Alguna vez escribió Félix de Llanos y Torriglia que el 17 de noviembre de 1558 el panorama político y religioso de Inglaterra cambió, ya no en cuestión de días, sino de horas. Fue una jornada de luto doble, porque, tras la muerte de la reina María Tudor, partía de este mundo el cardenal Reginald Pole (o Reginaldo Polo), el último arzobispo católico de Canterbury, desde 1556. Su gobierno pastoral fue ostensiblemente breve, y aunque pudo cumplir su anhelo de ver restaurada la fe católica en su país, aquello no iba a durar por mucho tiempo.
Paradójicamente, nunca dos muertes casi simultáneas fueron celebradas con igual estruendo. Y mientras ambos cadáveres yacían en sus lechos, rodeados del murmullo de los oficios de difuntos y del repicar “a muerto” de las campanas, el pueblo de Londres -núcleo principal de resistencia a la vuelta al catolicismo- disparaba cohetes; y hasta se sacaron mesas y viandas a la calle, para comer y beber a porfía, en homenaje a la nueva reina que traía las expectativas de dejar atrás la religión de los “papistas” y volver a las autonomías cismáticas inauguradas en 1534.
Poco se prolongó el duelo oficial, pues a la mañana siguiente ya se cantaba el Tedeum gozoso en las iglesias por la subida al trono de la princesa Isabel (Elizabeth), medio hermana de la muerta y habida de la unión del padre de ambas, el rey Enrique VIII, con Ana Bolena.
Más aún, el clima anticatólico era tal que, según informaba al viudo consorte Felipe -luego Felipe II, al coronarse rey de España- su embajador en Inglaterra, ni siquiera aguardaron los revoltosos a que la reina exhalara el último suspiro, para “fazer desacatos a las imágenes y personas religiosas”. Era tal vez una reacción previsible, al menos en la capital.
Los regios despojos debieron aguardar varias horas en un aposento contiguo a la alcoba mortuoria para recibir la sepultura ritual, que debía ser autorizada por la soberana entrante. Isabel no era para nada tonta, y sabía que conceder solemnidades a la pompa fúnebre de su odiada hermanastra, era un modo de exaltar delante del pueblo esa misma jerarquía con la cual estaba ella a punto de coronarse.
Pero, siendo como era desconfiada (ya había experimentado los engaños que rodearon la muerte de su padre y de su hermano), cuando le comunicaron la noticia en Hatfield no lo creyó del todo ni de inmediato, e ideó una prueba irrefutable: mandó que se le trajera el anillo esponsalicio que Felipe había regalado a la reina y del cual nunca se despojaba. Sólo entonces se convenció de la novedad.
Algún comentarista señaló que la rubricó entonando en latín la estrofa del Salmo 117: “A Domino factum es istud, et est mirabile in oculis nostris…” (”De parte del Señor sucedió esto, y es admirable ante nuestros ojos…”) Pero quizá resulta poco convincente semejante arranque de piedad poética.
Previsiblemente, hubo versiones de envenenamiento que la autopsia no desalentó, y que el Duque de Feria estuvo a punto de denunciar ante la nueva reina; pero a tal punto llegaba el recelo cortesano que el diplomático español optó por guardar silencio de sus sospechas porque, como le escribió a su monarca, podría ocurrir que el culpable, en vez de ser castigado, fuera premiado…
No hay constancias de que la hija de Ana Bolena tuviera parte en un atentado contra su medio hermana, pero la anécdota revela hasta dónde sus contemporáneos extranjeros la creyeron capaz de tal conspiración, más aun cuando no se mostró solícita ni cercana ni fraterna ante el lecho agónico de “la Española”, como se la llamaba a veces. Al fin y al cabo el desprecio siempre había sido mutuo, e Isabel, la “Inglesa” no se tomó demasiado plazo para poner a Inglaterra, de nuevo, fuera de la obediencia a la sede romana, liberando además a sus súbditos y a su corona de cualquier atadura con la casa de Austria en España. Una de las primeras y más perentorias señales de este nuevo orden de cosas fue la confiscación de los bienes del arzobispo Pole.
Por más que algunas apariencias se mantuvieran en homenaje a la diplomacia (por ejemplo, el casamiento del mencionado embajador español con Juana Dormer que había sido camarera mayor), tan odioso era ahora el nombre y el rito del rey Felipe (llamémoslo rey, porque era Rey de Nápoles y consorte de Inglaterra) que, aunque Isabel lo hubiera aceptado por esposo en atención a la más alta política de estado, tal proyecto hubiera desatado la furia del país entero que, además, echaba en cara al viudo taciturno el haberse ausentado del lecho mortuorio de su esposa…mientras ella le remesaba doscientos mil ducados para gastos de guerra en el continente, a la par que se perdía la plaza británica de Calais. Llegó a decirse que la reina había muerto de pena por la contumaz ausencia de su más joven marido, retenido o entretenido en los asuntos continentales.
