No cuesta nada imaginar que la bandera que Manuel Belgrano agitó, parado sobre unas lomas pedregosas a media legua al sudoeste del campo de batalla de Ayohuma para reunir a los dispersos, sea la que se conserva actualmente en el Museo Histórico Provincial Juan Galo Lavalle, en San Salvador de Jujuy. Es un paño de 80 centímetros de ancho por 1,35 de largo, de franjas celestes y blancas -las celestes mucho más anchas- que está enmarcada. La enseña la rescató un soldado del campo de batalla y tiene manchas que los especialistas deben determinar si es sangre que se vertió el 14 de noviembre de 1813.
En quechua, Ayohuma significa “cabeza de muerto”. Es una meseta de la montaña que lleva el mismo nombre y se halla a 160 kilómetros al norte de Potosí y a 75 al este de Chuquisaca.
Luego de ser derrotado por los españoles en Vilcapugio, el 1 de octubre de 1813, Belgrano dispuso reordenar su ejército al recibir refuerzos de hombres enviados por Francisco Ortiz de Ocampo, Juan Antonio Álvarez de Arenales e Ignacio Warnes. Juana Azurduy y su marido Manuel Padilla también colaboraron con cientos de indígenas. El 5 de octubre había establecido su cuartel general en la aldea de San Pedro de Macha. “Sepan que no hemos de abandonar el puesto sino cuando sea imposible sostenerlo. Aún hay sol en las bardas y hay un Dios que nos protege”, dijo.
El 9 de noviembre ocupó Ayohuma con el propósito de enfrentar a los realistas que iban a su encuentro. En la junta de guerra celebrada el día anterior, la mayoría de sus oficiales se pronunciaron por eludir un enfrentamiento. Unos le aconsejaron una retirada y otros realizar acciones secundarias hasta tanto hacerse fuertes. Tal vez ir a Oruro, apoderarse de los depósitos enemigos y pasar a La Paz, como sugirió el coronel Gregorio Perdriel. Belgrano no lo consideró práctico por el mal estado de los caminos, y sus soldados estaban escasos de calzado y vestimenta adecuados. También rechazó retirarse, porque supondría un duro golpe a la moral de la tropa. Además, la caballería patriota doblaba en número a la enemiga y él ya había estudiado el terreno. No, se dispuso a dar el combate. “Yo respondo a la Nación con mi cabeza del éxito en la batalla”.
El que le pisaba los talones era el brigadier español Joaquín de la Pezuela, que no tenía todas consigo. En su marcha, tuvo dificultades en conseguir víveres y ganado, negados por la población que le era hostil. Quería terminar de una vez por todas con el “caudillo” Belgrano y a ese “ejército de insurgentes”, como lo describió en el parte de guerra, antes de que pudiera reacomodarse luego de Vilcapugio. Gracias a los indígenas que le consiguió el doctor Poveda, cura de Coroma, de ascendiente entre ellos, pudo transportar a hombro la artillería y el propio religioso le facilitó además 600 burros y llamas de carga. Marchaba lento por el mal estado de los caminos, “caminos tan ásperos, elevados y penosos como el sufrimiento de mis soldados”, escribiría. Además, debió soportar un violento temporal de nieve, granizo y agua. El día 12 contempló, a dos leguas de distancia, al ejército patriota dispuesto a dar batalla.
Belgrano había formado una primera línea, con su modesta artillería emplazada sobre montículos. Había mandado a buscar los cañones que había dejado en Salta, los que llegarían tarde. Contaba con tres compañías de infantería y dos de caballería, todas de la División Cochabamba. Y la reserva, recordaba el general Paz en sus memorias, estaba compuesta por “un grupo insignificante de indios, y otros mal armados”.
Estaba convencido que el enemigo se involucraría en un choque frontal. En el medio, el barranco -razonaba Belgrano- haría a los españoles detenerse o correrse a la derecha para sortearlo, y ahí aprovecharía para lanzar a su infantería y caballería.
Su error fue el de disponer sus hombres con varios días de anticipación. Cuando Pezuela comenzó a desplegar su ejército, se sorprendió que Belgrano no reaccionase ni tomaran las alturas por donde hubiese sido letal el hostigamiento a los españoles.
