Chuli es petisa y cariñosa, tiene encanto. Anda por ahí siempre medio apurada, con la nariz rosa jamón aspirando al ras del suelo. Nunca pide permiso. Es un poco prepotente y se come la comida de los gatos, de los conejos, de los perros. Su instinto es voraz, va por la comida de todos. Chuli se llama así porque la crueldad humana puede tener magnitudes inimaginables: la dueña de su otra vida, la anterior al rescate -también humano- que torció el destino, la bautizó Chuleta.
Pincha nada que ver. Pincha es un carpincho hembra y como tal no molesta a nadie. Vive en su mundo. Normalmente su rutina diaria pasa por una serie de actos sencillos, antagónicos al estrés de Chuli: duerme, come y se sumerge en un charco hasta salir totalmente embarrada, se echa al sol y cuando el fango se seca alrededor de su animalidad peluda, Pincha cruza el Paraíso de una punta a la otra para higienizarse. Los perros se le acercan, la olfatean, y las gallinas la ignoran mientras Pincha, ensimismada, se baña en el agua negra del estanque, el territorio dominado por los patos.
Pati, de hecho, está allí y observa todo desde un costado. En silencio. Con su plumaje negro y blanco y su cara roja, que más que una cabeza de pato parece una cresta de gallina, Pati mira a Chuli y a Pincha, los ve aproximarse y como percibe la tensión que se genera entre dos espíritus tan disímiles lanza un parpeo en señal de fastidio y se aleja unos metros, se refugia bajo la hoja enorme de una Oreja de elefante.
“Chuli es brava, provoca a Pincha y también a las otras chanchas, a mí cuando está en celo me deja el tobillo ‘así', me golpea, me golpea porque está en celo. Pero es la más linda”. Gabriela Bezeric sonríe enternecida súbitamente y le ordena al animal: “¡Chuliii vení!”. La chanchita levanta la cabeza, oye el reclamo de su salvadora, y enfila con su cuerpo regordete hacia Gabriela.
Pasa intempestivamente por al lado de Pincha. En el camino se come un pedazo de cebolla, mueve su cola como un perro. Quizás, de una manera muy rudimentaria, el animal sabe, cuando responde al llamado de la mujer y viene y se pone a sus pies como un caniche toy, que ha tenido la suerte que el 99% de su especie desde hace décadas no tiene. Gabriela la salvó de su destino de Chuleta y le dijo: “Te llamarás Chuli”.
“No soy muy creativa con los nombres, no le puedo poner un nombre original a los 850 animales que tengo en mi casa”, se justifica Gabriela, para reírse de su falta de creatividad: “Aquella chancha es Francisca, el pato es Pati, el perro aquel es Florencio, así nomás, o el guanaco aquel es Piñón porque de cara es igual que el payaso Piñón Fijo, miralo bien”.
Piñón observa la conversación entre humanos con su cabeza apoyada en la tranquera, como a la espera de algo. Es mucho menos escupidor que Pepo, otro guanaco que murió hace un año, en plena pandemia, rescatado originalmente de la villa 31, donde era usado para fotos con niños. Con Pepo Gabriela tenía una relación problemática, pero con Piñón el afecto es total. Gabriela lo abraza del cuello, le da besos, y el camélido roza su boca con el pelo rubio de la mujer.
El amor sacrificial de Gabriela para los animales comenzó en su infancia, con una historia que tiene su lado traumático. Enfocada en el bienestar y la vida libre de los animales, formalizó lo que hasta ese momento era salvaguardar animales en su quinta de José C. Paz y en 1995 fundó el Paraíso de los Animales en un terreno de una hectárea y media que compró en General Rodríguez (a 70 kilómetros de CABA), una granja de rescate, refugio y cuidado de 850 ejemplares.
Noemí, la hermana mayor de Gabriela, no recuerda la última vez que la creadora del Paraíso salió a comer afuera o fue al cine o a un cumpleaños. Ha pasado un cuarto de siglo y la dedicación a sostener, ampliar y mantener vivo el lugar ha sido total.