Quizá, como señaló Llanos y Torriglia, los primeros renglones de la leyenda negra antiespañola comenzaban a redactarse entonces, con tinta inglesa y protestante. Porque, en efecto, desde esa época, se repitió aquel relato que ponía en la mayorazga de Enrique VIII los atributos de “hembra cruel, intransigente, cerril y criminal”, una auténtica “Bloody Mary”, como se la conoce, tanto en la posteridad, como los cartas de cocktails.
¿Lo fue en verdad? Pareciera que todos los monarcas de su época lo fueron y su reinado, que no escapó a esa regla, quedó tiznado por el humo de tantísimas hogueras expiatorias encendidas como pena a los “herejes” anglicanos.
Lo llamativo del caso es que, en contraste con su hermanastra y sucesora, Isabel, a los ojos de la historiografía británica siempre la “Reina Virgen”, ésta sale airosa, atenuada y hasta condonada de sus propios crímenes (si hasta mandó a decapitar a su prima María Estuardo, tras imponerle largos años de mortificaciones y presidios). Aunque cierto revisionismo ensayado a partir de los años de 1980 mejora en algo la posición histórica de María Tudor, ya que se ha señalado que su restitución de las festividades y prácticas católicas no fue tan rechazada por el pueblo como se dio a entender por parte de la propaganda protestante. Y que esa breve restauración preparó las bases para consolidar la fortaleza del catolicismo inglés, que no desapareció del todo.
LA IRONÍA DE LA TUMBA
Durante el funeral, el obispo de Winchester dijo: “Fue la hija de un rey; fue la hermana de un rey; fue la esposa de un rey; fue reina y, por el mismo título, fue rey también”. Una síntesis bien lograda de sus prerrogativas, que al mismo tiempo evitaba entrar en polémicas.
Se ha dicho que ni aún en la paz silente del sepulcro pudo María Tudor librarse de la sombra vejatoria de su hermanastra. Las previsiones testamentarias de la difunta mandaban trasladar el cuerpo de su madre, Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, desde Petersborough a la capital, y que ambos cadáveres de madre e hija yacieran para siempre en la misma tumba, quizá en Windsor o en Westminster. Pero no fue así.
Isabel dispuso que su antecesora fuera enterrada en la Abadía de Westminster, como convenía a la etiqueta, en tanto la madre española quedaría en la catedral de provincia, donde sus cenizas permanecen hasta hoy. Fue un claro incumplimiento de una cláusula del testamento. Pero lo peor vino luego de cuatro décadas, cuando en vez de las reliquias de Catalina, vinieron a dar al mausoleo por orden de Jacobo Iº ¡los restos de la hermanastra y rival!
Digamos, de paso, que el mausoleo fue ejecutado en 1605 por los hermanos Poultrain, que es el sobrenombre adoptado por los escultores holandeses Maximliano y Juan Colt. En rigor, Maximiliano realizó en 1603 la efigie funeraria original de madera (reconstruida en 1750 con una cabeza de cera y un nuevo corset) y luego su hermano John ejecutó el monumento que incluye la estatua yacente de mármol de la reina, a la cual le fueron robados hace siglos los atributos originales del cetro y la cruz con el Orbe, reemplazados modernamente. También son agregados modernos la corona y el collar. La pintura del conjunto pertenece a Jan de Critz. No es una obra demasiado original pero resulta imponente y trae la marca de un especial realismo en la figura representada, como señaló Margaret Whinney.
Para más ultraje póstumo todavía (aunque algún espíritu ecuménico quiera ver en ello la marca de una reconciliación de ultratumba) sólo Isabel fue esculpida en la estatua yacente sobre una losa, sostenida por cuatro leones de mármol, que se deposita por encima de la huesa común. ¿Acaso sea el símbolo de la victoria final de la oriflama anglicana sobre el pendón de Roma?
Por lo demás, la efigie de madera pintada de María, utilizada durante su funeral, existe aún en las Galerías del Jubileo de Diamante de la Reina. Y es llamativo el abultamiento del vientre del simulacro, siendo famosos los dos falsos embarazos que frustraron sus expectativas de dejar un heredero…
Bajo las fan-vaults y las enjutas góticas, en el corredor norte de la capilla funeraria del séptimo rey Enrique, que antes fue consagrada según el rito católico, afrontan la carcoma del tiempo los huesos de las dos hijas del octavo Enrique, aquel monarca fuerte, iracundo y glotón que dio origen, con su capricho matrimonial, a una nueva iglesia cristiana.
El epitafio las fraterniza, una vez más, en la suerte común de la Corona Tudor, en la urna común de los despojos principescos y en la común esperanza de resucitar algún día…quizá para volver a odiarse:
REGNO CONSORTES ET URNA HIC OBDORMIMUS
ELIZABETHA ET MARIA SORORES
IN SPE RESURRECTIONIS
ASOCIADAS EN EL TRONO Y EN LA TUMBA
AQUÍ DUERMEN LAS HERMANAS ISABEL Y MARÍA
ESPERANDO LA RESURRECCIÓN
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