A veces, en los meses más prósperos, Raquel y Emanuel, que trabajan como vendedores ambulantes, distribuyen un remanente de sus ingresos a sus hijos. Fabricio, de doce años, lo gasta rápido en el kiosco. Abril, de ocho años, también lo consume en golosinas. Lo mismo que Teo, de siete años. Román, el más chico, el que tiene dos años, lo que recibe son dádivas de sus hermanos. Pero Joaquín no. Joaquín, de diez años, guarda los pocos pesos y cuando ya ahorró lo suficiente va al supermercado y compra. A su casilla del barrio Parque Rivadavia de General Rodríguez llega con harina, huevos y leche.
En la cocina, antes de que Emanuel, su papá de 26 años que en los papeles legales debe escribir ‘padrastro’, comience a preparar la cena, Joaquín juega a inventar, rellenar y decorar bizcochuelos. Es el nene que conquistó las redes sociales con su deseo de ser pastelero. En Twitter, donde lo siguen 44 mil personas, dedicó su biografía a su proyección profesional: “Quiero ser pastelero”. En Instagram, donde presume de 54 mil seguidores, repite el lema y agrega un seudónimo a su suerte de pulsión gastronómica. “Dulces JN”, las iniciales de su nombre: Joaquín Nahuel. Su apellido, el que heredó de su padre biológico, lo omite, lo esconde.
No es un emprendimiento. Joaquín no trabaja: juega a crear. Hace poco explicó, para cancelar cuestionamientos, que sus papás no lo obligan a trabajar, que simplemente lo acompañan en sus preferencias. No vende sus tortas, sus tartas frutales, sus tartas de ricota, sus muffins, sus budines, sus pastafrola. No busca rédito económico de sus obras dulces. Lo que no come en familia, lo dona. Cocina para entrenar, para mejorar la técnica. Y lo que resulta de sus prácticas lo reparte en las zonas humildes del barrio.
Su veta pastelera empezó cuando tenía seis años. Veía a Francisco, su abuelo materno, preparar bizcochuelos para maridar con el mate o el té. Le pidió que le enseñara a hacerlo. Le parecía divertido el proceso. “Mi papá le decía cómo hacerlo y él lo hacía porque, además, no le gusta que lo ayuden”, cuenta Raquel, su mamá de 29 años. Así fue que en su alcancía, los pocos pesos que recibía los juntaba y los invertía en materia prima. “Es muy ahorrativo. No gasta en golosinas, no gasta en chocolates, no gasta en nada. Guarda, guarda y con lo que guarda se compra lo que quiere: harina, huevos, leche, todo lo que necesita para hacer bizcochuelo. Los hace y nos lo comemos con el té. Para él es un juego. Es plata que nosotros le damos los meses que nos sobra un poco. En cambio, los hermanos no son así, se gastan todo”.
La curiosidad por la cocina también la experimentó en la cena. Por aquellos años, cuando Emanuel cocinaba, él picaba la cebolla, pelaba la papa. Fue aprendiendo las destrezas culinarias hasta que le permitieron ser el encargado de la comida. Sabe hacer fideos con tuco, guiso, churrasco, pollo al horno, empanadas, masas para pizzas. Se convirtió en ayudante de cocina. Hasta la fatídica noche del viernes 5 de abril de 2019: desde el día del accidente sus papás prefieren no verlo cerca de la cocina. “Es cierto que lo que pasó no tiene nada que ver con la cocina pero el miedo todavía queda”, reconoce.
El accidente sucedió la noche del cumpleaños número 27 de Raquel. Lo celebraron con un asado en el patio de su casa, el fondo reciclado de una construcción familiar: al frente estaba edificando su hermano Sebastián, en el medio la construcción original -la casa de sus papás donde también viven Gabriel y Andrés, sus otros dos hermanos- y atrás, la humilde casilla en la que los hermanos varones duermen en una habitación compartida, en la que Abril dispone de un cuarto para ella sola y en donde los papás comparten con Román su propio cuarto.
Román era, por entonces, un bebé de dos meses. También había sido invitada al cumpleaños una vecina con su bebé de dos meses. Fabricio y Joaquín estaban jugando afuera. Afuera también estaban las mujeres con sus bebés. “Dos veces los mandé adentro a los dos porque estaban haciendo lío. Hasta que de repente sentí como una efervescencia -relata-. Lo primero que hice fue darme vuelta para tapar al bebé y la otra chica hizo lo mismo. Cuando me doy vuelta escuché que el más grande le decía a Joaquín ‘te dije, boludo’. El más grande tenía el buzo prendido fuego. Se tiró al piso, empezó a rodar y se apagó. Cuando lo miré a Joaquín estaba todo envuelto en llamas. No me dio tiempo a nada. Mi vecina me sacó al bebé. Lo único que quería hacer era que se tirara al piso, que rodara. Pero no lo hacía. Empecé a gritar, a gritar, mi mamá abrió la puerta de su casa y de un empujón lo metí adentro. Como no lo podíamos apagar, mi papá, que escuchó los gritos, saltó de la cama y así como vino lo abrazó con una campera. Se quemó las manos y los brazos, pero lo apagó”.
Minutos antes, Joaquín había agarrado una botella de alcohol, tal vez pensando que era agua, y vertió el líquido sobre las brasas. Según su relato, el arrojarlo también salpicó su ropa y la de su hermano. Las llamas los asaltaron. Fabricio reaccionó rápido. Solo se quemó la mano y la cicatrización natural borró la huella del incidente. Joaquín estuvo cerca de cinco minutos quemándose, intentando extinguir el fuego que lo abrazaba. El relato de la familia se unifica en una frase: todos recuerdan, por el caudal dramático del discurso, lo que decía mientras las llamas lo rodeaban. “Él lo único que decía era que no quería morir -repasa Raquel-. Todos recuerdas las mismas palabras, mi papá, mi mamá, sus hermanos: ‘Mami, no quiero morirme’, decía”.
La familia se había quedado paralizada por el estupor y el peligro. Francisco, el abuelo, tuvo el arrojo de ahogar el incendio del cuerpo de Joaquín con un abrazo temerario. La ambulancia que había pedido la vecina de la familia nunca llegó. Dos policías fueron los que bajaron del patrullero, lo asistieron mientras Raquel le quitaba la ropa quemada, lo envolvieron en una frazada y lo trasladaron de urgencia al Hospital de General Rodríguez. La mamá, el papá y el bebé de dos meses fueron detrás del móvil policial en otro auto.
“Los médicos nos dijeron que nos vayamos preparando porque para ellos Joaquín no iba a salir vivo. Tenía mucho porcentaje de su cuerpo quemado y nos decían que a su edad es muy normal que los pacientes se descompensen y que no haya vuelta atrás. Nos prepararon para ver morir a mi hijo. Creían que no iba a aguantar la noche. Pero la aguantó y al otro día a la mañana lo llevaron al Hospital de Quemados”, rememora.
En el Hospital de Quemados el cuadro no mejoró. Su salud era reservada, su estado era delicado. “Nos decían que no había evolución, que iban a hacer todo lo posible pero que estaba en manos de Dios, que más de lo que hacían no podían hacer”, recuerda Raquel. Los días pasaron. Joaquín nunca perdió la consciencia. Los primeros estudios que le pudieron hacer devolvieron la esperanza: se había quemado el 25% del cuerpo, pero no había quedado afectado ningún órgano interno. Había perdido la piel de su brazo derecho, de sus dos piernas, de su entrepierna, de su cuello, de sus oídos, de parte del pecho y la cara. Pero estaba vivo y en paz.
Completaba sopas de letras, pintaba libros. Hablaba poco durante su permanencia en el hospital. Emanuel lo había estado acompañando día y noche en el hospital. Dormía ahí, sentado en el pasillo. Joaquín recién pudo recibir visitas al mes de su internación. Pero él sentía que tenía que estar igual, acompañándolo. Le había prometido que nunca lo iba a abandonar. Tuvo que hacerlo: también su salud estaba en jaque. Joaquín lo contó en su cuenta de Twitter. “Él es Emanuel, mi papá. Me crió, me enseñó a cocinar y cuando estuve internado estuvo durmiendo en una silla hasta que también terminó internado y casi muere pero me prometió que no me iba a dejar. Y ahora estamos los dos acá”, dice el texto que acompaña una foto de ellos abrazados.
