El 17 de noviembre de 1972, el general Juan Domingo Perón se embarcó en un avión con destino a la Argentina después de diecisiete años. Más de 150 personalidades de distintos ámbitos lo acompañaron en el vuelo de regreso. Y desde la noche anterior, miles de militantes de todo el país intentaron llegar a Ezeiza, en desafío a la lluvia y al cerco militar que rodeó el aeropuerto. La CGT había declarado un paro nacional. Era un día de fiesta para el peronismo.
Apenas pisó tierra Perón fue alojado en el hotel internacional de Ezeiza. El presidente de facto, el general Alejandro Agustín Lanusse lo mantuvo cautivo hasta que acepara un encuentro con él en la Casa Rosada para “garantizar la transición democrática”. Aunque según los militares, Perón no estaba detenido en Ezeiza: no le permitían salir del aeropuerto porque “no estaba garantizada su seguridad”.
Los dirigentes justicialistas denunciaron que Perón era “otro preso político”: “Está preso en la celda 113″.
La movilización peronista tampoco pudo acercarse a su líder. El Ejército había bloqueado los accesos.
En un momento de la madrugada del 18 de noviembre, Perón salió de la habitación del hotel y encaró hacia el pasillo, rodeado de colaboradores y cámaras de televisión.
Un comisario de custodia le apuntó al pecho:
-De aquí, no sale nadie. No me obligue, le dijo.
Perón-Lanusse, 1971: los primeros movimientos
Poco más de un año y medio atrás, una rebelión popular en Córdoba ante un fallido intento de intervenir la provincia puso en jaque al régimen militar, el general Roberto Levingston renunció y Lanusse asumió el gobierno en nombre de las Fuerzas Armadas. Lo hizo con la promesa de activar un Gran Acuerdo Nacional (GAN) que condujera hacia la elección de un presidente constitucional .
Las reglas para la solución política democrática del país las impondría y supervisaría el gobierno militar, que incluso auspiciaba la idea de colocar un candidato propio en la contienda electoral.
De este modo, Lanusse habilitó la actividad de los partidos políticos, pero se encontró ante la encrucijada de qué hacer con Perón.
Para las Fuerzas Armadas continuaba siendo un enemigo que había obstaculizado a todos los gobiernos desde el exilio y que ahora promovía las incursiones guerrilleras. Sin embargo, a Lanusse le resultaba imprescindible la negociación con él: su influencia sobre el Movimiento Peronista hacía impensable cualquier perspectiva de acuerdo si se lo excluía.
Los padecimientos que sufrieron los gobiernos democráticos que intentaron reorganizar el país con su proscripción, los sucesivos fracasos de los regímenes militares, y el deseo colectivo de retomar las libertades políticas habían contribuido a redimensionar la figura de Perón en el exilio.
Lanusse tenía la esperanza de que, al cabo de un febril y cauteloso período de negociaciones, el exiliado aceptara automarginarse del proceso electoral. La pulseada entre ambos duraría casi dos años .
Enemigos íntimos
Lanusse había sido un enemigo histórico de Perón. Como capitán de Caballería, participó del frustrado intento de golpe de Estado liderado por el general Benjamín Menéndez en septiembre de 1951. Fue condenado a prisión perpetua y encarcelado en Rawson y Río Gallegos. La Revolución Libertadora lo liberó tres días después de que obligarara a Perón a abandonar el poder y el país, en septiembre de 1955.
Desde entonces, Perón había sido, para las Fuerzas Armadas, la palabra prohibida. Miles de obreros, militantes y dirigentes habían sido encarcelados —y muchos, torturados— por su condición de peronistas. Aún proscripto y obligado al exilio, Perón no abandonó la actividad política y la expresó a través de cartas, libros o grabaciones trasladados por conductos secretos.
