Tiene cuatro mil horas de vuelo en 36 años de servicio en la Fuerza Aérea. Y cinco mil en los 11 que pasó en Aerolíneas. En la guerra y en la paz, cada avión que piloteó Roberto Cimbaro durante sus 47 años de carrera tuvo pintada, en su fuselaje, la bandera argentina.
Esa brillante trayectoria llegará a su fin el próximo 23 de noviembre. Se sabe que la regulación es estricta: el límite para los pilotos de aviación comercial es de 65 años. Y al día siguiente, el 24, Cimbaro alcanzará esa edad.
El último vuelo será muy especial. Primero, porque su hija Valeria -que es comisario de a bordo de la línea de bandera- será parte de la tripulación. Y también por la ruta elegida: volará a Resistencia, su ciudad natal y allí subirá su hermana melliza, Norma. El último aterrizaje será en el Aeroparque Jorge Newbery.
Nada hacía suponer, cuando era niño en el Chaco, que el Chino -como lo apodan- iba a terminar subido a la carlinga de un avión. Pero a los 12 años, el hijo de Roberto y Ofelia -un maestro mayor de obras chaqueño y una enfermera correntina, ambos ya fallecidos-, hermano de Norma y Eduardo, le puso alas a su destino.
A esa edad se marchó de su casa para estudiar en el Liceo Militar General Belgrano de Santa Fe. Pero, cuenta, “enseguida descubrí que la tierra era aburrida, que no era para mí (ríe). Así que me pasé a la Fuerza Aérea. Fui a probar suerte a Córdoba, y en 1978 me recibí de aviador militar”. Los cursos que siguió, y su deseo de ser piloto de combate, hicieron que muy pronto se encontrara dentro de un Pucará.
Soltero y destinado en la Base Aérea III de Reconquista -a dos horas en auto de la casa familiar chaqueña-, abril de 1982 lo esperaba para demostrar su valor. Un día antes de la recuperación de las islas Malvinas, Cimbaro y tres camaradas, a bordo de cuatro Pucará, fueron derivados a Río Gallegos, en la provincia de Santa Cruz. “No sabíamos a qué misión íbamos. Llegamos a las 2 de la madrugada y vimos un despliegue de tropas importante. Nos dimos cuenta que algo raro pasaba. Como habíamos volado toda la noche, nos fuimos a descansar. El 2 a la mañana, cuando nos levantamos, nos enteramos de la recuperación de las Malvinas. Y nos ordenaron prepararnos para cruzar al día siguiente a las islas…”
El 3 de abril, Cimbaro aterrizó en la Base Aérea Militar (BAM) Malvinas, la pista de Puerto Argentino. Tenía, entonces, 25 años. “Hasta ese momento no le había podido avisar a mis padres. Normalmente, cuando salía en una misión, llegaba, compraba cospeles y los llamaba: ‘hola mami, estoy en Mar del Plata…’, ponele. Pero en Río Gallegos no tuve tiempo de nada. Así que recién los pude llamar desde Puerto Argentino tres días más tarde. Había una oficina de Entel y sacabamos turno: primero los soldados, después los suboficiales y por último los oficiales. Nos daban tres o cuatro minutos para hablar. Mis padres ya habían telefoneado a la base después del 2 de abril, algo sospechaban. La otra forma de comunicarnos era por carta. Conservo algunas de chicos de escuelas chaqueñas y cada tanto las leo… Eso nos daba fuerzas”.
El 15 de abril, previendo un ataque al principal aeropuerto, se estableció el BAM Cóndor en Darwin. Allí ubicaron al Escuadrón Pucará. “Fue un mes tranquilo, pero la mente trabajaba a mil por hora. Especulábamos sobre si los ingleses iban a atacar o no. Algunos eran más optimistas, otros menos. La mayoría pensábamos que no llegaría el bautismo de fuego. Que habría un bloqueo, una presión diplomática y nos íbamos a retirar. Otros decían que si Inglaterra había movido todos esos recursos era para atacar. Al final, esa minoría tuvo razón. En ese tiempo nos dedicamos a reconocer el terreno y preparar los lugares dónde podríamos aterrizar en caso de emergencia”, relata Cimbaro.