A Emanuel lo veían desmejorado. Estaba anémico, tenía el cuerpo chupado y vomitaba lo poco que comía. Él, por miedo a la internación y para no dejar a su hijo en el hospital, se negaba a atenderse. Lo convencieron sus familiares: se lo pidió el propio Joaquín. En el Hospital de General Rodríguez lo intervinieron por cálculos biliares. Pero el post operatorio fue traumático: lo tuvieron que someter a cuatro cirugías de urgencia en un mismo día. Cuando se recuperó, su hijo ya había recibido el alta del Hospital de Quemados.
La rehabilitación de Joaquín se detuvo cuando se detuvo todo, en marzo de 2020: una pandemia había sacudido las prioridades del sistema de salud nacional. Dejaron de hacerle los injertos de piel que venían reemplazando sus partes muertas. Las operaciones programadas se suspendieron. Al año, en marzo de 2021, les informaron que las lesiones ya habían cicatrizado, que no podrían realizarle nuevos injertos y que iban a tener que introducir debajo de la piel del rostro cuatro expansores. Cada uno cuesta 500 dólares. Lo necesitan para cuando los injertos en su rostro crezcan más que su piel. Cuando haya discrepancia en su crecimiento dérmico, podría perder la movilidad de su cuello y la autonomía de los músculos de su cara.
La necesidad económica estimuló su deseo por ser pastelero,. La familia organizó sorteos para costear la compra de los expansores. “Vendíamos nuestras cosas: un celular, una máquina de cortar el pelo, una planchita y cosas que nos donaban para sortear. Y el último premio era algo que hacía él”, cuenta su mamá. De la receta del bizcochuelo perfecto pasó al relleno y el decorado: la repostería es su hobby. Las primeras tortas que hacía tenían snacks de chocolates y dulce de leche agregado. De a poco fue perfeccionando su técnica. En el tercer sorteo, su torta ya era uno de los mejores premios. “Nos dimos cuenta de que le salía bien y que le gustaba hacerlo. Tiene 10 años, no tiene preparación, nunca hizo un curso pero el bizcochuelo, la crema y el manejo de la manga le sale perfecto. Y nosotros no entendemos nada de pastelería, eh”, advierte.
Hace una semana creó su primera torta de dos pisos para celebrar el cumpleaños de su hermano Teo. La decoró con un auto del Rayo Mc Queen. “No me quedó como esperaba pero hice lo mejor para mi hermanito”, expresó en sus redes sociales. Hizo, también, sus primeros cupcakes navideños y ahora va por su primera torta de tres pisos. “Joaquín es voluntarioso -dice su madre-, no solo con la pastelería sino con el colegio, con sus hermanos. Es muy estudioso, muy buen compañero, muy buenito, pero como todos a su edad también tiene sus ataques de rebeldía”. A veces, afirma Raquel, decora más su ropa y los muebles de la cocina que la torta: “Me mancha todo, hace desastres”. Después, le toca limpiar a él.
Va a quinto grado de la escuela 7 de General Rodríguez, que queda a una cuadra de su casa. Su materia favorita es inglés. Cuando vuelve, a las doce del mediodía, después de almorzar y descansar, también le gusta andar en bicicleta. Alguna vez dijo que quería conocer al pastelero estrella de la televisión, Damián Betular. Ahora cree que le gustaría sacarse una foto con Carlitos Tevez, en su condición de hincha de Boca. Pero para su mamá, él no se da cuenta la repercusiones de su don. Su inocencia también la celebra.
El propósito de los sorteos ya no son los expansores: los médicos creen que por ahora no son necesarios. Lo serán después. Por ahora Joaquín quiere ahorrar para levantar un local comercial. Sebastián, su tío, le cedió la edificación que hizo en la entrada de su casa. La estructura está a medio hacer. Le faltan tantos materiales de construcción como asesoramiento para procesar la idea. En la publicación del 19 de octubre, después de contar que está juntando plata para terminar su local, avisó contento: “Ya me compré una alcancía”.
Lo que necesita Joaquín, lo que aún no llegó a juntar en su alcancía, es una batidora y materia prima para seguir jugando a ser pastelero. Apenas eso pide.
Para ayudar a Joaquín. CBU: 0000007900203869652359. ALIAS: NAHUELNUNEZ975.UALA. CUIT: 20386965235.
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