La posibilidad de su regreso se convirtió en un mito, en parte frustrado por su detención en Río de Janeiro en 1964, cuando intentaba volver al país. En 1970, quince años después de su caída, la intensidad del antiperonismo se había reducido, y nadie, o muy pocos —en medio de una dictadura que se aferraba a la represión para reencauzar el orden—, calificaba a Perón como “el tirano prófugo” para impugnarlo.
La identidad peronista perduró.
Una generación de jóvenes que crecía sin libertades, con el oscurantismo político y cultural que irradiaban los uniformes militares, empezó a interesarse por la figura del líder proscripto. Y también se involucraron en la militancia estudiantil, política o de base, que luchaba por el fin del régimen militar.
El clima ideológico revolucionario los empujaba a las puertas de las organizaciones armadas.
El GAN, la herramienta política de Lanusse
Lanusse intentó evitar que la guerrilla fuese receptora del malestar social que ganaba a la sociedad. Supuso que, si colocaba en el horizonte político la promesa de las elecciones, aislaría a sectores que se sumaban a la lucha armada. Y para que el retorno de actividad partidaria fuese amplio, sin proscripciones, debía incluir a todos, incluso a Perón.
Con la salida institucional, en el marco del Gran Acuerdo Nacional (GAN), Lanusse suponía que recuperaría la legitimidad del poder militar, tras dos presidencias —la de los generales Onganía y Levingston—-, interrumpidas.
Con el GAN, Lanusse buscaba imponer las reglas del proceso electoral y también construir un candidato oficialista, que podría ser él mismo —aunque nunca lo descartó ni confirmó—, para las elecciones presidenciales que todavía no tenían fecha.
El dirigente Arturo Mor Roig, de procedencia radical, fue el ministro del Interior designado para iniciar el diálogo con los partidos políticos. A su vez, Lanusse comenzó una política de cooptación con las conducciones gremiales tradicionales del peronismo, que evaluaban la posibilidad de que Perón permaneciera en Madrid.
En resumen: Lanusse fue el primer general de las Fuerzas Armadas que se decidió a dialogar con Perón, contradiciendo la opinión de la mayoría de los oficiales superiores del Ejército y de la totalidad de la Armada.
Pero el nuevo presidente de facto quería saber si Perón aceptaría participar del GAN. Aunque su primera exigencia fue una definición política, mejor dicho, una condena pública a la guerrilla.
El emisario: el primer diálogo en Madrid con Perón
Pocas semanas después de asumir el poder, Lanusse envió en misión secreta —viajó a Madrid con pasaporte falso— al coronel Francisco Cornicelli para conversar con Perón en su residencia en Puerta de Hierro. También participó de la reunión su secretario, José López Rega. La conversación fue grabada por ambas partes y luego se publicó en el órgano de prensa justicialista Las Bases.
En el transcurso de la reunión se produjo el siguiente diálogo:
—En este momento hay muchos que masacran vigilantes y asaltan bancos en su nombre — dijo Cornicelli.
—Habrá más — respondió Perón.
—Lo seguirán haciendo hasta tanto usted no defina su posición respecto a ellos — insistió Cornicelli.
—No, no, se equivoca usted; aunque yo les diga que no lo hagan...
—Lo van a hacer, pero no lo van a hacer en nombre de Perón.
—Lo van a hacer igual en nombre de Perón —intervino López Rega.
—Lo van a seguir haciendo, porque ése es un conflicto que tiene otra raíz que ustedes no conocen —ratificó Perón.
Durante más de cuatro horas, Cornicelli no logró que Perón condenara “las actividades subversivas”. Para Lanusse fue una decepción. Creía que con la oferta de su rehabilitación cívica o un retiro político honorable, la devolución del cadáver de su esposa —secuestrado desde 1955—, de su grado militar, las pensiones impagas y los bienes patrimoniales incautados, lograría involucrar a Perón en el GAN junto con el resto de los partidos políticos.
Lanusse entendía, secretamente, que el proceso institucional podría transformarse en un proyecto político personal, en el que su figura pudiera ser bendecida por las urnas. Suponía también que Perón podría llegar a autoexcluirse de una futura competencia electoral.
Pero desde Madrid no habría señales concretas.
Perón sólo expresaría su voluntad de ser protagonista de la transición política que acababa de abrirse y, para ello, mantendría a la guerrilla como “un dedo en el gatillo” para su duelo con Lanusse.
La guerrilla, el factor de presión
Un año después, para abril de 1972, Lanusse buscó el repudio de Perón por los crímenes de Oberdán Sallustro y el general Sánchez, por parte del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo) pero después de especulaciones y desmentidas, no lo obtuvo. Desde Puerta de Hierro, su secretario José López Rega aclaró que Perón no tenía nada que comentar. Como resultado de una ríspida negociación interna, los consejeros del Partido Justicialista firmaron un comunicado con una condena genérica a los “métodos violentos” y convocaron a la “pacificación”.
Nada más.
Lanusse estaba desorientado. El líder exiliado no renunciaba a la vida política y daba señales contradictorias sobre su participación en la difusa ingeniería del futuro proceso electoral. La salida institucional no era el centro de la preocupación de las Fuerzas Armadas. Menos todavía para el grupo de oficiales superiores que, antes que bucear en soluciones institucionales, presionaba por la sustitución del “tribunal antisubversivo” —que había creado Lanusse— por tribunales militares que juzgaran y condenaran en forma sumaria a los responsables de “atentados contra la seguridad nacional o individual, secuestros y asesinatos” con pena de muerte inmediata y los fusilamientos, para “detener de manera más tajante la escalada terrorista”.
Los militares no sabían cómo despojar de su liderazgo a Perón y tampoco cómo desarticular la violencia armada, mientras continuaban con las modalidades represivas —detenciones por la vigencia del estado de sitio, procedimientos clandestinos, la tortura— en forma simultánea a las actuaciones de la Cámara Federal en lo Penal, del “tribunal antisubversivo”.
Perón y la guerrilla eran los dos frentes de mayor riesgo para Lanusse. La guerrilla operaba con sorpresa e impacto.
Perón, en cambio, le resultaba inasible.
Los dispositivos del General
Perón, desde Madrid, tenía en el tablero dos alternativas: el apoyo a la violencia armada o un acuerdo para la transición política. Perón dejó correr las dos líneas estratégicas en forma simultánea, para desgastar la dictadura militar.
El escenario no le resultaba desconocido. En 1958, frente a las elecciones presidenciales, apoyó la línea insurreccional de los “comandos clandestinos” de la resistencia peronista, mientras negociaba un acuerdo político con el candidato desarrollista Arturo Frondizi. Mantuvo la intriga por ambas opciones. “El tiempo suele ser en política un auxiliar valioso cuando se lo juega en la incertidumbre de los enemigos”, escribió Perón en una carta a un colaborador.
Durante 1972, Perón activó distintas estrategias para su retorno.
Por un lado, se propuso liderar la restauración democrática. Con la idea de segarle el GAN a Lanusse, instrumentó el Frente Cívico de Liberación, que incluía a los partidos de La Hora del Pueblo y funcionaría como su antítesis.
Su liderazgo también se expresaba en el armado de una concertación social entre empresarios y el sindicalismo —a los que había logrado encolumnar para su retorno—, en la que ambas corporaciones se comprometerían a sostener un congelamiento de precios y salarios durante dos años, con el lanzamiento de un plan de reactivación industrial. Este acuerdo —que luego se conocería como Pacto Social— presentaba a Perón como una garantía de pacificación y gobernabilidad.
En forma simultánea, en su dispositivo estratégico, el líder exiliado también tenía a mano la “guerra revolucionaria” de las organizaciones armadas. Atentados a militares comprometidos con la represión, intentos de copamiento a unidades de las Fuerzas Armadas para sustraer armas y el secuestro de empresarios extranjeros componían un escenario de tensión y violencia que irritaba al poder militar.