La voluntad para salvar animales del maltrato, la muerte y el tráfico ocupa el centro de la vida de Gabriela Bezeric. Empezó con perros, sumó gatos y actualmente hay 24 especies. Todos con conflictos. Con un pasado complicado. Una vida dura. Pincha llegó toda mordida por perros, hay caballos que tiraban carros, perros que habían sido atropellados, gatos perdidos, anoréxicos, pavos reales que estaban en la casa de un condenado a prisión y que fueron considerados bienes embargables y que terminaron aquí, vacas de banquina, toros, conejos y cabras con destino de guiso. Por ahí anda el caballo Nano: “Se lo compré a un borracho por 300 pesos”.
Desde que se levanta hasta que se va a dormir (lo hace rodeada de 30 perros), Gabriela se dedica a darles de comer, a limpiar, a ordenar. Coordina el trabajo con Armando Scoppa, su pareja, y con las voluntarias. Su hermana, que tiene 81 años, la ayuda con las cuestiones administrativas y de Relaciones Públicas. Alimentar casi 1.000 animales tiene como consecuencia la necesidad de ayuda externa permanente: donaciones, colaboraciones, descuentos.
Entre los 60 kilos por día para los perros, los 52 kilos por semana para los gatos, 200 kilos de maíz y 350 de mezcla para gallinas semanales, las hermanas calculan un gasto mensual de 500 mil pesos, solo en alimentos para los animales.
Gabriela ideó e invirtió en su paraíso durante décadas con sus altos ingresos como peluquera de perros de Palermo Chico. Recuerda que ganaba 1.200 dólares por mes y todo lo ponía en mejorar el Paraíso y en sostener la alimentación y vida digna de los cada vez más animales de su casa. Con la ayuda de una empresaria estadounidense que se conmovió al conocer la obra de levantó la hipoteca del terreno y amplió media hectárea el lugar.
El sufrimiento de los animales Gabriela lo siente en su propio cuerpo. No hay una cosa sin la otra. No existe, en algún punto, la individualidad. Gabriela es sus animales. El origen del vínculo es doloroso para esta mujer. Cuando vuelve a la historia, tiene otra vez 10 años. Y ahí está su abuela, una eslava de espíritu endurecido, que un mediodía de Navidad presenta en la mesa, para el almuerzo, a los dos conejos que eran las mascotas preferidas de Gabriela. “Nunca más quise a mi abuela, me afectó mucho aquello. Cuando ella se murió yo no la lloré”, cuenta Gabriela. Puede verse como se le abre una herida.
Hija de un empresario exitoso a la postre caído en desgracia, la familia conservó una quinta en José C. Paz donde junto a Noemí comenzaron a rescatar perros de las cámaras de gas municipales. Pasaban con un camión, levantaban a los perros callejeros y ahí mismo los asfixiaban. Las hermanas eran veintiañeras en aquellos años y agarraban el auto y perseguían a la perrera y se llevaban los animales a sus casas. Después vinieron los gatos. Y bola sobre el amor y la compasión de Gabriela se corrió entre la gente. Y le tocaban el timbre y le dejaban un animal. O un dato: “Si a mí me decían que en tal casa maltrataban a su animal yo hacía todo lo posible para rescatarlo, incluso robé algunos perros para salvarlos”. Luego ya no tuvo espacio en esa quinta. Y ahí, en pleno menemismo expansivo, con el éxito de peluquería de perros, se mudó a Rodríguez.
Gabriela emprendió todo tipo de aventuras para rescatar animales, además de robarlos. Cortó la Panamericana con la Policía una vez que vio a un ovejero alemán deambulando, levantó vacas de las banquinas de las rutas, viajó en colectivo cientos de veces con gatos, perritos, loros. Así llegó Obama, una de las tantas ovejas. Apareció en la ruta, probablemente porque se cayó de un camión que la transportaba y terminó en el Paraíso en los brazos de Gabriela y tomando leche de una mamadera.
También compró 200 gallinas de un impulso al ver pasar a un camión con ponedoras: “Pasaban con el camión para descartarlas. No sabes qué agradecidas las gallinas. Lastima que no viven muchas porque por las hormonas les empiezan a crecer tumores”.
