cortas, se limitó a encadenar avances diarios.
Atravesó un proceso de aceptación progresivo, lento. “Un día hablaba conmigo mismo y me decía: ‘me pegaste lindo’. Y me respondía: ‘yo te voy a demostrar de lo que estoy hecho’. No nací para dar lástima y siempre voy por todo hasta intentar ser el mejor. Si lo logro, fantástico, y si no lo logro lo intentaré hasta que algún día se cumpla o ya no tenga la fuerza mental para seguir intentándolo. Mi papá siempre me decía ‘si hay vida, hay pelea’”.
“La pelea era dura pero había que hacerla. No tenía alternativa. Me fui preparando junto con mis kinesiólogas para ser lo más independiente posible. Ese era mi mayor miedo: depender de alguien, ser una carga para mi familia. Es por eso que pasé diez meses de internación en la clínica preparando mi cerebro para levantarme cada mañana y aprender a usar la silla en todo tipo de terreno, ya sea llano, mojado, seco”, expresa. Se abocó a que la silla sea su complemento. Se propuso hacer lo que la silla no está diseñada para hacer: subir escaleras, cordones.
“Donde la gente piensa que no voy a poder hacer, cuando escucho el murmullo o siento las miradas de las personas, más me mentalizo. Bajo escaleras, subo rampas empinadas que hasta le costaría a una persona convencional. Trato de hacerlo de igual a igual con la persona que camina. Todo esto requiere de un gran desgaste físico y mental”, dice y pone un ejemplo: las rampas para personas con discapacidad motriz que estén obstaculizadas por los autos. “Ahí es donde no permito que eso me impida seguir avanzando, todo lo contrario: me da más fuerza para avanzar y bajar por el cordón. De eso se trata: de avanzar sin importar la condición ni el obstáculo”.
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