La bandera de Montoneros era “Perón o Guerra”.
Perón no los desautorizaba.
Un horizonte oscuro: la guerra civil
A mediados de 1972, la libertad de presos políticos y detenidos sin procesos legales emergió como parte de la confrontación social contra las Fuerzas Armadas.
La prisión política se había vuelto más rigurosa. Después de los crímenes de Sallustro y el general Sánchez, las cárceles fueron puestas bajo el control operacional de las Fuerzas Armadas, y ahora era el Poder Ejecutivo, y ya no la Cámara Federal, el que determinaba el destino de los imputados o condenados.
La población en las cárceles se había multiplicado en menos de un año.
El 26 de junio de 1972 se decidió una huelga de hambre conjunta en los penales de Devoto, Rawson, Resistencia y el buque Granaderos. Durante esa semana, Perón, ya nominado como candidato presidencial del PJ, pronosticaba un derrotero sangriento para el país, si la dictadura no se avenía a responder a las demandas electorales.
“Si en las próximas semanas el gobierno presidido por Lanusse no establece la fecha de las elecciones ofreciendo al mismo tiempo todas las garantías constitucionales necesarias, será difícil evitar el choque frontal y quizás una guerra civil, no deseada ni querida por nosotros. Yo he dado un ultimátum, que si no respetan, los meses de julio, agosto y septiembre podrían llegar a ser muy caldeados en la Argentina.”
Lanusse reaccionó contra Perón y el clima de rebelión carcelaria.
El 7 de julio de 1972 decidió desactivar la huelga de hambre y ordenó el traslado de los prisioneros del Granaderos a otras unidades penales. Y esa noche, cercado por las protestas, atentados guerrilleros y un endurecimiento de sectores castrenses no menos hostiles, se decidió a terminar con las instrucciones de Puerta de Hierro, las cintas magnetofónicas, las cartas, las arengas, las tácticas pendulares y las amenazas de desatar la acción de las masas. Quiso romper con el enigma de Perón que lo tenía atrapado desde que tomó el poder.
El desafío a Perón: “No le da el cuero”
En su discurso en la cena de camaradería de las Fuerzas Armadas, Lanusse lo emplazó a regresar al país antes del 25 de agosto de 1972 y residir en forma permanente hasta las elecciones, si quería ser candidato presidencial.
Después de casi diecisiete años, era el primer presidente, militar o civil, que anunciaba que no habría proscripción para Perón ni para ningún peronista. Quería traer a Perón, encuadrarlo con sus propias reglas, sumirlo en el campo de batalla y acabar con el mito.
Si durante diecisiete años Perón no había podido entrar al país, ahora Lanusse lo obligaba a hacerlo si deseaba ser candidato presidencial. Pero desconfiaba de su coraje personal. “No le da el cuero para venir”, dijo Lanusse.
La pretensión de arrastrar a Perón al país no hacía más que revelar la impotencia del régimen para comprometer a las fuerzas políticas con el GAN.
Dos semanas después, Perón rechazó la oferta.
Dijo que no:
“No regreso porque soy un profesional. He dedicado toda mi vida al estudio de la conducción y no es previsible que falle en el manejo de sus resortes. Hay un principio, o una regla de conducción, que dice que el mando estratégico no debe estar jamás en el campo táctico de las operaciones, porque allí se siente influido por los acontecimientos inmediatos, toma parte de ellos, y abandona al conjunto”.
La reticencia pública de Perón envalentonó a Lanusse. Basado en partes de inteligencia y grabaciones telefónicas secretas, presumía que no quería volver. Es más, estaba seguro. Por eso, el 27 de julio, en el Colegio Militar, quiso golpear su honor.
