El famoso combate de la Vuelta de Obligado, el 20 de noviembre de 1845, fue apenas el inicio en términos bélicos de una guerra que nos enfrentó contra las dos principales potencias militares de la época, Francia e Inglaterra. Tras esa inicial derrota para las armas criollas, que pese a ello sirvió para encender el patriotismo local y el sentimiento de solidaridad continental, siguieron sucesivas acciones de hostigamiento a la flota anglo-francesa que remontaba el río Paraná con destino a Paraguay, con episodios memorables como, San Lorenzo y Punta Quebracho, entre otros.
Llama la atención el relativo olvido en el que ha caído el triunfo final argentino, sellado por los tratados conocidos como Arana- Southern y Arana- Le Predour, firmados por los delegados inglés y francés, respectivamente, haciéndolo en representación del gobierno argentino el canciller Felipe Arana. En realidad, acaso cabe una explicación: el período que va de 1835 en que Juan Manuel de Rosas asume la gobernación de Buenos Aires, hasta su derrota en Caseros en 1852 se resumió durante las décadas posteriores como “la tiranía”, sin matices ni atenuantes, y por supuesto sin hechos rescatables desde ningún punto de vista.
A mediados del siglo XIX, Gran Bretaña y Francia se lanzan, por razones similares aunque no idénticas, a aventuras colonialistas con el fin de consolidar sus respectivos imperios. La primera, indiscutida potencia naval y pionera industrial, necesitaba sí o sí que sus buques pudieran navegar libremente los ríos de la cuenca del Plata, única vía comercial de entonces para llegar al corazón del continente. Francia, humillada tras la caída de Napoleón, anhelaba recuperar su orgullo nacional con nuevas conquistas, aunque no descartaba asimismo beneficiarse con la obtención de mercados donde colocar sus manufacturas. En 1845 ambas naciones convendrán en formar una armada conjunta que puso proa rumbo al estuario del Plata.
Para calibrar la verdadera dimensión de esta guerra, que habrá de prolongarse por cinco años, no puede dejarse de advertir que, sea por las buenas -presiones diplomáticas- o por las malas -a cañonazos-, desde el puerto de Veracruz en el Caribe, hasta China, ambas potencias europeas no estaban acostumbradas a recibir una negativa por los gobiernos locales en respuesta a sus intimidaciones. El único país que les hizo frente y que tras largos años de lucha y privaciones de todo tipo de su población pudo coronar con un triunfo diplomático semejante ataque será la República Argentina.
Una necesaria aclaración sobre la situación institucional de nuestro país durante el período que va de 1845 a 1850. El nombre más comúnmente utilizado era Confederación Argentina, constituida políticamente a partir del Pacto Federal de 1831, documento al que adhirieron todas las provincias. Cada provincia se administraba a sí misma y todas juntas estaban unidas en forma confederal. El gobernador de una de ellas, la de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, además del gobierno local, estaba a cargo del manejo de las relaciones exteriores de toda la Confederación. Es decir que en caso de conflicto internacional Rosas representaba a todas las provincias. Para el cargo de Ministro de Relaciones Exteriores contará con Felipe Arana, abogado porteño, que obtuvo su título en la Real Universidad de San Felipe, en Chile. Ejemplo de un diplomático afortunadamente más pendiente de defender los intereses nacionales que de detalles de etiqueta, tal como se verá.
Las hostilidades estallaron ante el ultimátum presentado por Inglaterra y Francia por el cual exigían que la Argentina reconociera que la navegación de los ríos Paraná y Uruguay era libre para naves de cualquier bandera, sin necesidad de autorización expresa del gobierno argentino.
Como se dijo, si los barcos europeos cargados de mercaderías industriales no podían remontar ambos ríos, sobre todo el Paraná, sería imposible llegar a importantes mercados compradores como ser, Paraguay, pero también Bolivia y la zona de Mato Grosso en Brasil. Hablamos por tanto del acceso al núcleo del continente no sólo en un sentido geográfico sino también demográfico (las zonas de Bolivia que habían constituido el Alto Perú eran por entonces más pobladas que nuestro Litoral) y económico, elementos indispensables para una aventura comercial como la que analizamos.
El argumento de nuestro país era lógico, coherente con el derecho internacional y hasta de sentido común: la navegación de un río que corre por territorio de un país no es libre como pretendían ingleses y franceses, sino sometida a la reglamentación que establezcan sus autoridades, tal como lo era la navegación por el río Támesis o el Sena, ambos interiores y que no podían ser surcados por barcos que no fueran ingleses y franceses, respectivamente, salvo expresa autorización de esas naciones. No es que Argentina rechazara la navegación de sus ríos interiores, sino que en ejercicio de su soberanía sostenía que debía ser previamente autorizada por nuestras autoridades. Y para el caso del río Uruguay, toda vez que la República Oriental del Uruguay era un estado independiente, la autorización debía ser de común acuerdo entre ésta y la Argentina.