El 1° de mayo llegó el bautismo de fuego para el Escuadrón. “Fue traumático”, recuerda. La base fue atacada a las 8.31 de la mañana por una escuadrilla de aviones Harrier que despegaron del portaaviones Hermes. En esa acción murió un piloto, el teniente primero Daniel Jukic y quienes lo asistían: los cabo principal Juan Rodríguez y Juan Duarte; y los cabo primero José Maldonado, Agustín Montaño, Andrés Brasich, Miguel Carrizo y José Luis Peralta.
“Fue un baldazo de agua fría -lamenta Cimbaro-. Yo fui el segundo y último Pucará que despegó antes que llegara el ataque. Me fui a la isla Borbón (Nota: donde había una pista de la aviación de la Marina) y ahí, por radio, me enteré de mis compañeros muertos. Después del shock inicial, uno se levanta y dice ‘bueno, hay que seguir peleando, por lo menos en memoria de ellos’”.
Cuando los ingleses desembarcaron en el estrecho de San Carlos el 21 de mayo, la misión del Escuadrón Pucará fue frenar el avance de las tropas. “Ellos marchaban hacia Darwin y Puerto Argentino. En esos ataques volví con impactos en el fuselaje y varios compañeros se tuvieron que eyectar. Gracias a Dios nunca tuve que hacerlo, aunque estaba preparado porque volábamos muy bajo”.
Cimbaro tiene hacia el Pucará un afecto muy especial. Y explica por qué: “El aspecto aéreo de Malvinas hay que dividirlo. Por una parte, la lucha era sobre el mar, contra los buques, y por el otro, la que nos tocó a nosotros, en tierra. El Pucará fue diseñado en la década del ‘70 para la lucha contra la guerrilla. Era una muy buen arma para el ataque aire-tierra con cohetes, bombas, ametralladoras y proyectiles desde cañones a blancos poco defendidos como camiones, tropas o helicópteros, no para el ataque aéreo. Podía descender en terrenos poco preparados, como tierra o pasto, y en corta distancia. La pista de Darwin tenía 500 metros de longitud. Nunca fuimos enviados a atacar barcos, por ejemplo. En ese aspecto estaríamos perdidos porque era un avión lento, que va a 500 kilómetros por hora. La desventaja es que no teníamos defensa electrónica como para desviar misiles. Pero absorbió el tema de los impactos, por ejemplo. Fue un avión fabricado en Argentina, que se portó maravillosamente bien contra la mejor tecnología de Inglaterra. Gracias a Dios pude hacer un último vuelo en Reconquista en 2019, cuando dejó de volar”
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Sus últimas dos misiones fueron el 28 de mayo. “La primera, a las 9 de la mañana, salí a tratar de identificar el avance inglés y detenerlos con cohetes, porque estaban muy cerca de la BAM Cóndor en Darwin. Y la segunda, la más impactante, fue cuando atacamos con mi compañero (el teniente Miguel Ángel) ‘El Sombra’ Giménez, a dos helicópteros Scout. Entramos en combate a muy baja altura, recuerdo que lloviznaba. Él derribó a uno. Me dí cuenta por los gritos que escuché por la radio. Al que combatió conmigo lo averié y lo obligué a aterrizar. Quedó de costado, caído en la turba”.
Su compañero, pensó Cimbaro, lo seguía en el regreso. “Aterricé y le dije a mi jefe que venía detrás mío. Había establecido comunicación con él”. Pero no fue así: ingresó en un banco de nubes muy bajas y se estrelló contra una ladera del Cerro Azul. “Su cuerpo fue hallado, aún dentro de su avión, cuatro años después de la guerra. Fue muy duro…”, recuerda sobre su compañero de armas. En Malvinas ofrendaron la vida 35 pilotos argentinos.
El 30 de mayo, después de casi dos meses de permanecer en las islas, Cimbaro fue relevado, embarcado en un Hércules y destinado a Río Gallegos como piloto de reserva: “uno de los últimos días de la guerra estuve por salir con bombas para atacar los alrededores de Puerto Argentino y regresar al continente, pero la misión se suspendió a último momento”.
Desde entonces, nunca volvió a Malvinas. “No me haría bien por una razón: no me gusta tener que pedir autorización para ir a mi casa”, señala.
Después de la guerra fue destinado como instructor de vuelo en Córdoba. Más adelante, por su desempeño, pudo escoger qué avión volar, y eligió el Mirage. Estuvo en las bases de Moreno y Tandil, donde permaneció cinco años. Completó la Licenciatura en Sistemas en la Escuela de Guerra y viajó como observador militar a Israel.
Ya estaba casado con una catamarqueña, Silvia Vega, con quien tiene tres hijos: Verónica. la mencionada Valeria -ambas tripulantes de cabina- y Federico, que nació en Tandil cuando volaba Mirage y sigue sus pasos como piloto: es teniente de la Fuerza Aérea, destinado en la base de Morón. “Con Valeria ya volé varias veces. Verónica trabajaba en Lan, pero lamentablemente desde que esa línea aérea dejó el país está desempleada…”.
A Israel viajó con su familia. Se instaló en el norte, en Nahariya, la ciudad más cercana a la frontera con Líbano. Y señala que “allí pasé peligros más grandes que en Malvinas. Me enviaron un año a una misión de paz, un convenio que se hizo cuando estaba Menem. Me tocó en las Alturas del Golán medio año y medio en la franja de seguridad entre Israel y el Líbano. Ahí no volé, patrullaba en tierra. Y en más de una oportunidad me cayeron muy cerca disparos de mortero y misiles Katiusha cerca de una base israelí. Me tenía que ir a la banquina, ponerme el casco y el chaleco antibalas. Me salvé en Malvinas y ahí estuve más cerca. Pero fue una buena experiencia…”
En 2010 se retiró de la Fuerza Aérea con el grado de Comodoro. Por su jerarquía en el escalafón, no volaba más aeronaves de guerra. Y le llegó la oportunidad de entrar en Aerolíneas Argentinas, donde siempre tuvo a cargo uno de los Embraer 190 de la compañía, un avión de 96 pasajeros que hace vuelos regionales. “Ingresar de grande a la aviación comercial fue un bonus track -explica-. Estos 11 años pude seguir haciendo lo que amé desde chiquito, volar. Fueron años hermosos, conocí mucha gente. Y otra clase de vuelo, porque nada que ver con el de combate, donde uno va solo, con máscara, con oxígeno, con casco, atado a un asiento eyectable. Aquí es otro mundo, que también exige una preparación muy profesional, se piensa en los pasajeros. Me adapté, porque tenía 50 y pico de años y mis jefes, los comandantes, quizás 20 menos que yo. Aprendí de ellos sobre el avión, y ellos de mí sobre mi experiencia de vuelo. Pero se que estoy cerrando un ciclo, mi etapa activa como piloto”.
Por estos días, el primer oficial Cimbaro recibe muchos homenajes cada vez que vuela o llega a un aeropuerto. Lo honran desde sus compañeros de cabina hasta los que trabajan en la pista y le hacen el “arco de agua” con los camiones hidrantes. Para el piloto, es todo una revelación: “Estoy asombrado, medio en shock. Por mi forma de ser, ni mis vecinos sabían que soy veterano de Malvinas. Soy de muy bajo perfil, provinciano, chaqueño. Y ahora se están enterando todos. Me llena de felicidad, no pensé que la gente me quería tanto. Me sorprendió…”.
Se va, como dice, “feliz y volando”. Aunque también, confiesa: “No sé si podré estar mucho tiempo en tierra. Yo no tengo avión, pero si mi hijo sale a volar solo, me va a invitar seguro”.
En los últimos 47 años, Roberto Cimbaro tuvo en sus manos la vida y la muerte en medio de una guerra, y transportó miles de sueños en tiempos de paz. Queda sólo preguntarle qué es volar: “Pilotar un avión es mirar para abajo y decir ‘que grandioso es nuestro país’. Y por supuesto, estar en el cielo, que es algo único. Hasta el show de los rayos dentro de las nubes es una maravilla… ¿La verdad? Los que trabajamos en esto tenemos una oficina de lujo allá arriba”.
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