Todos los que se mueren se entierran en el mismo Paraíso. Para Gabriela es un drama más. De joven tenía la entereza para enterrarlos ella misma y la poética voluntad de plantar un árbol sobre cada cadáver. Ya no. Ya no soporta la idea de la muerte porque la siente cerca.
“Ayer caminaba por acá, entre las cabritas, y empecé a sentir un mareo muy fuerte, muy fuerte”, cuenta Gabriela y hace un silencio conmovedor. “Y pensé que me moría, te digo la verdad, que me quedaba acá, porque eso va a pasar en cualquier momento, y no pensé en nada más, sólo pensé en quién iba a seguir con esto, con los cabritos, con mis perros”.
Gabriela se seca las lágrimas. El pensamiento escéptico toma su espíritu. Gabriela no tuvo hijos, ni con su primer marido ni con Armando. “Yo dejé todo por los animales, ¿sabés? De joven era un camión, ojalá pudiera volver a tener 40 años y pensar qué voy a hacer en 2030. Dejé todo por este sufrimiento. Yo no podía vivir sabiendo que los maltratan, que se los comen, es todo muy cruel, no se puede ser feliz así. Todo esto existe por la maldad que viví. Si toda la gente los tuviera bien, que los animales no se consumieran, yo no tendría ninguno, o tendría como mascotas”.
- ¿Qué tipo de conexión tenés con los animales?
- Yo voy caminando y sé cuándo una gallina está enferma, sé todo. Por eso sufro tanto cuando hay un perro atado. Es impresionante el perro cómo se comunica, con mirarle los ojos, es impresionante. Por eso sufro horrores cuando lo ponen en una jaula, cuando lo atan, cuando lo ponen en una terraza. Las cabras son re inteligentes y se aferran a vos. Cuando las criás a mamadera se aferran a vos y es muy lindo eso. El modo de grito de las cabritas es lo más lindo que hay. Es como si te dicen “ma-má”. Y ahí te matan. Cuando las veo, las abrazo, las disfruto pero es tal el dolor, tan fuerte saber que otras quedan y no las puedo rescatar.
“Yo conozco el sufrimiento de los animales”, repite Gabriela, que recorre la obra inconclusa de su último deseo: construir un hospital veterinario a donde se dediquen a curar no sólo los animales del Paraíso sino también lo de los vecinos que no tienen dinero para afrontar el tratamiento de sus mascotas.
“Quiero un refugio donde los animales estén libres, pero no tengo gente que colabore. Se me muere un animal y se me muere en las manos. No tenemos camioneta, no tengo veterinarios. Cuando los llamo y llegan, el animal está muerto. Quiero salvar a los animales de afuera. Se hizo todo el edificio del hospital, pero en este momento lo que necesito es un grupo de gente proteccionista. No es para lucrar el lugar. Y que por donaciones puedan hacer castraciones, internaciones”, suplica Gabriela, emocionada.
Gabriela empieza a imaginar el ocaso de su vida y no piensa en su propia inexistencia. Lo que le ocupa la mente es cómo la sobrevivirán sus animales, el Paraíso y el concepto de un lugar creado y sostenido con la idea de que exista la chance de salvar a algunos del inexorable camino de la muerte.
- La muerte es hoy. Tanto de animal como de personas. Soy yo. Nadie más. Cuando me muera quiero que esto sea un santuario, todo lo que tengo es para los animales, que esto sea eterno. Pero no hay nadie más, no sé quién los va a cuidar. Esto es un sufrimiento constante.
- ¿No disfrutás de todo lo que lograste al salvar a tantos animales?
- No. No agradezco querer a los animales. Porque no podés cubrir la maldad. Sufrís y sufrís. Me dicen ‘¿y la obra que hacés vos?’ pero salgo a la calle y veo pasar las vacas en el camión jaula y lloro. Mi sufrimiento es constante. Para mí es esto un sacrificio. La gente me dice ‘vos lo elegiste’. No. Yo no elegí la maldad de la gente.
Para colaborar con la obra de Gabriela: donaciones@elparaisoanimal.org
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