En virtud de la inferioridad militar evidente de Argentina frente al despliegue bélico de la flota invasora, Rosas adoptó la táctica de una guerra de desgaste. En definitiva, su astucia consistió en entender cuál era la lógica de la aventura colonial anglo-francesa: en esencia una empresa mercantil con fuertes intereses económicos de la City de Londres. Así, una de sus primeras medidas fue la suspensión del pago de los intereses del empréstito contraído con la casa Baring en tiempos de la presidencia de Rivadavia.
El paso del tiempo, sin que los buques mercantes de las potencias agresoras pudieran desembarcar adecuadamente sus mercaderías en los puertos prefijados, sumado a ello los daños ocasionados por las baterías móviles que Lucio Mansilla montaba según que la flota se dirigiera río arriba o en dirección contraria, jugaron su carta favorable a la posición argentina.
No fue menor la ayuda prestada al gobierno de Rosas por el general José de San Martín residente por entonces en Francia. Deliberadamente se interesó en la publicación, en diarios ingleses y franceses, de una carta por él dirigida al cónsul inglés en París, en la que daba las razones por las que, desde el punto de vista militar, la empresa anglo-francesa estaba condenada de antemano a un rotundo fracaso. La opinión del Libertador fue citada incluso cuando la continuidad de la guerra llegó a discutirse en la Asamblea Nacional de Francia y tuvo amplia repercusión en la opinión pública de ambas naciones interventoras en el Plata por el bien ganado respeto que un militar estratega como San Martín poseía.
Vale la pena leer un extracto de esa carta en la que San Martín vertió sus opiniones: “Bien sabida es la firmeza de carácter del jefe que preside la República Argentina (en referencia a Juan Manuel de Rosas): nadie ignora el ascendiente muy marcado que posee sobre todo en la vasta campaña de Buenos Aires y resto de las demás provincias; y aunque no dudo que en la capital tenga un número de enemigos personales, estoy convencido [de que] la totalidad se le unirán y tomarán una parte activa en la actual contienda. (...) Yo no dudo un momento podrán (las dos potencias) apoderarse de Buenos Aires con más o menos pérdida de hombres y gastos (...), pero aun en este caso estoy convencido que no podrán sostenerse por mucho tiempo en posesión de ella (...). Sostener una guerra en América con tropas europeas, no sólo es muy costoso, sino más que dudoso su buen éxito. Tratar de hacerla con los hijos del país; mucho dificulto y aun creo imposible encuentren quien quiera enrolarse con el extranjero. En conclusión: con 8.000 hombres de caballería, del país y 25 o 30 piezas de artillería, fuerzas que con mucha facilidad puede mantener el general Rosas, son suficientes para tener en un cerrado bloqueo terrestre a Buenos Aires, sino también impedir que un ejército europeo de 20.000 hombres salga a 30 leguas de la capital, sin exponerse a una completa ruina por falta de todo recurso; tal es mi opinión y la experiencia lo demostrará…”
La primera en enviar un embajador plenipotenciario a negociar las condiciones del cese al fuego fue Inglaterra, en uso del proverbial pragmatismo de su élite política. El 24 de noviembre de 1849 Enrique Southern, enviado del gobierno británico a Buenos Aires, firmó con el canciller Arana el célebre tratado por el que Inglaterra se comprometía a devolver los pertrechos tomados durante la lucha, desocupar la isla de Martín García, saludar en desagravio a la bandera argentina y reconocer que la Argentina como país soberano posee el derecho de reglamentar como lo considere apropiado la navegación de sus ríos interiores. No se incluyó la ya por entonces espinosa disputa por Malvinas (ocupada por Inglaterra desde 1833) aunque la Argentina por documento separado volvió a reclamar su soberanía sobre el archipiélago.
Dato curioso: en rigor, Southern había llegado muchos meses antes a Buenos Aires, pero al presentar sus credenciales a Rosas, éste juzgó insuficientes las facultades con las que venía investido. Fue necesario gestionar nuevas cartas que la reina Victoria firmó en su residencia veraniega, el castillo de Balmoral, en Escocia.
Francia, sacudida por la revolución interna de 1848 ya no estaba en condiciones de continuar con su aventura colonialista en Sudamérica, razón por la cual, tras días de debate parlamentario, debió aceptar las cláusulas del tratado firmado por el jefe de la escuadra en el Plata el almirante Fortunato Le Predour, que establecía términos similares al acuerdo con los ingleses. La victoria militar y diplomática de la Confederación Argentina fue saludada por todos los pueblos hispanoamericanos que la vivieron como un triunfo propio. Recordarlo permite reflexionar sobre algo siempre vigente: si fuimos capaces de eso, frente a las dos principales potencias militares del mundo, entonces somos capaces de cualquier cosa.
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