A las 6 de la mañana del domingo 14, los españoles empezaron a acercarse, descendiendo por un estrecho que solo permitía el paso de tres hombres de frente. Gregorio Aráoz de La Madrid, un teniente del cuerpo de Dragones y ayudante de campo de Belgrano, sugirió atacarlos ahí mismo, para no darles tiempo a organizarse. “No, esperemos que bajen todos, así no se nos escapará ninguno”, respondió. Pero los españoles se ocultaron en un bajío y no podían ser vistos. Eran 3500 hombres contra 3200 patriotas, entre los cuales solo un millar eran veteranos.
Cuando a las 9 el enemigo ya estaba en el campo de batalla y se disponía a maniobrar, no para encarar un ataque frontal sino contra el ala derecha patriota, Belgrano y su gente estaba inexplicablemente en una misa de campaña. Cuando se percató de la maniobra del enemigo, debió cambiar rápidamente su formación y no hizo más que desorganizarla.
Una hora después los españoles comenzaron un infernal fuego con sus 18 cañones -algunos de ellos tomados a los patriotas en Vilcapugio- sobre la infantería. Dispararon 400 balas durante media hora. Pezuela se asombró de los soldados que no se movían de sus posiciones: “Soportaban el cañoneo que barría sus hileras, manteniéndose con tanta firmeza como si hubieran criado raíces en el lugar que ocupaban”.
Luego las dos infanterías chocaron y la enemiga, más numerosa, demostró ser superior.
En el medio del combate, algunas mujeres -la historia rescató el nombre de María Remedios del Valle- llevaban cántaros sobre sus cabezas, daban agua a los soldados sedientos para mitigar las altas temperaturas del mediodía. La historia las rescató como “las niñas de Ayohuma”. María Remedios caería allí prisionera de los españoles.
Cuando Belgrano envió la caballería, los españoles se valieron de un barranco al que habían podido ocupar, y fue rechazada. Varios jefes perdieron la vida, como José Cano, del cuerpo de Cazadores y José Superí, de Pardos y Morenos.
Cuando el ataque español sobre la derecha patriota recrudeció, se inició una retirada, que en parte se transformó en desbandada al recibir disparos casi a sus espaldas. Una oportuna carga de Balcarce sirvió para cubrirlos.
De la misma forma, la caballería y los lanceros de Cochabamba, liderados por el coronel Cornelio Zelaya, lograron contener a los realistas que perseguían a los patriotas. Ahí fue cuando Belgrano agitó la bandera y logró reunir a 400 infantes y 80 de caballería. Se parapetaron detrás de unas lomas, rodeadas por un arroyo y al caer la tarde emprendieron el camino a Potosí, y evitar ser arrollados por los realistas. Fue Zelaya el que cubrió la retirada.
En el campo de batalla, quedaron 300 muertos y 200 heridos. El enemigo se hizo de 600 prisioneros y el Ejército del Norte debió abandonar su artillería, los fusiles y el parque.
El combate había durado siete horas.
Dos días después Belgrano llegó a Potosí, y continuó hacia el sur. Una retaguardia de 500 hombres le cuidaba la espalda. El 2 de diciembre la noticia de la derrota llegó a Buenos Aires y seis días después le escribió a José de San Martín que “he sido completamente batido en las pampas de Ayohuma cuando más creía conseguir la victoria. Pero tengo constancia y fortaleza para sobrellevar los contratiempos y nada me intimidará para seguir sirviendo, aunque sea como soldado raso, por la libertad e independencia de la patria”.
A fin de enero de 1814 estaba en Tucumán, y le entregó el mando del Ejército del Norte a San Martín.
El que rescató la bandera había sido el abanderado sargento mayor Marcos Estopiñán, herido en el combate. La escondió en la iglesia de San Juan de Dios y Oros y él se fue a curarse a sus pagos en La Rinconada. Con el tiempo fue a buscar la bandera y la guardó por años en su casa. En 1912 sus descendientes la donaron.
Los primeros estudios determinaron que fue confeccionada con tafetán de seda, el mismo material que las históricas banderas descubiertas en 1883, las que habían ocultado enrolladas detrás de un cuadro en la iglesia de Titiri, un paraje de la localidad de Macha. Desde agosto está en manos de un grupo de restauradores que buscarán conservarla como un fiel testimonio de aquellos tiempos en que Belgrano la agitó para advertir que la patria estaba en peligro y que había que defenderla.
SEGUIR LEYENDO: