Me sorprendió verlo. Tal vez porque ese chico quería que lo viese. No tendría más de 20 años, parado sobre el andén del subte de la estación Palermo de la línea D. En su mochila negra llevaba, junto al símbolo de la hoz y el martillo del Partido Comunista tachado con una línea roja, un pin de la bandera Gadsden, la serpiente cascabel enroscada y lista para atacar sobre un fondo amarillo. “Don’t tread on me”, decía, “no me pises”. El símbolo es viejo, corresponde al período de la Revolución Americana, originalmente un mensaje anticolonialista a Gran Bretaña, casi tan viejo como la democracia más vieja del mundo.
Cobró muchos significados a lo largo de su historia. Fue empleada como una marca de individualismo, un llamado al gobierno limitado, a la defensa de libertades personales. Después se puso peor: la enarbolaron las milicias de ultraderecha que proliferaron en el Sur americano en los últimos 50 años junto a las banderas confederadas, un símbolo de racismo y superioridad racial. Fue usada en los últimos años por esas mismas milicias que exhibían sus armas para chocar con el Estado en el fin de la era Trump y fue una de las banderas más prominentes del movimiento Tea Party. En 2016, la Equal Employement Opportunity Comission de los Estados Unidos consideró que no era un símbolo racista en sí, pero que podía serlo dependiendo del contexto, una cuestión de uso.
También pudo verse entre las filas de grupos supremacistas blancos que portaban esvásticas y otros símbolos nazis en los disturbios de Charlottesville, Virginia, en agosto de 2017. Su hora de brillo contemporánea, sin embargo, fue el intento de toma del Capitolio de este año. Estaban allí, en todos lados, mientras los partidarios de Trump atentaban contra la democracia. En 2019, el actor Chris Pratt -Star Lord en Los Guardianes de La Galaxia- enfrentó fuertes críticas por usar el símbolo en una remera.
En 2014, fue depositada sobre los cadáveres de dos policías masacrados en una pizzería de Las Vegas.
En Argentina, en el año 2021, es el símbolo de los partidarios de Javier Milei, casi omnipresente en sus actos y en sus redes sociales. Ayer por la tarde, en el Luna Park, las cascabeles argentinas tuvieron su hora de brillo.
Se impusieron en el búnker de Javier Milei que ingresó al Congreso con un 17% de votos. Su jefe de campaña, Nicolás Emma, presidente del Partido Libertario y tercero en la lista del economista, agitó la bandera en el escenario mientras el nuevo diputado electo hacía su performance sobre la casta. Debajo, minutos antes, los seguidores en el lugar cantaban una y otra vez: “¡BASTA DE NEGROS!”. Afuera, en la calle, vendedores de merchandising la ofrecían en trapos y posters. Varios chicos de pelo teñido se envolvían en ella.
Entre ellos, un joven alto, rapado, llevaba una bandera confederada atada al hombro, como un manto. “Prefiero que me digan nazi y no montonero terrorista de los 70”, reconoció en una entrevista hecha en el lugar, dos alternativas de identidad política sumamente actuales.
Luego, Calificó a Mauricio Macri de “tibio” en sus medidas como presidente y aseguró que llevaba el símbolo en su espalda por “Trump y Bolsonaro”, como si tuviesen algo que ver el Sur americano de la Secesión que reivindicaba con fuerza militar su derecho a la posesión de esclavos con dos presidentes derechistas del siglo XXI.
En la Argentina que desconoce los símbolos y tácticas del fascismo contemporáneo para instalar su retórica a simple vista, estas imágenes pasan por una amplia avenida con un público que espera que le pongan una esvástica en la cara e ignora las coincidencias. Cualquier lectura de la ultraderecha en Argentina se filtra solo a través de las biopolíticas conservadoras del nacionalismo católico o los términos del nacionalsocialismo tradicional, con una mirada económica que es antitética al liberalismo económico de Milei. Todo el resto se escapa. Mientras tanto, un hombre lleva una bandera racista al cuello en un acto de un partido que participó en comicios democráticos, se hace el desentendido y no pasa nada.
Luego, el propio Milei lo condenó:
“Si yo lo hubiera visto a ese chico, lo habría sacado de patadas en el culo. Yo no puedo controlar a todos los que ingresan, cómo van vestidos. Si yo hubiera tenido conocimiento de esa situación, yo mismo me habría ocupado. Si durante el discurso, veo a alguien de esas características, yo me tiro al público y lo saco a patadas en el traste. Ahí no hay ni medio milímetro”, dijo a Radio con Vos.
Y reflexionó, tal vez definiendo la naturaleza de su movimiento: “Si hay alguien filo nazi acercándose a nuestro espacio, le diría que tiene un problema ideológico grave que no entiende la naturaleza de las características de nuestro movimiento. No por nada, cuando nosotros terminamos la exposición, esto lo hicimos en muchos actos, terminamos con la definición de liberalismo. Es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo, basado en el principio de no agresión y en defensa del derecho a la vida, la libertad y la propiedad. No tiene nada que hacer un nazi en esta estructura. Está por definición, fuera”.