“Ahora, la trampa es ésa: después de diecisiete años en que no se lo deja venir, y por eso se le hacía trampa, la trampa consiste en que se le dice: ‘Venga, señor’. Los otros días tuve una reunión con dirigentes gremiales, que pude conducir como si fuera ni más ni menos que una simple conversación entre varios argentinos, y al referirme a este tema les dije que, si Perón necesita fondos para venir, el Presidente de la República se los va a dar. Pero aquí no me corren más a mí, no voy a admitir que corran más a ningún argentino, diciendo que Perón no viene porque no puede. Permitiré que digan: porque no quiere. Pero en mi fuero interno diré: porque no le da el cuero para venir”.
Los fusilamientos de Trelew
Casi en forma inmediata, la Juventud Peronista lanzó la campaña “Luche y Vuelve”. Organizó un acto en el estadio de Nueva Chicago. La militancia, cada vez más radicalizada, alzó la voz: “Acá están, éstos son, los fusiles de Perón”.
Perón intuía que, si no había elecciones —por un golpe interno de las Fuerzas Armadas— y se suspendía la salida electoral, la violencia sería incontrolable. Lanusse también. Pero quería dejar establecido que si Perón no volvía era porque estaba viejo y cansado.
Sin embargo, la cláusula electoral impuesta por el Poder Ejecutivo, que lo obligaba a residir en el país antes del 25 de agosto, quedaría en el olvido.
Ese mismo día, las tanquetas de la Policía Federal irrumpirían en la sede el Partido Justicialista metropolitano para llevarse tres cadáveres de guerrilleros que acababan de ser fusilados en la base naval Almirante Zar, de Trelew.
La cárcel política se convirtió en un nuevo frente de batalla para Lanusse.
Después de los crímenes de Trelew, Lanusse fijó fecha para las elecciones nacionales de presidente, gobernadores, y legisladores. No pudo comprometer a los partidos políticos, ni a Perón, para conformar un gobierno de coalición cívico-militar en el marco del GAN: El, por su parte, había decidido no ser candidato. Los fusilamientos también condenaron de muerte al GAN.
Perón no regresó al país. Se quedó en Madrid. La cláusula de residencia del 25 de agosto había perdido importancia. Los partidos políticos —que firmaron el documento partidario “La Hora de los Pueblos” para exigir elecciones inmediatas y sin exclusiones— no aceptaron sumarse al plan electoral oficialista. La guerrilla había quedado en el centro de la escena. Sin fecha electoral precisa, la violencia armada empezó a avizorarse como una opción legítima frente a la dictadura militar.
Las cartas de Perón
En agosto de 1972 Perón todavía dudaba de que las elecciones fuesen el camino correcto para retomar el poder. Tenía la mayoría de las cartas de su lado y podía derrotar a Lanusse con cualquiera de ellas, utilizándolas por separado o de manera conjunta.
Subordinado a sus órdenes, cada sector cumplía un rol táctico, aun con posiciones contradictorias entre ellos, pero que respondían globalmente a su estrategia.
Perón había creado la certidumbre de que era el único hombre capaz de salvar al país del caos. El pueblo volvía a legitimarlo como líder político.
Y con la percepción de que el país marchaba hacia un enfrentamiento violento, Perón buscó un entendimiento con las Fuerzas Armadas. Propuso un programa de diez puntos en el que corría a un costado la centralidad de la guerrilla, frente a la posibilidad de que terminara por convertirse en un factor único y decisivo para su retorno.
Los diez puntos formulados por Perón establecían una agenda de consenso entre partidos políticos y Fuerzas Armadas, obreros y empresarios, y aceptaba la inclusión de militares en el futuro gobierno civil. Sobre la amnistía a los presos políticos, indicaba que se obraría “de acuerdo a la Constitución Nacional”. Aun en la ambigüedad, se presumía que serían liberados por ley parlamentaria. También vetaba la cláusula de residencia —es decir, permitía la candidatura de Perón— y obligaba a la renuncia del ministro del Interior, Mor Roig, para evitar “parcialismos partidistas”. Perón tenía particular aversión hacia él. Mor Roig había sido el “cerebro” de la cláusula de residencia y del sistema electoral con “segunda vuelta”. Los militares tenían expectativas de un probable triunfo de Ricardo Balbín (UCR) en el balotaje.
Lanusse no dio respuesta inmediata a la iniciativa de Perón. Y la demora oficial acercaba a Perón a dar, cada vez con menos eufemismos, su aval a la violencia armada.
Dijo:
“La juventud, que como ocurre en todos lados reacciona violentamente, ha comenzado hace poco una guerra revolucionaria, como la llaman ahora, con acciones de naturaleza diversa. La violencia del pueblo la provoca la violencia del gobierno. Estos hechos [en referencia a la masacre de Trelew] no favorecen ciertamente a la pacificación a que todos aspiramos, sino que nos impelen precisamente hacia una guerra civil. En nuestro país, dado que el gobierno militar ha actuado de modo particularmente violento, todos los grupos de oposición, exasperados, han hecho frente común, creando organizaciones armadas y hasta terroristas con el objeto de defenderse”.[Declaraciones de Perón en la televisora RAI y el periódico italiano Il Resto del Carlino, el 14 y 21 de octubre de 1972, respectivamente.]
Lanusse no tenía claro si Perón quería volver al país o si con el rechazo militar al pacto de los diez puntos buscaba justificar su decisión de quedarse en Madrid. Como fuese, Lanusse rechazó la propuesta. Afirmó que Perón no podría ser candidato por haber incumplido la cláusula de residencia, mantuvo el sistema electoral de segunda vuelta y rechazó una futura amnistía para presos políticos. Incluso anticipó que, en el futuro gobierno civil, la guerrilla debía ser reprimida por las Fuerzas Armadas.
Pero después de que la posibilidad del pacto se frustrara, Perón decidió regresar al país para “promover la paz y el entendimiento” entre los argentinos. En su fuero íntimo, guardaba la esperanza de que, apenas aterrizara en Ezeiza, luego de diecisiete años de exilio, estallara un nuevo 17 de octubre, a consecuencia del cual el gobierno militar caería en medio de movilizaciones y levantamientos populares.
Si esto no ocurría, y el proceso electoral seguía en pie sin su participación directa, Perón, que ya había acumulado el suficiente poder como para elegir un candidato propio dentro de la conformación del Frente Cívico que había pergeñado, se las arreglaría para manejarlo por teléfono desde Madrid.
El final de la intriga: el “Operativo Retorno”
En octubre de 1972, el delegado Héctor Cámpora inició una campaña de movilización por el regreso de Perón: el “Operativo Retorno”. El delegado, cada vez que se presentaba en pueblos y ciudades de provincia, reunía a tres mil o cuatro mil personas. La JP lo acompañaba en los actos con la consigna “Cámpora presidente, libertad a los combatientes”. Montoneros ya dominaba internamente los frentes juveniles de la militancia, y el delegado de Perón comenzó a sentirse más comprometido con el reclamo por los presos políticos.
El 17 de noviembre de 1972 Perón regresó al país después de diecisiete años. Lanusse lo mantuvo cautivo en el hotel internacional de Ezeiza hasta que aceptara un encuentro con él en la Casa Rosada”. Perón rechazó la invitación. No quería que, tras la proscripción y el exilio, su regreso quedara marcado por un apretón de manos con el dictador. Podría interpretarse como una capitulación.
Finalmente, a las seis de la mañana del 18 de noviembre, algunas horas después de haber sido apuntado por un comisario cuando intentó avanzar por el pasillo del hotel, Lanusse autorizó su salida.
Perón ya estaba en tierra argentina, y en libertad de acción, después de 17 años de proscripción y exilio forzado por las Fuerzas Armadas.
Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA). Su último libro publicado es “Fuimos Soldados. Historia secreta de la contraofensiva montonera”. Ed. Sudamericana, noviembre de 2021.
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