Hace más de 15 años que los grupos ultraderechistas argentinos entendieron que suprimir la esvástica de cualquier manifestación pública era clave para sobrevivir. Dejaron de lado la simbología nazi más reconocida para emplear íconos tal vez menos obvio que cualquier persona que haya leído un libro de historia puede identificarlos con facilidad. La bandera confederada es uno de ellos. Solo hay que tener un poco de calle, o un poco de cultura juvenil.
Otros seguidores de Milei refugiados en cuentas troll de Twitter van un poco más allá. Acuñaron un neologismo, “jword”, “palabra J” en inglés, usado por fans de Taylor Swift para hablar de un ex novio de la cantante pero usado también por libertarios criptofascistas para denostar a judíos. El uso del término que intenta esquivar banderas rojas en la red social es más o menos frecuente.
Tal vez todo esto podría explicarse con el truco de la incorrección política, una reacción cutánea de chicos enojados con el progresismo burgués y el feminismo que le reprime los impulsos, pero ese es el diario del lunes. En paralelo, hay un mundo más peligroso. En los últimos meses, los arrestos de la Policía Federal por amenazas de violencia antisemita que incluían promesas de atentados armados se repitieron en puntos como San Miguel de Tucumán y Grand Bourg en el Conurbano bonaerense. Los sospechosos detenidos no son terroristas islamistas, o siquiera los nazis argentinos de siempre. Son chicos de 25 años máximo, con acceso a Internet.
B.J, uno de ellos, tenía una forma inequívoca de presentarse en Instagram. “Por la esvástica, por la civilización”, escribía en sus redes, mientras reivindicaba a Hitler y a las quemas nazi de libros, mensajes que leían unos pocos seguidores. Lo hacía, literalmente, con su nombre y apellido. Luego, escribía un poco más.
El foro 4Chan, un lugar constante para mensajes de odio, era un punto frecuente para su retórica: “Estoy cansado de ver homosexuales, transexuales, pedófilos y todo tipo de mierda”, dijo una vez. Luego, prometió acción: “Si, voy a volar una gasolinera y luego ir a un banco”, continuó.
El 23 de septiembre último, B.J continuó: “Voy a comprar la maldita máscara y hacer esa mierda, yo ya tengo el arma, te juro que no estoy mintiendo... No quiero lastimar a personas inocentes, pero necesito los números ¿entiendes? Necesito muertes para que la noticia sea grande, Dios me perdone por la gente inocente, pero ya no soporto vivir en este maldito mundo”. Anunció, incluso, que se quitaría la vida tras hacerlo. “Planeo tomar rehenes, que llamen a la prensa y hacerlo frente a las cámaras, quiero que se grabe todo”.
También hizo números: “Un cargador de la pistola tiene 17 balas, aún así llevaré más. Aún no he escrito el manifiesto, lo haré pronto, mencionaré el Holocausto, los judíos, el 11 de septiembre, etcétera.”
Esas amenazas fueron leídas por el FBI. En octubre pasado, tras pocos días de rastreo, B.J fue encontrado: tiene 19 años, lo detuvieron en la casa de su familia en Grand Bourg, con un operativo a cargo del Departamento Unidad de Investigación Antiterrorista de la Superintendencia de Investigaciones Federales de la Policía Federal y una causa bajo la firma del juez Emiliano Canicoba, Juzgado Federal N°2 de San Martín.
Hubo un caso peor. En abril de este año, dos jóvenes de 21 años fueron arrestados en San Miguel de Tucumán por una situación idéntica, un expediente de la Fiscalía Federal N°2 que había sido iniciado tras una denuncia de la DAIA. Según fuentes del expediente, “los imputados utilizaban los servicios de mensajería WhatsApp y Telegram para planear actos de agresión y amedrentamiento contra personas e instituciones de la comunidad judía”. Al ser encontrados por la PFA, sus fotos revelaron que eran poco más que adolescentes.
}También fueron arrestados en las casas de sus padres. Tal como B.J, prometían una escalada de violencia antisemita, con un ataque durante Shabat. Les secuestraron una decena de armas de fuego cortas y largas, municiones, numerosas armas blancas y punzantes de todo tamaño y de diseños inusuales, algunas de las cuales ya habían sido identificadas en fotografías en redes sociales.
También incautaron literatura nazi como “El Mito del Siglo XX” de Alfred Rosenberg, un texto de doctrina nacionalsocialista clásico.
Si los detenidos de Tucumán y Grand Bourg estaban a favor del liberalismo o de Milei, no lo expresaban en sus redes. “En contra del mundo moderno”, decía uno de ellos desde su muro de Facebook, otra proclama típica de la ultraderecha críptica actual que, para quien no la conoce, para quien piensa a las ideologías extremistas con un playbook de hace 20 años, da lo mismo.
SEGUIR LEYENDO: